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domingo, 25 de diciembre de 2011

Rescoldos

Alfredo Yakes
























RESCOLDOS























Prólogo

Enterrados en la ceniza gris de los tiempos, asomándose al leve hálito que aletea a impulso de virtuosos relatores memoriosos, afloran cual rescoldos de apagados fogones al soplo de la brisa, casi olvidadas historias, cuentos y leyendas.
El rescate definitivo, era pasarlas al papel y ofrecerlas a la posteridad. Cuando tomé la decisión de escribir estas “Historias, Cuentos y Leyendas”, no perseguía otro fin, que rescatar, historias reales, cuentos basados en hechos también reales, que me fueron transmitidos oralmente por personas que en ellos, muchas veces, se reflejan como personajes, y leyendas que si bien rondan con lo fantástico, estuvieron muy arraigadas en el imaginero popular y por lo tanto, tienen algunos visos de credibilidad, no la leyenda en sí, sino el origen o hechos que en aquella imaginación, fueron el ingrediente necesario, para creer vivir acontecimientos, que quizá no eran tan reales, pero algunas veces por el cúmulo de leyendas que acostumbraba nuestra gente a evocar, o por nuestros miedos ocultos, nunca explicitados, encontraban campo fértil para desarrollarse con tal fuerza, que el paso del tiempo las reafirmaba.

Quien decida adentrarse en los relatos, se encontrará también con historias simples, tan simples que quizá rocen la sensiblería, pero tienen la virtud de ser reales y reflejar hechos, simples sí, pero de gran significación, que quizá en el momento de su ocurrencia, dejaron rastros indelebles en la memoria de alguno de sus actores, como lo ocurrido en “Tiburcia”.

En algunas historias, destacan el dramatismo, pero se deberá considerar que el dramatismo, es un ingrediente habitual de todas las vidas, y hechos tristes o no deseados, como la terrible muerte de  Raimundo en “El Pantano”, o de Sebastián en “La Tapera”, aparecen constantemente, en las columnas policiales de la prensa. Asumamos, que son desgracias cotidianas.

No está ausente el temor-valor, esa mezcla surgida de la necesidad de prepararse para enfrentar lo desconocido, que generalmente en épocas pretéritas, por las condiciones en que nuestra gente vivía y trabajaba, la convivencia con grupos heterogéneos por su cultura, labores y orígenes, cargaba el espíritu de aprehensiones, aflorando los miedos íntimos, permitiendo la concreción de actos quizá irracionales, en los que al hacer eclosión el terror, concluyen con hechos inexplicables, como lo ocurrido a Juan María en “El Panteón”, o las certezas sostenidas por Aurelio, en “Pereira”, coincidentes con el fallecimiento del anciano, que dio apariencia de veracidad a la totalidad de los acontecimientos, que seguirán sumidos en el misterio.

Un tema que ha sido tratado por eruditos, ha recibido gran atención y analizado por destacados científicos y han dado ciertas explicaciones a hechos puntuales, destacados médicos y serios auxiliares de la salud, aunque seguirá, quizá para muchos, por siempre asido a la fe, que le insufla su religión o credo, tiene su cabida en algunas historias, como en “De regreso”. Pero, ¿qué ocurre después de la muerte?, ¿realmente quienes estuvieron al borde del desenlace final, alcanzaron a divisar algo del “más allá”?, ¿su fe les insinuó lo que realmente ignoramos?, ¿como y porqué regresaron?

La percepción extrasensorial, o un dolor sufrido por un hecho tan desgraciado, como la muerte de Rumualdo, ocurrida exactamente un año atrás, podrían explicar el “anuncio”, que la “abuela” tuvo, cuando fallecía su “viejo”, sentado a la sombra del parral. O la pena de Abel, pudo corporizar, aunque tenuemente, a su amada, en “La cruz de hierro”, para revivir los bailes sabatinos, que jalonaron aquel inmenso amor, tronchado por la horrible muerte de Elda. 

Las miserias humanas, acuñadas por condiciones de vida deplorables, donde odios sin sentido, día a día se agigantan y forman el ideal caldo de cultivo para la ocurrencia de tragedias reñidas con la propia vida, hundiéndose cada día más en aquellas miserias, aparecen en las lóbregas vidas, de la lavandera y su madre, en “Un caso policial”, trayendo como consecuencia, el trágico asesinato del inocente, concebido en la pasión lícita de dos seres, que consumaron su efímero amor al descampado, al borde de las inmundicias del criadero de cerdos. Inocente que no tuvo culpas, pero pagó con su vida odios y culpas ajenas.

El plan, más que el magro aporte literario, está imbuido del anhelo de compartir mediante las siguientes páginas, las historias, cuentos y leyendas que merecen rescatarle al olvido y hacer conocer a las futuras generaciones.

Es una muy pequeña muestra, de la enorme riqueza que subyace en la memoria y casualmente se transmite, generalmente en forma oral, en las ocasiones que por las especiales circunstancias motivantes de la convergencia de personas, lugares y situaciones, propician abordar el tema e intercambiar algunas “historias”. Ocasiones enriquecedoras, porque permiten aflorar las dotes innatas del narrador,  se rememoran antiguos o recientes sucesos reavivando la vigencia del relato, se intercambian y discuten impresiones sobre realidades y ficciones, creando el clima ideal para continuar con nuevos relatos, que parecían definitivamente olvidados y fluyen de los más recónditos laberintos de la memoria.

Luego, damos cabida a una segunda parte, dedicada a relatar tres, de los más intrincados casos policiales, cuya investigación llevara adelante, un oficial muy particular, Oscar, que dejara, como enseñanza imborrable, a sus ocasionales colaboradores, sus técnicas deductivas.

El oficial policial, generalmente se hace desde abajo, cuando por su necesidad de asegurarse un sueldo fijo o en algún caso por vocación, consigue el ingreso, por el escalafón más bajo, luciendo el uniforme azul.

El caso de Oscar, fue su vocación, la impulsora de la conquista de su uniforme. Desde muy joven tuvo una genuina vocación de servicio y proteger a sus conciudadanos de la gran gama de delincuentes que siempre asolaron, con sus acciones, a la gente honesta, fue un fin primordial en su vida.

Luego de ascender muchos peldaños en el escalafón, recaló como uno más de los detectives de Investigaciones, habiendo sido asignado a hurtos. Una labor encomiable, por su mente analítica y un fino “olfato” para resolver intrincados casos, le valieron el traslado a homicidios, donde también fue de gran destaque su actuación.

Este policía, casi siempre “de a pie”, acumuló logros tales, que tuvo gran destaque, reconociéndosele como un verdadero innovador en los procesos de investigación, que priorizando la investigación científica, nunca dejó de lado sus atributos deductivos, su prodigiosa memoria, su capacidad de observación y sus famosas corazonadas, que fueron herramientas fundamentales.

Lógicamente, su nombre verdadero no es Oscar, pero sé, que cuando disfrutando, de su reciente retiro y ante el crepitar del fuego y el flamear de las llamas del hogar, apoltronado cómodamente, en su sillón preferido del living, lea estos “Casos de Oscar”, se identificará plenamente y su mente lúcida y deductiva, trabajará nuevamente en cada uno de ellos.

Sean esos “casos”, un reconocimiento a los miles de Oscar, que continúan su magnífica obra, trajinando permanentemente en la búsqueda de la verdad, tratando de que ningún criminal quede impune.



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Libro 1

Historias, Cuentos y Leyendas























1

Pereira

El farol de queroseno con su tambaleante llama, emitía una pobre luz, que apenas ahuyentaba las tinieblas del pequeño cubículo, donde los cuatro hombres, parecían palpar las mugrientas cartas, mientras se cruzaban señas casi imperceptibles, sumando tantos y cábalas.

Aurelio Goró  Pargas, tras dar una larga chupada a su grueso cigarro de chalas y exhalar lentamente una larga columna de humo, que flotando se agregaba a la espesa masa, que como lánguidas nubes se cernía sobre sus cabezas, haciendo columpiar voluptuosamente las telarañas que colgaban del techo de paja,   rompió el denso silencio, como retomando una conversación pendiente.

-Sí... esta noche, es casi seguro que vuelve... viernes... luna llena... Hoy lo vi, estaba con la escardilla removiendo unas plantas y se me quedó mirando, como en un anuncio, presagiando... Apenas me dijo: “buenas”. El sabe que yo sé... y creo que me la tiene jurada.

-Déjese de esas cosas don Aurelio. Fue la respuesta de Vicente Rodrigo, el hombre que se sentaba a su derecha. –Eso no existe, son bobadas, mire que todas las madrugadas hago este tramo, de casa al matadero y nunca vi nada. Como me va a convencer que el pobre viejo Pereira,  pueda ser una cosa así... ¡bah!... sí, ¡bobadas!!!

La flor que cantara Santiago Martín, y el festejo consiguiente, cortó de un tajo el diálogo y enseguida el conteo y trasiego de granos, por los tantos de aquella mano, parecieron distender en algo la atmósfera. 

Siguieron algunas manos, sin más palabras que las clásicas del juego, con alguna que otra glosa acompañando el “canto” de una flor y cuando el asunto parecía superado, la voz profunda de Aurelio se dejó escuchar nuevamente:

-Ustedes saben que mis perros son garantidos, el Tarzán y el  Tigre... fieros y cuando agarran no sueltan más. Por las dudas, esta noche voy a estar preparado y a eso de las once nos vamos a las toscas, en el zanjón frente a casa, a esperarlo.

-Bueno, recién son las ocho... Dijo don Birriel, el cuarto hombre. -Da para un par de vueltas más.

Entre tanto, doña Juana, la vecina, extendía sobre el pasto del fondo unas sábanas recién jabonadas, para blanquearlas con el sereno de la noche, mientras charlaba de los gurises, con doña Celeste, la esposa de Aurelio.

Terminó el truco y los tres vecinos salieron con distintos rumbos, mientras que Aurelio, el dueño de casa, se fue al galpón de las herramientas y con una hachuela cortó una rama de algo más de un metro y medio de largo, robusta y pesada, pero que en su mano de leñador, parecía una simple vara y la dejó recostada en el portón de entrada.

Cerró la noche y por encima de las toscas del zanjón de enfrente, se asomó el disco enorme de la luna llena.

A poco, silencio, monótono canto de grillos, sueño... En todo el lugar, solo se escuchaban los apagados sonidos de la noche.

Pero al rato, el caos. Despertaron todos, sobresaltados, sudorosos, aterrados. Ladridos, golpes, gritos, gruñidos y una visión reducida por la estrechez de una rendija, solo dibujaba siluetas, sombras, revoltijos de bultos y se colaba fetidez...

Las sábanas no blanquearon, eran una masa de barro, pelos y sangre, en lugar de albura.

Ese día no se habló del tema. El terror vivido en la noche, sellaba los labios. Juana, simplemente arrolló las sábanas y las metió en el tacho de la basura.

Al día siguiente, se extendió la noticia de que don Pereira estaba muy enfermo, pero no vino el médico, ni siquiera doña Guillermina a hacerle algún pase o prepararle algún té de yuyos... El miércoles, fue el sepelio.

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2

Rumualdo

Mientras mamavieja trajinaba en la cocina, el tataviejo sentado en su silla de mimbres, bajo la parra, se preparaba a comer unos buenos duraznos recién arrancados.

Era alrededor de la media mañana, cuando la vieja vio pasar como una sombra, a Rumualdo, apurado, hacia la fresca sombra del parral. 

Apenas un soplo de tiempo, como el soplo de aquella sombra, pasó, para que la abuela pensara, sacudiendo la cabeza: -Que boba, si Rumualdo hace como un año, que murió el pobre...

Y sí, hacía alrededor de un año que el camión cargado con los obreros que iban para el depósito, se topó sobre la vía, con la avalancha del tren.

