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lunes, 21 de diciembre de 2020

PEREIRA

 El farol de queroseno con su tambaleante llama, emitía una pobre luz, que apenas ahuyentaba las tinieblas del pequeño cubículo, donde los cuatro hombres, parecían palpar las mugrientas cartas, mientras se cruzaban señas casi imperceptibles, sumando tantos y cábalas.
Aurelio Goró Pargas, tras dar una larga chupada a su grueso cigarro de chalas y exhalar lentamente una larga columna de humo, que flotando se agregaba a la espesa masa, que como lánguidas nubes se cernía sobre sus cabezas, haciendo columpiar voluptuosamente las telarañas que colgaban del techo de paja, rompió el denso silencio, como retomando una conversación pendiente.
-Sí... esta noche, es casi seguro que vuelve... viernes... luna llena... Hoy lo vi, estaba con la escardilla removiendo unas plantas y se me quedó mirando, como en un anuncio, presagiando... Apenas me dijo: “buenas”. El sabe que yo sé... y creo que me la tiene jurada.
-Déjese de esas cosas don Aurelio. Fue la respuesta de Vicente Rodrigo, el hombre que se sentaba a su derecha. –Eso no existe, son bobadas, mire que todas las madrugadas hago este tramo, de casa al matadero y nunca vi nada. Como me va a convencer que el pobre viejo Pereira, pueda ser una cosa así... ¡bah!... sí, ¡bobadas!!!
La flor que cantara Santiago Martín, y el festejo consiguiente, cortó de un tajo el diálogo y enseguida el conteo y trasiego de granos, por los tantos de aquella mano, parecieron distender en algo la atmósfera.
Siguieron algunas manos, sin más palabras que las clásicas del juego, con alguna que otra glosa acompañando el “canto” de una flor y cuando el asunto parecía superado, la voz profunda de Aurelio se dejó escuchar nuevamente:
-Ustedes saben que mis perros son garantidos, el Tarzán y el Tigre... fieros y cuando agarran no sueltan más. Por las dudas, esta noche voy a estar preparado y a eso de las once nos vamos a las toscas, en el zanjón frente a casa, a esperarlo.
-Bueno, recién son las ocho... Dijo don Birriel, el cuarto hombre. -Da para un par de vueltas más.
Entre tanto, doña Juana, la vecina, extendía sobre el pasto del fondo unas sábanas recién jabonadas, para blanquearlas con el sereno de la noche, mientras charlaba de los gurises, con doña Celeste, la esposa de Aurelio.
Terminó el truco y los tres vecinos salieron con distintos rumbos, mientras que Aurelio, el dueño de casa, se fue al galpón de las herramientas y con una hachuela cortó una rama de algo más de un metro y medio de largo, robusta y pesada, pero que en su mano de leñador, parecía una simple vara y la dejó recostada en el portón de entrada.
Cerró la noche y por encima de las toscas del zanjón de enfrente, se asomó el disco enorme de la luna llena.
A poco, silencio, monótono canto de grillos, sueño... En todo el lugar, solo se escuchaban los apagados sonidos de la noche.
Pero al rato, el caos. Despertaron todos, sobresaltados, sudorosos, aterrados. Ladridos, golpes, gritos, gruñidos y una visión reducida por la estrechez de una rendija, solo dibujaba siluetas, sombras, revoltijos de bultos y se colaba fetidez...
Las sábanas no blanquearon, eran una masa de barro, pelos y sangre, en lugar de albura.
Ese día no se habló del tema. El terror vivido en la noche, sellaba los labios. Juana, simplemente arrolló las sábanas y las metió en el tacho de la basura.
Al día siguiente, se extendió la noticia de que don Pereira estaba muy enfermo, pero no vino el médico, ni siquiera doña Guillermina a hacerle algún pase o prepararle algún té de yuyos... El miércoles, fue el sepelio.




Este cuento está incluido en "Rescoldos", libro de pronta aparición

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