Lo arrastró como dos cuadras, desperdigando hierros retorcidos y cristianos... Rumualdo fue a caer justo, entre los rieles... 

Cómo sufrió el tataviejo, por la pérdida de aquel muchacho que quería como a un hijo. Lo consentía más que a sus verdaderos hijos y más que a su yerno, que además era el hermano de Rumualdo.

Los recuerdos fluyeron y desfilaron años por la cabeza de la abuela... las dos familias y los lazos que las unían.

Secándose las manos en el delantal, casi corriendo, bajó los dos escalones de la cocina, que la separaban del patio del parral, para decirle al viejo, la bobada que se le había ocurrido.

Lo encontró sentado en su silla de mimbres, solo, con el durazno a medio pelar en la mano izquierda y el cuchillo en la derecha, con una sonrisa de paz, en el rostro pálido.

No escuchó ninguna respuesta, porque él, feliz, se iba acompañado por su amigo del alma, por un sendero inundado de luz celestial.

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3

El panteón

La cuadrilla, reparaba las vías en los alrededores de Paso del Manco y hacía varios días que el campamento lo habían levantado al pie del cerro de La Padilla.

A aquella altura, ya llevaban varios kilómetros y por la tardecita regresaban en grupos a las carpas. Más de uno, tenía algún recelo al pasar frente al panteón de los Mosser y algunos aprovechaban para relatar alguna historia de aparecidos en la cañada, que más prevención causaba a los miedosos.

Juan María, extrovertido, charlatán consumado, egocéntrico, siempre se destacaba por sus “hazañas” en cada cuento que relataba y no había ningún aparecido que le hiciera retroceder un paso, a no ser para afirmarse y arremeter. Los fantasmas de los Mosser, no lo iban a parar... él, no les tenía miedo.

Una noche, cuando ya preparaban el rancho para la cena, el capataz se acordó de su caja de herramientas, olvidada sobre uno de los rieles y el tren de Rivera, en algo más de una hora pasaría por la zona. Le tocó a Juan María, el doble viaje por entre los campos, para ir a buscarla.
Después de pasar el panteón, a algo de media cuadra, le pareció ver un resplandor, pero a pesar del frío que le corrió por la espalda y que brevemente se le erizaron los pelos de la nuca, como para darse ánimos, pensó: -son los huesos de algún animal muerto...- Pero igual, apretó el paso, solamente “para llegar”, antes que el tren despanzurrara la caja de herramientas.

De ida no tuvo más sobresaltos ni problemas, recogió la caja y silbando bajito emprendió el regreso. A una cuadra antes del panteón, vio pasar resoplando la vieja locomotora a leña, que arrastraba un largo gusano de luminarias haciendo retumbar los pasos en las uniones de los rieles, con un acompasado rataplán... rataplán... rataplán...

La vista del tren, lo distrajo y ni se dio cuenta, cuando pasaba por el frente del panteón de los Mosser. A una cuadra estaba la cañada, un extenso cardal por el que serpenteaba un camino abierto a fuerza de pies, interrumpido por una pequeña zanja, que se salvaba con dos durmientes a modo de puente.

Ya había transpuesto los durmientes, cuando sintió aquel frío en la nuca. Como lo había dicho muchas veces en sus historias, manoteó el cuchillo, más por reflejo que por razonamiento, dispuesto a “enfrentarse” con lo que fuera.

Al día siguiente, lo encontraron vagando sin rumbo por la ladera del cerro de La Padilla, opuesta al campamento, con los ojos desorbitados y sin poder pronunciar palabra, con la mano derecha en llagas, como si la hubiera apoyado sobre las brasas.

 La caja de herramientas prolijamente puesta sobre una piedra, fuera del cardal y a su lado el cuchillo, con la hoja negra como si hubiera estado sobre la fragua y el mango chamuscado.    

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4

La tapera

La estancia había sido comprada por hacendados extranjeros, que habían establecido varios cultivos de oleaginosos y cereales, habiendo reservado los potreros, de las extensas lomadas que suavemente bajaban a recostarse al monte de la costa, para la cría y engorde de ganado Hereford y Charolais.

Cuando tomaron posesión del establecimiento, contrataron una empresa constructora, para remodelar el casco. La vieja casa colonial, fue remozada y alhajada con exquisito gusto, con pesados muebles acordes con la arquitectura y las maderas del mejor nogal importado lucían el primoroso lustre a muñeca, contrastando con las lajotas del piso.

El alojamiento del personal, también lucía impecable. Se cercaron nuevos potreros y se refaccionaron los alambrados. Todo trasuntaba progreso y modernidad. Tractor, disqueras, cosechadora, trilladora, todos nuevos, flamantes...

En todo el conjunto, contrastaba la tapera, que fuera un antiguo puesto, en desuso desde hacía quien sabe cuantos años. Se arrimaba a la sombra que extendía el solitario ombú, a algo más de media legua del casco, en una altura que dominaba casi toda la extensión de los potreros que daban al río. 

Lorenzo, ahora ya con setenta y pico de años, fue el último puestero. No recuerda, o no quiere recordar, cuando abandonó el puesto.

Tristes recuerdos le asaltan y su cara hosca, surcada por mil arrugas, de piel reseca, curtida por años de intemperie, se contrae en una mueca, como una negación a lo que presenciara, el día anterior al último, que el puesto estuvo habitado.

Pero el recuerdo cada tanto vuelve: Era verano y el calor acobardaba, solamente bajo el ombú se encontraba algo de fresco. Tarde de la noche, cuando la luna en cuarto creciente ya se hundía en el horizonte y las sombras obscurecían todo, decidió entrar al puesto a acostarse. Había levantado un viento caliente del norte y quizá fuera más soportable acostarse sobre el catre... Por algo, a Sebastián, su peón, hacía rato que no se le escuchaba.

Fueron apenas cuatro pasos en la oscuridad de la primera habitación, cuando se dio de lleno contra el cuerpo que se columpiaba colgado de un tirante del techo. Ya no había nada que hacer, el pobre Sebastián no haría más la recorrida de los potreros.

Después que el Juez de Paz y el Comisario, terminaron su triste tarea, dieron permiso para velarlo y enterrarlo como a cualquier cristiano, que había entregado su alma a Dios. Fue todo sencillo y rápido, como si a todos les urgiera deshacerse de Sebastián.

El puesto, al día siguiente, fue abandonado y  el tiempo hizo su obra, poco a poco lo convirtió en tapera. Pero no estaba sola. Según aseguraban algunos peones, por las noches vagaba una sombra, exhalando dolorosos lamentos. 

El pobre Sebastián, nunca tuvo una misa... nunca nadie le dedicó un rezo... quizá su pobre alma arrancada en un momento de locura o pena, aún vagaba en busca de la paz, que aquella lejana noche le fuera tan esquiva.

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5

El pantano

A la entrada del monte, en una explanada casi circular de más o menos una cuadra de diámetro, fue el lugar elegido por Leites, para establecer la “hornería”. Al borde de aquel círculo, el arroyo formaba un rizo, que lo envolvía en casi una cuarta parte, asegurando una provisión de agua inmejorable. Con una bombita a nafta, solucionaba el desnivel del barranco y por ahí, tendría un buen abastecimiento.

Buena tierra negra, estiércol en abundancia, tanto de equinos, como vacunos,  dado que el potrero era utilizado como pastoreo de una buena tropilla de varios carreros y de las vacas, que proveían de leche a la mayoría de las familias del poblado, que se extendía enfrente.  

El material le aseguraba una buena producción de ladrillos y podía ser un buen complemento, para ayudar el magro sueldo de maestro.

Un excelente encargado, con una muy buena experiencia en hornerías de varios departamentos, honesto a carta cabal y acostumbrado a tratar con personal, le solucionaba la dirección en el horario escolar.

El negocio dio inicio con muy buenas perspectivas, además de Lorenzo, el encargado, había contratado dos cortadores y dos peones por un tanto. Con la tropillita de doce caballos, harían turnos en el pisadero y en días de buen tiempo, podían quemar dos hornos por semana. 

Así empezaron y tuvieron una buena racha, de tres semanas seguidas, de buen tiempo. Ya a la segunda, se estaba armando un horno en el lugar del primero, que había sido “colocado”, antes de enfriar.

Como el encargado, los dos peones y uno de los cortadores, tenían sus ranchos en el poblado, llegaban a la hornería al clarear y se iban cuando el sol estaba entrando. Al mediodía, hacían olla común, cada uno traía su parte y cocinaba el cortador, que por montaraz y solitario había establecido sus petates, bajo un encerado amarrado a dos sauces y unos postes.

Leites, llegaba también muy temprano, en el Ford A verde inglés, para aprovechar la mañana, encargándose del mantenimiento de la bomba, las mesas de corte, los arreos, las carretillas y todo lo que se presentara, cosa que la producción no fuera a parar.

Algunos días, cuando veía que la mañana le sería corta, traía un par de tiras de asado y compartía el almuerzo con el personal, yéndose sobre la hora de entrada a la escuela. Más de una vez, tuvo que lucir alguna que otra mancha de barro en los pantalones y casi todos los días en los zapatos, pero la vida era dura y había que presentarle pechera.

Al lado de la hornería se extendía un extenso cardal, que la separaba de los pastos, donde pastaban las reses y caballadas y merodeaban las liebres y las mulitas. Por el centro del cardal discurría una cañada, que desaguaba en el arroyo formando una especie de pequeño delta, que encerraba un traicionero pantano, en el que más de una res, terminó sus días.

Raimundo, el cortador montaraz, acostumbraba al anochecer, dar una batida por las cuchillas, para hacerse de alguna mulita o liebre, con que colaborar para la olla común. Para librarse del rodeo del cardal, atravesaba el delta, usando como pinguela (l), un enorme sauce seco, caído, que casi llegaba de un lado al otro, complementando el resto con un tablón de eucalipto, afirmado en la barranca y un gajo del sauce.

Más de una vez le recomendó Leites, que tuviera cuidado con aquel cruce en la oscuridad de la noche, pero para Raimundo, eran macanas.

Una mañana llegaba pistoneando el Ford A, cuando Leites, desde lejos vio movimientos raros en la hornería. Los obreros que corrían y gesticulaban aparatosamente, no daban ninguna tranquilidad, pero aún quedaban un par de cuadras.

El primero en acercarse a Leites, fue Lorenzo, afligido, gritando: 
-Maestro,  Raimundo no aparece por ningún lado y el catre no tiene trazas de que halla dormido en él, lo buscamos por todas partes y nada...

Leites, casi a la carrera se fue hasta la pinguela, pero ni rastros, más que un par de liebres enristradas por las patas, enganchadas como al descuido en una rama del sauce casi tocando el barro.

Más abajo el barrizal quieto, casi liso, solamente unos panes de musgo algo revueltos, como arañados y sobre el tronco del sauce, unas marcas de botas, como en resbalada.

Para Leites, era patente lo sucedido y sin pensarlo más, se fue a la carrera, al depósito de Vialidad, que quedaba a unas cinco cuadras, volviendo al poco rato, acompañado por un tractor y una retroexcavadora.

No necesitaron más de media hora, para que la “retro” encontrara una leve resistencia, al avance sumamente lento de la pala. El maquinista movió el armatoste, con la sutileza de una bailarina de ballet, levantándola suavemente, hasta que emergió de la negra  superficie, con la campera de Lorenzo enganchada en un diente y casi escurriéndose, el cuerpo del pobre desgraciado.

En silencio, le quitaron musgos y barro, lo lavaron y hasta lo arroparon con una manta, como si fuera a sentir frío, pero con nada pudieron borrar la mueca de horror en su rostro, pintada al enfrentarse con la crueldad de su destino.

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(1) Pinguela: Nombre dado en el campo, quizá de origen fronterizo, portuñol, a un árbol caído por sobre un curso de agua, que puede usarse como puente, para vadearlo. 

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6

Hijas del odio

La vieja hosca, siempre malhumorada, se pasaba horas, con la escoba de chircas, barriendo el amplio patio delantero del destartalado rancho de palo a pique, mascullando rezongos, como en una permanente pelea con invisibles espíritus. Entre aquella inacabable letanía, intercalaba de tanto en tanto, algunas voces de mal talante, para reñir con la hija, que encorvaba la espalda en el continuo fregar de ropas ajenas, en la pileta de hormigón, que destacaba su silueta gris, al lado del brocal del pozo de balde.

A pesar de las súplicas de la muchacha, cuidando el producto de su fatiga, la vieja seguía con la barrida, levantando una brutal polvareda, sin dejar de maldecir y proferir su retahíla de insultos, sin importarle los desvelos de la lavandera. 

Cuando ya la nube de polvo se cernía amenazadoramente sobre la ropa lavada, que como un volcán se elevaba dentro del enorme tacho de latón, suspendió el lavado, para poner a salvo sus esfuerzos y abrazando el enorme montón, se fue con paso cansino, hacia el fondo, donde tenía los tendederos.

Una mirada cargada de furia, fue el único mensaje que dejó a la madre, cuando pasó por su lado, arrastrando los chanclos, en silencio, cabizbaja.

El camino, de tantas idas y venidas al tendedero, estaba limpio de yuyos, contrastando con los matorrales del resto del terreno, que a pesar del aspecto de descuido, las tonalidades de verdes y pardos le daban una agradable vista, convirtiendo aquella parte del predio en un verdadero oasis después de pasar por el polvoriento patio delantero.

La vista era linda y reconfortante, pero a medida que avanzaba hacia los lindes, se empezaba a sentir la fetidez de los chiqueros de la chacra del fondo. Pero después de tantos años de aguantar la pestilencia, la nariz terminaba por acomodarse y más que algún ramalazo del hálito malsano, o alguna que otra mosca, la chanchería ya les pasaba desapercibida. Cuando había alguna faena y los pobres bichos chillaban desesperados, había que armarse de paciencia y coraje, para aguantar el escándalo, pero eran inconvenientes llevaderos.
La vieja, no dejaba de mirar a la muchacha, desgarbada y harapienta, en una inconfundible actitud de recelo. Cada vez que la hija se acercaba a los lindes, estiraba el cuello huesudo, por encima de las matas, tratando de ver si la muchacha, cambiaba alguna palabra o seña con el peón de la chanchería.

Nunca vio nada, pero desconfiaba, porque más que ver, presentía que el revoltijo de yuyos y matorrales, aquella tarde, después del bochorno de la siesta, no había sido provocado por un lechón rosero que invadiera el predio, sino algo en que no quería pensar.

Aquel vivir chato, oscuro, sin alegrías ni cambios, era una sucesión de días grises, como la polvareda permanente del patio delantero y las dos mujeres casi vegetaban en su constante desconfianza y repulsa.

Los días se unían en semanas y éstas en meses, cada vez más grises. En aquel julio, cargado de crudeza helada, parecía más frío el patio polvoriento y gris, cuando las enrojecidas manos fregaban la ropa, sintiendo el dolor de los golpes en los bordes del hormigón de la pileta y la incontenible nausea, subía desde las entrañas, haciéndole arquear más la dolorida espalda.

Ya era imposible ocultar su estado y la madre no paraba en su constante letanía de reproches, juramentos, amenazas y negros presagios. La obligó a tomar los más asquerosos brebajes de un sin fin de yuyos, pero su vientre seguía en una imparable hinchazón y por más harapos que se pusiera encima, no conseguía disimular la evidente gravidez.

Con la tímida primavera, no llegaron las delicias de la maternidad, sino que tantas culpas acumuladas por los reproches de la vieja, minaban la pobre mente de la muchacha y por esas fechas, ya maldecía la “cosa” que rebullía en sus entrañas.

El desenlace, dio inicio en una madrugada neblinosa. Los dolorosos estertores los sufrió en el pequeño cubículo de costaneras, que con sus propias manos había adosado al fondo del rancho, sobre el pobre catre, sola, desvalida, con un horrible odio hacia su madre y también, hacia aquella “cosa” y al hombre que en el bochorno de una tórrida siesta le pusiera dentro, para luego apartarla como a una perra sarnosa, olvidando el incidente...
Únicamente quedaba una marca roja en el brocal del pozo, como si se hubiera golpeado un saco sucio de pintura. Cerca del mediodía, aparecieron unos pobres restos pálidos, entre el barrizal que hocicaban los chanchos.

Dos policías, rondaron por la casa, el patio, el fondo y cuando ya casi se ocultaba el tímido sol de la recién nacida primavera, se fueron acompañados por la harapienta muchacha, más delgada, más pálida y con la mirada de odio barriendo rancho, patio, fondo, ropas, tendederos, chanchería, peón,... madre.   

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7

La cruz de hierro

  Él, como su padre, era albañil. Pero no un albañil cualquiera, tenía iniciativa y había aprendido todo de su progenitor, y más. Después de ascender de peón a medio oficial, oficial, capataz y encargado de obra, se había animado a tomar alguna obrita por su cuenta. A los veintiséis o veintisiete años, era reconocido como “constructor” y llevaba varias casitas hechas, con clientes muy satisfechos.

Ella, trabajaba en una tienda del centro, hacía muchos años y el patrón no la consideraba una vendedora más, sino que era: La Vendedora. Además sabía granjearse la amistad de compañeras, compañeros y clientes, siendo de hecho, la jefa de ventas, querida y aceptada por todos. 

Ambos eran amantes del baile, pero no asistían a las discotecas, porque no les gustaba aquella estridencia y tampoco la forma de bailar, o saltar sin ton ni son, casi sin tener en cuenta el ritmo de la música. Aquel desenfreno, no era para ellos. Hasta que un sábado, una “disco”, inauguró una pista dedicada a la música lenta, donde podría bailarse, tanto un tango, como un bolero o disfrutar del buen jazz, tomando un trago.

Allí se conocieron, bailaron, se enamoraron e iniciaron su noviazgo. No faltaron ningún sábado, a la cita en la “disco” y cada vez más enamorados, empezaron a hablar del futuro juntos. Abel levantó una casita en el terreno de sus  padres, un terreno grande, que admitía sobradamente las dos casas, dejando aún, una entrada para el garaje, donde guardaba el Fiat.

Los compañeros de Elda, reunieron en una colecta, lo suficiente para regalarles el viaje de bodas: dos pasajes ida y vuelta a Florianópolis y unos cuantos Reales para el hotel.

Radiantes, vieron llegar el día tan esperado. Ella iba feliz en su vestido blanco, tomada del brazo, del más orgulloso padre, hacia el altar, donde Abel, elegante, ansioso, esperaba.

Pasaron aquellos bellos momentos, fueron a Brasil, disfrutaron de las hermosas playas y llegó el día del regreso.

Aún, Elda tenía tres días de licencia y decidieron hacerse una escapada a Rivera.

No muy temprano, al día siguiente, tomaban la Ruta 5, en la rotonda con la 26, enfilando hacia el norte. Sobre las diez de la mañana arribaban a la ciudad fronteriza, cuando el movimiento comercial recién empezaba y la habitual romería en la “línea”, apenas se desperezaba después de unas horas de quietud.

Recorrieron la ciudad uruguaya y la brasileña Santa Ana, hicieron algunas compras, pocas, casi como para justificar el viaje y pasearon mucho. Parecían dos adolescentes, tomados de las manos, riendo, charlando, abrazándose, besándose, felices, radiantes. Cansados de una semana de restaurantes, comieron hamburguesas y tomaron refrescos en un trailer, para seguir su alegre paseo.

A media tarde, el cielo empezó a poblarse de nubarrones y a poco se desató el aguacero. No había más que hacer en Rivera y enfilaron con el Fiat por la ruta, rumbo al sur. Por momentos la visibilidad era casi nula, por la cortina de agua, pero no tuvieron inconvenientes en la ruta. A las seis, llegaban a la rotonda, cuando ya la lluvia había cesado y el cielo comenzaba a limpiarse de nubes.

Había sido un invierno lluvioso y durante la primavera, los continuos aguaceros, habían mantenido los cauces henchidos, fuera de madre, por lo que cualquier lluvia fuerte, los hacía crecer rápidamente y las inundaciones eran frecuentes. Ese día, no fue la excepción, cuanto llegaron al paso a nivel, vieron la avenida cubierta por las aguas, varios vehículos detenidos y casi al final de la inundación una camioneta que terminaba de atravesarla.

Si aquel arroyito había crecido, frente al Parque Veinticinco y a la Escuela 13, no habría posibilidad de pasar, por lo que quedarían aislados, quien sabe por cuantas horas.

Abel y Elda, estaban ansiosos por llegar y estaban a solo unas ocho o diez cuadras de su casa.

Lentamente, Abel enfiló el Fiat hacia el agua, cuando un lugareño, le dijo: -No se largue patrón, que la correntada es fuerte.

-Pero, la camioneta, pasó sin problemas.

-Es una cuatro por cuatro y bien alta, su Fiat es muy liviano y bajito, es peligroso.

A pesar del mudo ruego de Elda, Abel, puso la primera y comenzó a pasar, despacio pero firme. Cuando llegaba casi al final de las barandas del puente, sintió un sacudón notando que las ruedas no tocaban el pavimento. Con terror, vio como el Fiat flotando en la desenfrenada correntada, hacía un trompo dando de lleno contra el borde de la última columna y en un torbellino se hundía irremisiblemente. Cuando ya sentía el brutal golpe del agua que por las ventanillas semiabiertas, inundaba el vehículo, trató desesperadamente de aferrar del brazo a su mujer, jalándola, tratando de rescatarla del negro remolino que la engullía. Fue todo en vano, el auto dio un tumbo y se precipitó, para no aparecer más.

Varios hombres corrieron para tratar de auxiliarlos, pero todo sin resultado. Cuando ya el agua había concluido su obra, inconmovible, seguía con su furia desatada, ansiosa de más víctimas. Entre las ramas de unos arbustos, alguien creyó ver al hombre, que se prendía con desesperación de los gajos batidos por la corriente y no faltó un valiente que se arrojara, para tratar de salvarlo. 

Atado a una cuerda, consiguió llegar y con muchas dificultades pudo sacar el cuerpo inerte, del cual habían huido todas las fuerzas. Una joven trató de  reanimarlo, haciéndole respiración boca a boca y cuando consiguió pasarle un hálito de vida, para expulsar el agua de los pulmones, lo subieron a un auto y partieron raudos hacia la ruta para llegar a la ciudad. Fueron solo instantes. 

La rápida asistencia, salvó su vida y al día siguiente, totalmente fuera de peligro, había sido dado de alta. Lo habían declarado fuera de peligro, pero estaba profunda, irremediablemente enfermo, enfermo del alma. Por su imprudencia, ya no tenía a Elda...

A los pocos días, sobre una pequeña base de hormigón, los familiares colocaron una cruz de hierro, como mojón de la desgracia, en recuerdo a Elda.

Pasaron, uno, dos, diez días,... y Abel no salía de su casa. Solo entraba su madre para alcanzarle algo de comida, que a veces, comía alguna pizca. No emitía la más mínima palabra y su mirada perdida, parecía no tener vida. Ya habían pasado dos semanas y no salía del horrible letargo, cuando un anochecer, una risa de horror, rompió el silencio, para luego hacerlo más profundo. La madre corrió desesperada, para encontrarlo sonriendo con una expresión enajenada. 

Los días sumaron semanas y la razón del pobre Abel, pareció abandonar su mente, hasta aquel sábado, que desde temprano lo vieron trajinar rápido de un lado para otro. La madre, feliz por el cambio, presurosa, le preparó un buen desayuno, que Abel tomó con fruición, sin abandonar la radiante sonrisa. Durante el día, exultante, feliz, tarareaba muy bajito el primer bolero que bailara con Elda. Aquel cambio tan brusco, si bien en principio brindó felicidad a los preocupados padres, tenía algo raro, que no los tranquilizaba.

Cuando el padre, trató de buscar las causas reales del cambio, Abel, solamente dijo, hoy es sábado y vamos a bailar, Elda me espera. 

La angustia, nuevamente hincó sus garras en los corazones afligidos de aquellos padres. El resto del día, se dedicaron a observar silenciosamente a su hijo, que no tuvo un momento de quietud, aunque toda su actividad se redujo, a caminar de un lado a otro, dentro de la casa o por el patio y mirar casi con desesperación, el lento avance de las horas en el reloj, que dejaba oír el acompasado tic-tac, sobre la mesa de luz.

A las once en punto, lo vieron salir, pero no hacia el centro, sino por la avenida hacia el norte.

Con desesperación lo siguieron de lejos, hasta que en la primera curva, lo perdieron de vista.

En el pequeño prado que circundaba la cruz de hierro, mecidos por la melodía que el viento en las hojas de los árboles, el murmullo del arroyito y los infinitos sonidos de la noche, le prestaban al maestro Manzanero, para entonar aquel primer bolero. Como la primera noche en la “disco”, enamorados, felices, Abel y Elda, parecían flotar abrazados, mirándose a los ojos, murmurándose palabras de amor.

Los padres azorados, incrédulos, desde la distancia, como petrificados, no osaron acercarse e interrumpir aquella dicha. Solamente, cuando por el lejano oriente, se insinuaba la claridad del nuevo día, la albura de Elda, se desvanecía sonriente, feliz y Abel estirando sus manos ya no podía asirla. 

Con una radiante sonrisa, regresó y sin emitir una sola palabra en respuesta a los requerimientos de sus padres, se acostó y durmió casi todo el día, para hundirse nuevamente en desesperante mutismo. Solamente los sábados, era feliz, porque se encontraría con su amada y la melodía del viento entre las hojas, del arroyuelo entre las breñas, de los grillos y los mil acordes de la noche, darían marco a la voz del maestro Manzanero, para arrullarlos en su bolero de amor.

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8
Tinieblas

Ya era noche cerrada y la lluvia repiqueteaba su sonsonete, en el techo de chapas de cinc, mientras los relámpagos zigzagueaban, preanunciando el estruendo del trueno.

Julia, acunaba a su beba, canturreando quedamente la vieja canción de cuna, mirando angustiada, a través del vidrio de la pequeña ventana, el corto tramo de senda, que a ratos iluminaban los destellos del cielo, esperando ver la llegada de su marido. Quizá el retraso, había sido consecuencia del terrible aguacero, pero un presentimiento, ahondaba la zozobra de la mujer.

Finalmente, el capote azul marino, brilló brevemente al reverbero de un rayo, pero no escuchó el ruido de la llave en la cerradura. Como un nudo le atenazó la garganta y la angustia desbordándose como los charcos del sendero, le arrancó un grito ahogado, cuando escuchó el estruendo en la puerta trasera.

Quedó petrificada y apretando contra su pecho a su pequeña hija, como para protegerla, alerta al más leve sonido, rogando que fuera su marido, que por alguna razón desconocida, hubiera entrado por el fondo.

El repiqueteo de la lluvia, los truenos y el desbocado latir de su corazón, eran los sonidos que ocupaban su mente, alerta, esperando oír la voz que le traería la tranquilidad. Escuchaba, pero sus ojos apenas se apartaban del pequeño tramo de camino iluminado a ratos, para dar una rápida mirada hacia el fondo de su vivienda.

Una leve sombra, pareció arrastrarse hacia la puerta, pero la brevedad del relámpago no le permitió distinguir que era. El ruido en la cerradura, aflojó la tensión de Julia, que con los ojos desorbitados miraba la cara de angustia de su esposo y todo su costado izquierdo sucio de barro y sangre que a borbotones salía del enorme desgarrón de su hombro.

El horror llegó al clímax, cuando desde el piso apenas dentro de la casa, su marido levantó temblando la mano derecha, dirigiendo el cañón del revólver, hacia donde ella esperaba sentada con su hija en brazos.

El estampido, silenció el fragor del rayo, aunque no sintió dolor alguno. Los desorbitados ojos no se apartaban del fino hilo de humo que ascendía desde el arma, hasta que sintió el ruido sordo del cuerpo que se desplomaba a su lado. 

La boca babeante del hombre, que aún mantenía asida en la mano derecha una ensangrentada hacha de leñador, se torcía en un remedo de risa, mientras el charco escarlata se extendía por sobre el capote azul marino que había sido de su marido.

La mente obnubilada del desgraciado, aún no comprendía que su vida se le escapaba, por el boquete que como una enorme rosa roja, se abría en su pecho.

Julia recién encontró el coraje, para después de un grito desesperado, dejar la beba sobre la cama y abrazar a su hombre, que se desangraba por el feroz hachazo del demente.

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9

El Negrito del Pastoreo

Era una certeza, en aquel pequeño poblado rural, colgado entre el cerro y la gruta, por la que un cristalino torrente entre las breñas, canturreaba eternamente tintineantes acordes, entre los pequeños cascajos de su curso, acompasados al trino de los pájaros y las agudas arpas de los grillos, que bajo las estrellas vagaba exhalando su triste llanto, o el cascabel de su risa, quien fuera conocido como el Negrito del Pastoreo.

Santa Rita, había emergido en aquellas soledades, como un pequeño caserío de la peonada de la estancia, que señoreaba entre las costas del Tres Cruces, cercanas a Paso de las Carretas, hasta más allá de las primeras estribaciones de la Cuchilla de Haedo. En aquella época, a pesar de la emancipación de todos los esclavos, en la estancia aún quedaban algunos “criados” negros, que si bien ya no eran legalmente esclavos, la petulancia, brutalidad e inhumanidad del dueño, esclavista convencido, seguían realizando las mismas tareas y en las mismas condiciones que cuando llegaran sus ancestros desde las costas africanas, siendo huéspedes de las mazmorras, al menor gesto que insatisficiera al patrón.

Algunos gauchos contratados, no toleraban las torturas que el brutal inmigrante húngaro, acostumbraba imponer a algún negro inobediente, por lo que fueron estableciendo sus petates en la ladera del cerro, un lugar limpio y de una belleza agreste incomparable, con agua fresca  y montes de abundante caza, lejos de los alaridos, que los pobres infelices proferían, ante el rigor de las cadenas y el torno, o los furibundos azotes del látigo trenzado, que sin piedad y sin aviso caía sobre sus espaldas. 

Bajo esos rigores, crecía el negrito, cuya madre había sucumbido una dura madrugada, a poco de parirlo, cuando su debilitado organismo no soportó el gélido hálito de la helada, quedando al único amparo de las negras viejas que trajinaban en la cocina y entre la peonada, aprendió en sus primeros años, las duras tareas, pero también muchas argucias para burlar los castigos del brutal amo.

Las comunes escapadas al castigo por sus pequeñas faltas, le llevaron a descubrir incontables escondites, donde pasaba largas temporadas, que le acostumbraron a una vida montaraz, de constantes merodeos por los potreros de pastoreo, en procura de alguna mulita o perdiz, que fueron su principal alimento, junto con los trozos de charque y galleta, que nunca faltaban en las alforjas de los troperos y que con gusto le obsequiaban.

Más de un mes duraba aquel último escape y el brutal húngaro, no pensaba perdonarlo y para cuando lo tuviera a mano, le tenía reservado un castigo que le serviría de escarmiento, que lo ablandaría o no quedaba para contarlo.

Una tibia tarde de otoño, sintieron en los corrales el tintineante gorjeo de su risa y el patrón aguardó pacientemente que el abrigo de la noche, cubriera con su manto oscuro, el sueño de la cansada peonada. Cuando solamente se oían los apagados sonidos de las sombras, interrumpidos por el quejumbroso ulular de algún búho o el paso sigiloso de los depredadores, con igual sigilo, el patrón se deslizó tras los fogones, donde sabía, encontraría durmiendo al negro rebelde.

No tuvo ninguna oportunidad de escabullirse, las tenazas de las férreas manos, le aprisionaron el cuello, quitándole el aliento y como un pelele fue zarandeado en el aire, donde con desesperación manoteaba inútilmente. En la puerta del sótano, sintió el frío dolor que le recorrió la espalda, al recibir el brutal puntapié que rodando por los escalones lo mandó al fondo de aquella cámara de crueles torturas.

La doble vuelta de llave y el chasquido del enorme candado, fueron los últimos sonidos que percibiera aquella noche el Negrito del Pastoreo. En aquel abandono y con la humedad y el frío de los muros colándosele hasta los huesos, aterido, espantado, esperaba el despuntar del sol para recibir quien sabe que castigo.

Recién cerca del mediodía, cuando no quedaban en el casco, nadie más que las negras viejas de la cocina y un par de negros que se ocupaban de limpiar y rastrillar los patios, con el seco chasquido de los cierres y el rezongo de los oxidados goznes, terminaba la espera. Recortada la silueta enorme en el cuadro de luz que inundaba la escalera, el amo llegaba preparado para el correctivo cruel, que había rumiado para el infeliz.

Con pocas posibilidades de oponer resistencia, ante la amenaza del implacable látigo, cabizbajo se dispuso a recibir el castigo que el amo le tenía reservado. Subieron los húmedos y resbaladizos escalones, sin que fuera encadenado ni expuesto al dolor tremendo del torno, ni siquiera recibido un azote, emergiendo en un rincón del recinto de gruesas paredes, que servía de depósito de trastos viejos, de cuya única puerta, había una sola llave, que siempre estaba en poder del amo, y los ventanucos que le daban luz, estaban defendidos por gruesas rejas de hierro, vedando cualquier intento de fuga.

Mansamente obedecía las órdenes del amo, temeroso de la violenta mordedura del látigo, dejándose conducir varias cuadras, en derechura a una hondonada, cerca del abrigo del monte.

El sol otoñal, daba de lleno y la ausencia total de viento, hacía del lugar, un rincón cálido y cargado de humedad. En un lugar despejado de matas, había cuatro estacas clavadas en el suelo y hacia allí el amo condujo al infeliz negrito. Casi en el centro del cuadro formado por las estacas, como impelidas por la cercanía del invierno, las hormigas, coloradas, grandes, de fuertes mandíbulas, trabajaban en su acopio urgente de alimentos, entrando y saliendo de las varias bocas del hormiguero.

El horror se hizo patente en la cara del prisionero, pero no valieron sus súplicas y promesas de mejor comportamiento. Con las manazas como garfios de acero, el amo ató con tientos húmedos, manos y pies a las estacas, dejándolo inmóvil y expuesto a hormigas y sol.

A los pocos segundos sintió las primeras mordeduras y a pesar de los alaridos de dolor y miedo, fue abandonado a la triste suerte.

Ya sobre el final de la tarde, de regreso al casco, un grupo de troperos, acabada su labor, cruzaban la hondonada, cuando vieron el triste cuadro. El cuerpo hinchado y lacerado, la cara deforme y tumefacta, surcada por miles de hormigas que seguían su atroz destrucción, anunciaban que era tarde para cualquier intento de salvación. 

El sibilante resuello, se escapaba de los desangrados labios, llevándose los últimos hálitos de vida del cuerpo inmóvil. Todas las atenciones fueron inútiles, ni siquiera la caña vertida desde la botella dentro de la boca hinchada, pudieron reanimarlo. El negrito rebelde, entregaba su alma a Dios.

Lo desataron, lo cubrieron con un jergón y lo depositaron sobre la cruz de un caballo. Entre las negras viejas, los negros peones y la gauchada, sin hacer ningún comentario, lo velaron y enterraron bajo la sombra de los sauces, al lado de otras varias tumbas.

Esa misma noche, cuatro gauchos fornidos, curtidos por la intemperie, bajo la atenta mirada del resto de los demás conchabados, amarraron al húngaro, de pies y manos y lo encerraron en las mazmorras. Al amanecer, cada uno ensilló y se fueron desperdigando hacia distintos rumbos, dejando el casco solitario, sin un alma, sólo quedaría el desalmado amo, en espera de su fin.

Nunca nadie volvió a ver al patrón húngaro, quizá aún sus huesos descarnados permanezcan en el sótano. Difícil saberlo, puesto que la puerta fue tapiada a cal y canto.

Es común ver a los lugareños, prender una velita, al abrigo de algún zarzal, seguros que fue un refugio del Negrito del Pastoreo y  en lugar de su llanto se escucha el gorjeo de su risa. Cuentan muchos, que lo han visto correr feliz, haciendo ronda a la pequeña flama.

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10

Zona Militar

Cuando el más viejo de los Rissotto, de que se tenga noticias, comprara la estancia, era un páramo que parecía no tener fin. La única referencia era el arroyo y su extenso monte nativo, que serpeaba por la llanura, dejando ver como manchas amarillas, los arenales, que en cada remanso formaba hermosas playas. El resto, un ondular de colinas verdes que se perdían en el horizonte, donde en un tono azulado, se confundía con el cielo límpido, luminoso.

El casco de la estancia fue erigido a unas pocas cuadras del antiguo camino. Una recia construcción de piedras y ladrillos, en forma de amplia U. que amparaba el patio interior, luciendo en su centro el brocal de azulejos del profundo pozo, que suministraba el agua

A poco de instalarse la familia, en la flamante mansión, el nuevo dueño emprendió la construcción del panteón familiar, como era una extendida costumbre en nuestra campaña. El lugar elegido, era la cumbre de una loma, la más alta, a unos tres kilómetros del casco. Desde su ubicación se apreciaba la magnificencia de aquel atalaya. Al suroeste, casi en el horizonte, se veía el ensanchamiento de los montes en el rincón de Giloca, donde desembocaba el más importante tributario del arroyo, formando un espeso y enorme macizo de color verde oscuro, como una destacada mancha, sobre el esmeralda de los prados. Al norte, las serranías de Bañado de Rocha, dejando ver entre sus colinas algunos tramos color marrón, de la principal carretera de ripio, que atravesaba el País; hacia el noroeste, se veían tramos del viejo camino de tierra, hasta muy cerca de la ciudad, donde desembocaba la entrada al Rincón de los Naranjos. Aquella extensión de prados parecía no tener fin. Era hermoso e imponente por su grandeza.

La construcción de líneas sencillas, remataba con una cruz de bronce, que centelleaba, cuando era mordida por los rayos del sol. En su frente blanco, únicamente destacaba, al lado de la puerta de hierro forjado, una pileta alta, en la que muchas flores, alegraban el lugar y ofrecían su homenaje a los muertos queridos, que descansaban en la paz del Altísimo. Se había cercado, en un espacio de poco más de una cuadra de lado, con un alambrado de cuatro hilos, bajo, aunque seguro para evitar la entrada de la hacienda, que pastaba en los prados aledaños. Al fondo del cuadro se había reservado un espacio para sepulcro de los peones y sirvientas. Todo el lugar era pulcramente mantenido, por el personal de la estancia, que puntualmente todas las semanas, destacaba un hombre para la tarea.

Pero pasaron los años, con los años, las generaciones, el viejo camino de tierra, con un nuevo trazado, fue pavimentado con balastro, luego con una cubierta de bitumen, transformándose en carretera de fluido tránsito. 

El panteón parecía totalmente abandonado, ya no recibía a los muertos de la familia, un lujoso panteón en el cementerio de la ciudad, lo había sustituido y su fin incierto, ennegrecido por el tiempo y asediado por la maleza, sufría las afrentas del deterioro. Sin vestigios de la cerca de alambres, la hacienda irrespetuosa, pastaba los hierbajos que crecían entre algunas pocas tumbas de peones y sirvientas, las lechuzas que habían establecido sus madrigueras en la loma, eran las únicas asiduas visitantes, dejando escuchar su quejumbroso ulular, encaramadas en la cornisa o la cruz, mientras giraban la cabeza, mirando con sus ojos fosforescentes, casi diabólicos, en busca de las pequeñas alimañas que presurosas atrapaban con los garfios de sus garras. 

Solamente quedaba, como una referencia más, en la campiña.

La única persona, que subía la cuesta, con andar cansino, la espalda encorvada por los años, portando algún ramillete de flores, que entre rezos y letanías, iba dejando en cada una de las pobres tumbas, esparcidas en lo que fuera el rincón del fondo, era doña Franca, negra vieja, de edad indefinida, que cuando sus fuerzas la abandonaron para la tarea, tuvo derecho a un catre en el galpón de las sirvientas. Las pocas fuerzas que le quedaban, las empleaba para las lentas excursiones, recolectando un sin fin de yuyos, en la quebrada del riacho que descendía alborozado entre los guijarros, desde el manantial en la tosca rojiza, detrás del cementerio, para perderse en los prados en su viaje hacia el cercano arroyo.

En aquella tarea, la sorprendió la barahúnda que armaba el pelotón de soldados, que amontonaban sus petates, casi a la entrada del viejo panteón. Para doña Franca, no existían las noticias de fuera de la estancia. No sabía que el País, había entrado en un momento oscuro, tétrico y que la loma había sido considerado lugar estratégico militar.

No hubo notificación ni aviso, simplemente se instalaron y después, el oficial al mando, envió un piquete a la estancia, para ordenar al dueño que se presentará en forma inmediata ante su presencia, para enterarlo oficialmente del suceso.

Doña Franca, no comprendía aquello y menos le importaba. Cuando le ordenaron no subir más a la colina, simplemente alzó un poco los hombros, como muestra evidente de su desinterés y sin más tiró al suelo el ramillete, emprendiendo el regreso, con su andar bamboleante, en dirección al casco. 

Las lechuzas, en la entrada de sus madrigueras, parecían observar todos los movimientos de la tropa, levantando cortos vuelos para posarse sobre algún cupí y seguir con la mirada fosforescente las evoluciones de los soldados, sorprendiéndose con las estentóreas voces de mando, que las impelía a otro corto vuelo, en busca de una posición más protegida o alejada.

Con sus potentes binoculares, los centinelas observaban hacia todos los vientos y sus aparatos de radio cuchicheaban todo el día y la noche, cursando informes e instrucciones. Veían, el techo de tejas, destacándose en el horizonte hacia el noroeste, de la sede de la Región, recostada a la cinta asfaltada de la ruta principal, que antes fuera de balastro, donde se concentraba el comando de la zona norte y era el centro neurálgico de las comunicaciones. Hacia el este veían limpiamente el caserío del Poblado Heriberto y oteaban todo movimiento en la ruta. 

Un grupo de zapadores, extendió un alambre de espino en un círculo de unos quinientos metros de diámetro, quedando al centro el viejo panteón y con una sola entrada, frente al camino viejo, colgando en el mismo cada pocos metros carteles que rezaban “Prohibida la entrada, zona militar”.

En los primeros días, nadie de la estancia había osado franquear aquella alambrada, aunque no ofrecía la mínima dificultad vadearla, incluso en la oscuridad de la noche, pero el armamento que exhibían, no alentaba ningún intento.

Aquel estado de cosas, inexplicable, se mantuvo por un par de semanas, la estancia seguía trabajando en forma normal, los soldados no molestaban y no eran molestados.

Pero llegó el día trágico. Ramón, hijo de Perpetua y de un peón desaparecido, nieto de doña Franca, salía casi todas las tardes, antes del anochecer, a cazar algunas mulitas. La caza estaba escaseando, aunque Ramón sabía que en la lomada del panteón entre los pedregales, cercanos al barranco del manantial, había varias cuevas, seguramente con buena cantidad de los exquisitos armadillos. Provisto de una pequeña, pero recia, pala de hierro y un gancho, también del mismo metal, acompañado por su perro, emprendió la cacería.

El ulular de las lechuzas, se hacía por momentos, más inquietante y los soldados cada vez más nerviosos. Aquellos bichos de ojos diabólicos, daban espanto y los muchachos, la mayoría citadinos, les temían como al propio demonio, ya que las leyendas de aquellos pájaros de mal agüero, habían entrado en sus conciencias y cuando empezaba el coro, los sumía en el espanto.      

A cada paso de Ramón, hacia el pedregal, más intenso era el olor de las letrinas, que la soldadesca había instalado cerca del manantial, pero aquellos efluvios no espantarían la caza y con muchas precauciones, vadeó el alambre de espinos, dispuesto a iniciar su cacería. El diestro can, olfateaba las matas y el pedregal, en busca de la primera pieza. Cuando en total silencio, con el hocico y la cola en una perfecta línea recta, y una pata delantera apenas flexionada, como indicando el lugar, el cazador avezado, sabía que empezaba la dura labor. Cavar, descubrir la madriguera y enganchar al atribulado habitante. Era arduo pero sencillo, solo requería buenos músculos y mucha habilidad.

En eso estaba, cuando oyó aterrado, la estentórea voz de: -Alto, identifíquese o disparo... Al volverse y ver unas veinte sombras agazapadas, de las que destacaban los cañones de metralletas y fusiles, lo envaró unos instantes.

El terror no paralizó sus piernas, sino que como resortes emprendieron una alocada carrera, que no duró más que unos segundos. Repicaron las metralletas y tronaron los fusiles y como furiosos avispones, zumbando, la primera andanada de balas cubrió el aire. No sintió más que un latigazo en el cuello y se apagaron las estrellas. No escuchó el ulular terrorífico de las lechuzas, cuando asustadas levantaron el vuelo desde las entradas de sus madrigueras, tampoco vio la que con la cabeza triturada por una bala, quedó muerta a su lado. 

Una sola bala, de cientos disparadas, penetró por debajo del occipital, sesionando el tronco cerebral, destruyendo el mesencéfalo y el bulbo raquídeo, para salir por la boca, llevándose el último hálito. Había terminado la cacería de Ramón. Había terminado su vida.

Desde el punto de vista militar, fue un incidente con un intruso dentro del campamento. Allí terminó el problema.

Para el patrón, una citación a la Región, algunas horas de plantón, una explicación de lo inexplicable y casi un día perdido.

Pero para la peonada y las sirvientas, fue un profundo dolor. A pedido del patrón fue autorizado sepultarlo, entre las tumbas del cementerio viejo, apenas a un par de metros dentro de la alambrada de espinos, apenas  un par de metros de donde terminara su cacería.

Era imposible saber de que arma partió la bala asesina, pero toda la soldadesca, sentía terror cada vez que las lechuzas en sus cortos vuelos, lanzaban su lúgubre reclamo.

Pasó una semana del triste hecho, cuando varios pajarracos se posaron en la cornisa del panteón, mientras decenas más, en vuelos atropellados, nerviosos, unían su voz al horripilante coro. Pero la rutina militar debía continuar. Se establecieron las guardias y asustadizos soldaditos, debieron ocupar sus lugares.

A unos quince metros de la puerta del panteón, había una piedra grande, chata, que un guardia eligió para sentarse mientras durase su turno. Un calor sofocante, se arrastraba con el viento norte y el ulular iba creciendo. Parecía que ya no era ulular, sino más bien era un quejido sordo, infernal, que helaba la sangre y hacía sentir un escalofrío recorriendo la espalda.

Súbitamente, callaron todas, un manto de negrura cubrió las estrellas y con el bramido de un cañón resonó el tiro, que en sucesivos ecos se extendió por las colinas, para luego perderse definitivamente en la oscuridad. 

Se sucedieron corridas, gritos, órdenes, se encendieron los potentes reflectores y en todo el campamento, desaparecidas las lechuzas, no se oían otros sonidos. Todo tranquilo, normal. Solamente algunos oficiales recorriendo los puestos de guardia, para establecer el origen del disparo.

Cuando llegaron al puesto del frente del panteón, el guardia sentado en la piedra, parecía dormido, con su fusil entre las piernas. Pero se sentía el acre olor a la pólvora. Al alumbrarlo, aún se veía una tenue columna de humo que partía del cañón que tenía apoyado bajo la barbilla.

El informe, luego de expresar que la bala había penetrado por debajo de la mandíbula con salida por el parietal, concluía con la palabra: “suicidio”, aunque no mencionaba y no tenía por qué hacerlo, que junto al soldado había también una lechuza muerta y que además no presentaba señas de lesión alguna. 

La noticia, llegó a la estancia en las primeras horas de la mañana. No causó comentarios, poco les importaba la suerte de aquellos odiosos soldaditos que ya se consideraban dueños de vidas y haciendas. Solo doña Franca hizo aquel enigmático comentario, para quien quisiera oír, entre las sirvientas que trajinaban en sus tareas habituales: -Habrán más, la vida les debe salir, por donde entró la muerte en mi pobre Ramón...

No habían pasado muchos días, tres, quizá cuatro, cuando nuevamente el alboroto de las lechuzas, inquietó a los soldados.

Los distintos guardias tomaron sus posiciones, notándose en sus semblantes, el temor. ¿Qué estaba pasando con aquellos horribles bichos?, que parecían llegar de todas partes, eran decenas o cientos ¿o miles? El clamoroso ulular, atronaba, no había un solo guardia que no traspirara su terror.

Transcurrieron las primeras horas de guardia y seguía el clamor, se prolongaba y parecía abarcar todo el espacio, ¿de dónde salían aquella enorme cantidad de pajarracos?, ¿por qué los asediaban?, ¿qué raros designios los impelían a revolotear sobre el campamento, atronando con su triste ulular? Hasta los oficiales dentro de sus enormes carpas de campaña, sentían temor. Pero repentinamente, el silencio nuevamente señoreó la colina y a los pocos minutos, el tronar de un disparo.

Las mismas corridas, órdenes, reflectores y un vigía muerto por su propia arma. Esta vez la bala entró limpiamente por la boca, tomando una dirección ascendente y oblicua, para salir por el parietal izquierdo. Tampoco el informe mencionaba la lechuza muerta, sin lesiones aparentes, al lado del soldado.

¿Qué pasaba en aquella maldita colina, se suicidarían todos los soldados? Si la misión era de vigilancia sobre la extensa zona y no había posibilidades de que tuvieran que entrar en una acción realmente bélica, ¿por qué las extrañas muertes?

Con verdadero esfuerzo, oficiales y subalternos, trataban de enterrar en el olvido, la suerte de sus compañeros. Como el tiempo cura, también ayuda a olvidar y en aquellas dos semanas largas de tranquilidad, parecía que la normalidad volvería definitivamente al campamento.

Pero nuevamente, los maléficos pajarracos se dieron cita en la colina. Eran cientos atronando el aire. Aletear y ulular. Ulular y aletear. Parecía no tener fin. Por momentos parecían cubrir la luna, que lucía en su máxima plenitud. Cientos de ojos fosforescentes, parecían observar maléficamente desde la cornisa del panteón, todos los movimientos de los asustados soldaditos. Se establecieron las guardias y a regañadientes cada uno tomó su puesto.

Los oficiales, recorrían nerviosos todo el perímetro, pero además de las ululantes y orejudas aves, no encontraban nada anormal. 

Cuando el Mayor a cargo, a paso decidido emprendía el regreso a su carpa, callaron las lechuzas, en larga procesión se retiraron alumbradas por la luna y a pocos metros, escuchó el chasquido de un gatillo y el estruendo del tiro. Casi percibió el movimiento del soldado cuando introducía su arma en la boca y paralizado por el horror sentía la explosión. Nada podía hacerse ya.

Nuevo suicidio, entrada de bala por la boca, con salida por occipital. Ninguna mención a la lechuza muerta, al lado del soldado.

Había llegado a extremos, que obligaba a una muy exhaustiva investigación. Así fue solicitado a la Región, que despachó sin mucho entusiasmo, el personal solicitado.

No hubo conclusiones que dieran luz, al intrincado problema, solamente se consiguió que la noticia trascendiera y alguna prensa osada, aventurara alguna hipótesis, que no sirvió, más que para dar motivo, a su clausura.

Ya en la Región se mencionaba, a la colina maldita, con cierto apremio y no disimulado temor, pensando seriamente en su traslado a otra zona. Pero no existía un lugar de tal calidad estratégica. Por el momento, se había ordenado un refuerzo de las guardias, recomendando hacerlas en parejas.

El transcurrir de los días, consiguió atenuar en algo, el temor de los circunstanciales habitantes, de la colina del panteón de Rissotto. Puntualmente fueron reforzadas las guardias y las parejas constituidas para tal fin, hicieron lo imposible por no apartarse más de un par de metros.

Cuando ya se acercaba el nuevo plenilunio, todos pensaban que los malos espíritus habían abandonado definitivamente el enclave. No pensaban en nuevas muertes y la tropa, recuperó la confianza, aunque las guardias, estrictamente se cumplían, ateniéndose a las órdenes superiores.

La noche se presentaba cálida y muy clara, siendo roto el silencio por alguna conversación en voz baja o el chirriar de algún grillo, hasta que una nube oscura apareció en el horizonte, cubriendo en pocos minutos el disco brillante de la luna, dejando llenar el espacio con horrísono ulular. Habían vuelto y el terror hizo presa de la tropa.

Las corridas de los oficiales impartiendo órdenes, se sucedieron y todos los puestos de guardia, fueron reforzadas por un tercer hombre.

El horror duró apenas unos diez o doce minutos y como llegaron, regresaron, perdiéndose en los confines del horizonte. Parecía reinar nuevamente la calma, no se escuchaba ningún sonido, silencio total. Pero era un silencio pesado, ominoso, cargado de temores. Los oídos atentos, los ojos tratando de taladrar la noche, en la búsqueda de algún signo que confirmara el fin de aquel delirio. Hasta que una única lechuza, posada en el borde de la pileta del frente del panteón, dio inicio a su triste cántico. Dos de los soldados apostados cerca de la gran piedra chata, se movieron como resortes, en búsqueda del maldito pájaro, solo vieron las dos luces amarillentas de sus ojos, que los miraba con una fijeza sobrenatural y sintieron el terror cuando un sudor frío les empapaba, no atinando a hacer nada, estaban paralizados, los miembros rígidos y ni un sonido emitían sus gargantas.

Su compañero, permanecía sentado en la piedra y solo lo miraron cuando escucharon su voz decir: -Maldito pajarraco...- en el preciso instante que introducía el cañón en la boca y jalaba el gatillo. 

Ya se repetían las mismas palabras en iguales papeles: Suicidio.

Tampoco mencionaba, que la misma bala que entrara por la boca y saliera por la base del occipital sesionando el tronco cerebral, destruyendo el mesencéfalo y el bulbo raquídeo, del desgraciado soldado, había dado muerte, seccionándole la cabeza, a un simple pajarraco que ululaba posado en la pileta del frente del panteón. 

En el catre, en el galpón de las sirvientas, doña Franca despertó sobresaltada, luego de unos minutos en la oscuridad, su boca se plegó entre el sinfín de arrugas del cetrino rostro, en una enigmática sonrisa que nadie pudo ver, se arregló la bata, alisó las viejas frazadas y diciendo en voz baja: -Mi pobre Ramón ya descansa en paz...- se arrebujó para continuar su sueño, hasta la cercana madrugada.

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11

Pesadilla

Un sudor frío cubría su cuerpo, mientras desesperadamente trataba de inhalar aunque fuera un leve hálito, que llevara a sus pulmones el frescor del aire; pero aterrado, sentía la imposibilidad de mover un solo músculo; la empecinada rigidez que le dominaba, lo llevaba irremisiblemente al abismo, a la muerte.

Con pavura veía aquel horrible ser, que sentado a horcajadas sobre su pecho inerte, atrapaba todo el aire que pugnaba por inspirar. Las huesudas y descarnadas manos de afilados dedos, que cual largas sierpes, en constante ondular, arrancaban con furor, todo el vivificante fluido, y la siniestra sonrisa de la desdentada boca, daban más fiereza al infernal monstruo.

El flamear de tules grises, acompasados al movimiento de las cadavéricas cenicientas manos, por momentos ocultaban el horrible rostro, para descubrirlo luego, con más horror, en la monstruosa caverna de su sonrisa, las puntiagudas orejas, la ganchuda nariz, los ojillos inflamados y sin párpados y el afán de quitarle irremisiblemente todo el aire.

El ahogo, la desesperación, la boca reseca, el pánico y aquella rigidez, finalmente explotan en estentóreo alarido y sobreviene un despertar convulso, sudoroso, que pugna por aventar el monstruoso ser, que ya no está, de sobre su pecho, y a desesperadas bocanadas inunda los pulmones del fresco aire de la noche.

Resiste denodadamente, porque el sueño no lo venza nuevamente, el terror lo invade, pugna porque no vuelva el horrible monstruo, amparado por las sombras de la pesadilla, pero los párpados pesan, finalmente cae en un profundo sopor y agitadas imágenes bailotean, dando paso lentamente a un dormir calmo, sereno. Por aquella noche, ningún ser le arrancará el aire. La rítmica respiración, ya es normal y el aire llega a los pulmones con fluidez, sin que nada ni nadie, trate de atraparlo.

Algunas noches serenas, sin los sobresaltos del horror, de sueño vivificante y reparador, parecen haber aventado definitivamente la pesadilla. Todo transita normalmente, pero el mundo gira y lo que fue ayer, vuelve a ser hoy y en la oscuridad del cuarto, acecha con sus ojillos sin párpados, el diminuto demoníaco ser, presto a robarle el aire, a cobrar su vida.

Entre sutiles y ondulantes tules, que se agitan convulsos, asoma la nariz ganchuda y los perversos ojillos inflamados recorren las ondas del aire, que fluye acompasadamente hacia los pulmones del durmiente, mientras que los afilados dedos describen arcos envolventes, para atrapar el aire,... para atrapar la vida,... para convocar la muerte.

La atroz lucha inicia, uno en pos de la vida, el otro en pos de la muerte. Los pulmones queman, el cerebro estalla, la rigidez gana espacio y las descarnadas manos ya no tienen aire que robar. El triunfo de la parca llega y la estrepitosa risa de la desdentada boca estalla, como festejo de la palma conquistada. Pero el gangoso estallido, remueve violentamente la mente obnubilada y tras el desesperado grito, sobrevive el despertar del pánico y el sudor frío, pegajoso, cubre el convulso cuerpo, en procura del fluido de vida.

Otra vez, el invisible monstruo resabia su derrota, desaparece tras los invisibles tules y no se ve la mueca de odio que borró la risa; los ojillos inflamados y sin párpados, las puntiagudas orejas y la nariz ganchuda, ya no tienen cabida en aquel cuarto real; la oscuridad de la noche no lo esconde, porque ya no está, porque en su viaje a los ignotos recovecos de los sueños, cubre su huída con liviana niebla, que se confunde con el tenue resplandor lunar. Pero su presencia dejó el horror, que en agitado esfuerzo rechazará el descanso y lidiará porque los ojos se mantengan alertas, en vigilia permanente.

Cada noche se renueva la duda, ¿volverá la horrible pesadilla recurrente o podrá descansar?, ¿triunfará la parca o  descollará la vida?, ¿volverán los sarmentosos dedos a robar su aire hasta que el cerebro estalle o la savia de su cuerpo será más resistente y aventará el mal?

Cada noche puede ser otra,... cada noche puede ser la última...
  
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     12

De regreso

-El viaje no duraría más que unos cuantos minutos y como era temprano, Arturo manejaba distendidamente, a una relativamente baja velocidad. Para las condiciones de la ruta y con una tarde tibia de primavera, en un buen auto, a setenta u ochenta kilómetros a la hora, el viaje se hacía tranquilo y la charla conmigo y nuestros dos hijos, le resultaba sumamente placentera.

-Atravesábamos un paisaje de bajas serranías, de una hermosura increíble. El nombre de aquel valle lo abarcaba todo en sus cuatro letras: Edén. Un lugar pintoresco y tranquilo, ideal para pasar un día de campo, como el que acabábamos de disfrutar, lejos del bullicio húmedo y asfixiante de la ciudad.

-La carretera como una larga serpiente reptaba por entre las sierras y cada tanto, se retorcía para rodear los redondeados cerros que erguidos en sus armoniosas formas albergaban la más diversa muestra del monte indígena.

-El tránsito no ofrecía dificultades, ya que se reducía solamente a los pesados camiones cargados de soja, que en sentido contrario, los veíamos desfilar hacia el poniente. En una empinada cuesta hubo que aminorar la marcha, detrás del pesado autobús, que ronroneaba al alcanzar la cima, que a la vez se curvaba hacia la derecha. El enorme armatoste en aquella curva anulaba casi totalmente la visibilidad, reduciendo la carretera a escasos veinte... veinticinco metros.

-Cuando Arturo vio que por detrás del bus, saltaba el carro como impelido por una monstruosa fuerza, atinó solamente a cubrirse la cara. No vio el camión cargado de soja, que arrancaba la parte trasera izquierda del colectivo y  nos pasaba por encima, en un desesperado intento del conductor, de evitar el choque con el rodado, arrastrado por el lento equino.

Fue una infeliz maniobra... por querer no afectar un vehículo, afectó a los cuatro.

Fue un instante...

Arturo, su mujer y su hija, en aquel momento, notaron el cambio del paisaje. La llanura extensa, cubierta de fina arena, se perdía en la distancia y transitaban ya no por la ruta de buen pavimento, sino por la propia arena.

Parecía un camino a la nada... o al todo... 

El desconcierto fue mutuo, pero igual siguieron internándose en la amarillenta aridez. Luego de un tiempo de incredulidad, cuando la desazón llegaba al clímax, vieron a lo lejos el pequeño caserío. Todas casitas pequeñas, iguales, desperdigadas sin un orden aparente, como si cada habitante las fuera levantando en el momento y el lugar en que la decisión llegaba.

Entre las casitas, por la senda,  a la derecha, a la izquierda por detrás, por delante, por todas partes, deambulaban hombres y mujeres... niños, jóvenes, viejos..., como si el vagabundear fuera su único fin.

-A la pregunta de Arturo, de nuestra hija o mío, por aquel extraño lugar, la respuesta era siempre igual... una mirada de asombro y una torva sonrisa.

-Ya cuando desesperábamos, por la falta de respuestas, un hombre se dignó en contestar con solo unas palabras: -Tienen que seguir, la puerta está abierta...

El grandioso edificio, de enormes portales y gruesas columnas, contrastaba con las casi míseras casitas del arenal.

-Una construcción, que, como dijera Arturo, recordando sus conocimientos de historia de la antigua Grecia, parecía morada divina.

Una escalinata soberbia de mármoles blancos, los condujo a una enorme sala circular, donde esperaba una multitud. 

Un leve murmullo, formado por cientos de voces de tono muy bajo y el clima de espera...

Alguien les dijo al abrirse la puerta, que debían entrar de a tres. También oyeron que muchos temían entrar y vagaban por las arenas, mientras que otros construían sus moradas de espera.

-Al abrirse nuevamente la puerta, pude ver algo del interior. Un enorme escritorio blanco, con solamente un gran libro, que el anciano de larga barba blanca, flanqueado por otros dos no tan altos, hacía girar hacia el hombre que esperaba a su frente y le extendía una larga pluma.

Arturo, su mujer y su hija, entraron. La lenta recorrida de la grandiosa sala, que con la mirada dirigiera el hombre, fue truncada cuando vio que su mujer no estaba y en su lugar había un desconocido...

-Fue un momento o una eternidad, pero alcancé a ver el asombro en sus ojos, antes que lentamente se esfumara en la niebla... Aquella rara niebla que todo lo cubría, que me abrazaba y hundía, de la cual emergía y nuevamente sucumbía en su seno, que me mostraba un atisbo de luz y luego me la quitaba, que me traía de lejos voces incomprensibles, para sumirme nuevamente en el silencio, hasta que surgieron tenues formas verdes de lentos movimientos y voces lejanas y distorsionadas que parecían vagar a mi alrededor bajo el resplandor potente de un círculo de luz frente a mi... no... sobre mí... no, no sabía siquiera donde estaba, pero había luz y tenía sueño... 

Pero habían entrado tres... Eran, Arturo su hija y un desconocido...

En la prensa del día siguiente, luego del titular: “Terrible accidente”, se daba cuenta: “A pocos kilómetros de la ciudad, se produjo la múltiple colisión de un transporte de cereales, un autobús, un carro y un automóvil en el que una familia fue diezmada. Fallecieron en el acto el conductor del auto y su hija, mientras que su esposa, luego de haber atravesado un coma profundo, por las terribles lesiones sufridas y resistido a una serie de intervenciones quirúrgicas, reaccionaba en forma favorable, abriendo una luz de esperanza sobre su recuperación, estando aún en el Centro de Tratamiento Intensivo. Entre tanto el hijo, al haber sido despedido entre los pastos de la banquina, sufrió daños menores y ya estaba dado de alta”.

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13

 Tiburcia

Acostumbrados a largas caminatas, los diez o doce kilómetros no fueron capaces de hacerles sentir el mínimo cansancio. Quizá acicateados por la razón del periplo, la distancia pareció menor.

En las costas del Tres Cruces, muy cerca de Paso del Manco, se extendía el verdor del campito de los Cadilla. Laboriosos campesinos,  se dedicaban de sol a sol, a sus cultivos de maíz, la cría de una puntita de reses y la explotación del pequeño tambo. No eran más que el hombre, su mujer y una hija, pero se bastaban. Con un arado de mancera y una yunta de bueyes, araban las cuatro hectáreas para el cultivo y en un petiso añoso pero fuerte, o a pie, la muchacha o el hombre cuidaban el rodeo. La mujer ayudaba en el ordeñe y Cadilla en el carrito hacía el reparto.

Muy temprano, un par de horas antes de la salida del sol, el lotecito de lecheras rumbeaban para el corral, donde puntualmente la mujer empezaba el ordeñe, mientras el hombre acondicionaba los tarros, para la venta puerta a puerta en la ciudad. Se ganaron fama por la calidad de las lecheras, la buena producción y la excelente calidad de la leche. Renovando año a año el plantel, vendían algunas vacas, comprando otras que brindaran mejores expectativas e incorporaban las vaquillonas nuevas desde su primera parición.

Aquel, era el día propicio para comprar una buena lechera, que Cadilla sacara de la producción. Ese fue el motivo de la larga caminata.

En el corral rumiaban unas cinco o seis vacas con sus crías, esperando a los nuevos dueños. La elección no ofreció la más mínima dificultad, una vaca cruza Holando y su ternerito Pampa, fueron apartados y los compradores, Indalecio el hombre y Pedro su hijo, pasaron a la sala con el dueño de casa, para cerrar el trato.

Cerca del mediodía, llegaron arreando su nuevo plantel, que quedó descansando a la sombra de los añosos eucaliptos, muy cerca de la entrada del campo de pastoreo, que la Cabaña de Bidegay, arrendaba por día y por cabeza a unos cuantos vecinos que encontraron en el ordeñe, la forma de asegurarse la leche diaria y muchas veces vender algunos litros, para ayudar al pago del arriendo.

Domingo, único día que permitía el lujo de una siesta, esta vez fue desechada, porque urgía reparar la batea para la ración y cambiar varias costaneras rotas del galpón, para al día siguiente retomar la rutina del ordeñe diario en las mejores condiciones posibles.

Bien temprano, Pedro condujo, atada a una cuerda, la flamante adquisición, seguida de su pequeño ternero. Atravesaron la avenida, entraron por el portoncito rojo, en fila siguieron entre las dos largas piletas de jazmines cubiertos de perfumadas flores blancas, jalonados de matas de violetas y pensamientos multicolores, rodearon la casa, subieron una pequeña cuesta y llegaron al galpón, donde la batea rebozaba de ración y la tina de agua fresca.

Esa mañana, solamente se alimentó a la vaca y oficialmente se le bautizó. En adelante, Tiburcia fue su nombre y a los pocos días cuando se acercaba Pedro a buscarla y la nombraba, levantaba la cabeza  dentro del rodeo de varios dueños y emprendía mansamente el camino, sin necesitar cuerda. Atravesaba la avenida, el portoncito rojo, las piletas de jazmines y violetas, rodeaba la casa, subía la cuesta y mientras saboreaba la ración, se ofrecía al ternerito, que había permanecido la noche al abrigo del galpón, para que mamara. Después que Juana, la madre de Pedro consideraba saciada el hambre del becerro, le lavaba la ubre y los largos pezones, para ordeñarla.

El becerro, aumentaba de tamaño visiblemente y su piel brillaba por el buen alimento y Tiburcia producía por lo menos cinco litros de leche diarios.

La rutina, no variaba y llegó el día que las sábanas costaron despegarse de Pedro, que debía ir al potrero. Tiburcia sola, atravesó la avenida, con la punta de una guampa destrabó el portoncito rojo, empujándolo, atravesó entre las piletas de jazmines, siguiendo el camino diario hasta llegar a la batea que encontró vacía, provocando sus preocupados mugidos, que despertó a todos, para, a las carreras, recuperar el tiempo perdido.

Cuando llegó la época del destete, se la ordeñaba por la mañana y a media tarde y Tiburcia ya no necesitaba que nadie la condujera, simplemente recorría su ruta, mugía frente a la ventana de la cocina y esperaba en el galpón rumiando su ración.

Pasaron unos años y llegó el momento de vender la vaca ya bastante vieja para comprar una más joven. Esa fue la decisión y tuvo que cumplirse.

Pasaron unos meses y ya todos habían olvidado a Tiburcia, dedicando su atención a la Jersey nueva.

La Jersey era buena lechera, pero no era dócil y daba sus problemas, cuando pasaba entre las piletas de jazmines, más de una vez consiguió alzarse con alguna rama o una mata de violetas. Había que llevarla atada y con la cuerda bien corta.

Una tarde, cuando se escuchaban los habituales gritos de los troperos que llevaban semanalmente las tropas al matadero, mientras lavaba los trastos de la cocina, Juana fue sorprendida, por el mugido en la ventana.  Tiburcia se escapó de la tropa, con la punta de una guampa abrió el portoncito rojo, cruzó entre las piletas de jazmines, rodeó la casa emprendiendo el camino hacia el galpón, parándose ante la batea, en espera de la ración que hacía tantos meses no disfrutaba.

Tiburcia, fue atendida como se merecía y tuvo su última comida, antes de reincorporarla a la tropa, enfilando hacia el matadero.


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14

Doble apuesta, doble riesgo

Se llamaba Pedro López y muy cerca del cerro de La Aldea, tenía su pequeño tambo. Cultivaba unas cuadras de hortalizas y el resto del campito, lo dedicaba a las lecheras, algunos bueyes y unas pocas ovejas.

Todos los días muy temprano, hacía el reparto de leche, visitando en su carrito de ruedas de goma a unos sesenta clientes. A veces, tenía que hacer algún trámite y venía a la ciudad por la tarde, aprovechando también para pasar por algún escritorio rural, para gestionar la venta de alguna puntita de reses.

Aquel día había vendido dos bueyes y tenía el bolsillo abultado con los seis mil doscientos pesos del negocio. Cuando salía del escritorio rural, los últimos rayos del sol, destellaban en las vidrieras, compitiendo con los carteles luminosos de los comercios que lentamente se iban encendiendo. Fue en aquel momento, que uno que decía “Bar Americano”, lo atrajo como un imán.

Sabía que en la planta alta se jugaba fuerte y que muy bien podía duplicar los seis mil doscientos de los bueyes. Después de rumiar un rato, mientras paladeaba lentamente una caña, se decidió a subir la estrecha escalera.

El gofo, era donde más se apostaba y resuelto se acercó a la mesa, en espera de que alguno de los jugadores dejara una banca libre. Miraba embelesado como se trasegaban cientos y también miles de pesos, entre el crupier y los jugadores, sacando cuentas que con doce mil cuatrocientos podría reponer mejores bueyes y le sobraba para otra yunta, o podía comprar tarros nuevos para la leche, o un carro más grande, o...

Tuvieron que sacudirle el brazo, para despertarlo de sus sueños e invitarlo a tomar una plaza. Con una apuesta relativamente chica, en comparación con las de los otros jugadores, obtuvo una mano muy buena, que le duplicó en menos de un minuto los doscientos del pico de la venta.

Allí estaba su perdición, envalentonado por aquella buena mano, dejó la ganancia en la mesa y completó los quinientos, para tener nuevamente la suerte de su lado. Algunas manos malas le arrancaron unos pesos, pero ya estaba metido en el juego y no se iba a retirar, porque quería comprar un carro más grande, más tarros, otra yunta de bueyes y...

A casi una hora, de la primera mano, ya tenía diez mil setecientos ganados que más los seis mil doscientos, le daba para comprar el carro, los tarros, la otra yunta de bueyes,... pero quería comprar también una disquera. Se jugó entero y puso sobre la mesa las ganancias y el producto de la venta de los bueyes, pensando que al igual “que un hombre tímido no conquista mujer bonita”, un apostador “si no apuesta no gana”. Se olvidó del final del último dicho, que señala “...y si apuesta también arriesga”.

Como también se dice: “Le cayó la mano”. Incrédulo, intentó hurgar en el fondo de los bolsillos, pero ya no tenía un centésimo, la timba le había llevado todo: bueyes, carro, tarros, disquera... todo... todo. Casi pone sobre la mesa su gastada campera de cuero, pero no le dio el coraje. Cabizbajo descendió la estrecha escalera, caminando se fue hasta la avenida, donde en un terreno baldío había dejado el caballo que pastaba a su antojo, ensilló, pero no tuvo fuerzas para montarlo y llevándolo de la rienda tomó el camino hacia La Aldea.

Azorado por su mala suerte, arrastrando los pasos, sin mayor apuro, rumiaba su inconducta. Cuando ya estaba llegando a la zona de Zapará, sentía tal rabia por su estupidez, que se maldecía, maldecía a sus ancestros, maldecía al “Canario”, dueño del bar, pero siempre llegaba a la misma conclusión, la estupidez era suya, él era el único responsable.

Y finalmente llegó la eclosión del desenlace. Con el rebenque de doble trenza, se lo descargó con rabia y sin asco, sobre la espalda, gritando desesperado: “Te voy a dar timba, Pedro López... te voy a dar timba, Pedro López”, mientras descargaba con furia sobre su espalda, sus nalgas, sus piernas, la doble trenza, cuya mordedura laceraba a través de la ropa.

Se dio tal paliza, que la camisa mostraba las listas rojas, donde se alojaran las trenzas y el pantalón además de la sangre, se partía hecho jirones. Pero el dolor y la rabia no le devolverían la plata de sus bueyes, la paliza era un magro castigo para falta tan enorme.

Además la vergüenza, al presentarse sin plata y en aquel estado ante su mujer, ¿acaso no merecía otra paliza? y de vuelta sintió la doble trenza cayendo furiosa sobre sus carnes y el seguía mascullando: “Te voy a dar timba, Pedro López...”

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15

Un zamba muy especial

Por la década del cincuenta del siglo pasado, en el otrora hermoso y de particular lujo Teatro Escayola, funcionaba un club social, que muchos tacuaremboenses recordarán con cierta nostalgia, por las divertidas reuniones bailables, que congregaban sábado a sábado a sus exclusivos socios, con el permiso de entrada a muy pocos invitados, que mediante solicitud avalada por alguno de sus directivos, debían superar un verdadero filtro, para acceder a la pista.

Al haber cultivado una muy buena amistad con don León Felipe, por aquel entonces presidente de la institución, contábamos con un pase libre permanente, que nos permitía disfrutar la alegría innata de su raza.

Los distintos ritmos brasileños estaban en boga  en esta norteña zona del país y el zamba era el preferido y más bailado. El club, iniciaba el baile con un cuarteto típico, con algunos tangos, boleros, valses y milongas; a la hora, cambiaba la orquesta y subía al estrado “la Jazz”, donde desgranaba una hora seguida de marchas, zambas y todos los ritmos que gozaban de la mayor fama en Brasil, para alternar hora a hora con el cuarteto, hasta que estaba amaneciendo en una creciente y general diversión.

A pie firme, frente a la puerta de entrada, se mantenía siempre el mismo policía, que su oficial le había encomendado, el mantenimiento del orden público, como correspondía en cualquier reunión bailable.

A pesar de no ser de la raza, era como de la casa y después que pasaba su oficial con otro “calle”, se daba una corrida hasta la cantina y deglutía rápidamente una o dos grapitas, para atemperar el frío de la intemperie. Después de varias rondas y varias escapadas a la barra, el “puerta” terminaba con algunos nubarrones en la vista y su oído podía confundir un tango con un zamba, aunque no sintiera ni asomo de frío.

Durante la semana, se había anunciado con grandes afiches en la fachada del club, la actuación de un renombrado conjunto típico, lo que predecía una muy buena noche de sábado. La orquesta de Jazz, era la misma de siempre y por aclamación de los socios, tenía su actuación asegurada de por vida, aunque con la fama de la típica anunciada, debía esforzarse por estar a la altura correspondiente y había anunciado estrenar nuevos temas y algunos arreglos.

Aquel sábado prometía una fiesta muy especial y la juventud asociada, esperaba ansiosa la llegada del día, prometiéndose una noche inolvidable, como dirían ahora, pensaban “romper la noche”.

La presentación de la típica anunciada, fue sensacional y no quedaba silla ocupada cuando desgranaba la romántica cadencia de los boleros, al extremo que la primera hora, se prolongó por casi veinte minutos más, bajo los calurosos aplausos de los bailarines.

La Jazz, como cumpliendo un gran compromiso asumido con la mayor responsabilidad, destacó ampliamente sobre sus actuaciones normales, sin una competencia extra y también cosechó ovaciones y aplausos.

De aquella forma, con la algarabía de los bailanteros, entre bailes y copas, llegaba la madrugada y a esa hora el “puerta”, llevaba muchas corridas hasta la barra y como siempre su oído ya no distinguía tango, vals o zamba, sus ojos miraban entre nieblas y su rostro mostraba una sonrisa permanente, como diciendo que todo estaba felizmente bien.

Era la quinta ronda del oficial y el “calle”, cuando el “puerta” los vio en la esquina del liceo viejo. A pesar de que trató de acomodar su presencia ante la vista de su superior, la desmadejada humanidad, zarandeada por tantas copas, no consiguió mejorar mucho, aunque al enfrentarse a la furiosa cara del oficial, le corrió un frío por la columna y su mirada apartó algo la niebla.

-Agente, ¡¿no oye lo que están tocando!?..., fue la furiosa pregunta.

Después de unos minutos, que demoró en acomodar el oído, golpeando los tacos de los botines, poniéndose firme, levantó la mano haciendo la venia, para decir azorado, por su mal oído: -Disculpe,... es el Himno, mi oficial...

-Pero el Himno, ¡¿en tiempo de zamba!?... ¡¿no se da cuenta!?... Es una total falta de respeto a la Patria... y ¡¿no ve que hasta lo están bailando!?

Luego de una ristra de amenazas de sanciones y calabozo, que cabizbajo recibió el “puerta”, los tres representantes de la ley, irrumpieron en la pista con los garrotes en ristre y el oficial furibundo, sonando su silbato, acallando el último “arreglo” de la Jazz y al grito de: -¡están todos presos!- terminó momentáneamente el jolgorio.

Pero eran tres para prender a trescientos. La frenada del oficial le hizo derrapar en la pista. ¿Como explicar que a él, le parecía que habían cometido un delito, cuando la mayoría, solamente bailaba un zamba más?

La bonhomía del Presidente, no permitió que las cosas pasaran a mayores y mientras disimuladamente servía un buen vaso de whisky, para cada uno de los policías, le decía al oficial: -Los pobres musiqueros, lo hicieron sin maldad, quizá solamente pensaron que con ese arreglito homenajeaban la Patria y la mayoría de nosotros, ni nos dimos cuenta que lo que bailábamos, no era más que un nuevo zamba muy especial.

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  16

Ángeles

Advertencia: 
Esta historia, además de auténtica, es contemporánea.
Por eso, no se identifica el lugar de los hechos y los personajes
aparecen con nombres distintos  a los suyos propios.
Hoy, muchos aún viven y de los que ya no están, 
siguen en su lar, sus descendientes.
Respetamos y preservamos su privacidad.

Hace, quizá más de treinta años, que casualmente conocimos a un agradable caballero, que lucía una espesa barba negra y unos anteojos pequeños y de cristales redondos, que además de darle una apariencia de intelectual respetable, disimulaba sus apenas veintiocho años.

La amistad surgió espontáneamente y a pesar de vivir en ciudades bastante lejanas, en toda oportunidad que se nos presentaba, aprovechábamos para largas charlas, donde me admiraba su pasión por la antropología. Ninguno de los dos, éramos adictos a la correspondencia, por lo que nuestros contactos postales, se limitaban a alguna salutación impresa, en una tarjeta navideña. Ni la aparición de la comunicación electrónica, consiguió sacudirnos la modorra, para enviarnos algún e-mail, y mantener un contacto más fluido. Aquella amistad, a pesar de la distancia y la casi total falta de contacto, no había mermado un ápice y si bien no buscábamos ningún encuentro, cuando estos se daban, parecían no tener fin.

Por las circunstancias tan especiales de nuestra amistad, mi sorpresa no tuvo límites, cuando recibí aquel largo e-mail, donde mi amigo, el Profesor Gamarra, pedía mi ayuda para visitar un alejado y difícilmente accesible poblado, que le interesaba investigar in situ, extendiéndose en el racconto de sus estudios sobre datos bastante confusos, principalmente obtenido de una serie de publicaciones de un antropólogo Irlandés, que decía haber compartido por más de un mes, la vida frugal, de la extraña aldea y por datos de transmisión oral, que casualmente habían llegado a sus oídos.

Mi respuesta afirmativa, no se hizo esperar y a las pocas horas, luego de un intenso intercambio de e-mail, estaba a la espera de que en la mañana del día siguiente, llegara conduciendo una recia camioneta todo terreno, que sería el único transporte hábil para conducirnos en nuestra excursión.

No fue necesario cargar, más que mi liviano equipaje, puesto que en aquel vehículo no faltaba nada, para pasar cómodamente, por lo menos durante un mes, en el paraje más inhóspito.

El caudaloso río, se bifurcaba en dos brazos, horadando las enormes paredes de arenisca, que se elevaban unos cinco o seis metros, para coronarse por espesa fronda. Llegar hasta aquel lugar, fue una odisea, extensos montes achaparrados, ciénagas y quebradas fueron algunos de los problemas a superar, pero lo más difícil, fue encontrar los caminos correctos, teniendo como únicas referencias, extraños trazados en un viejo mapa, que Gamarra consultaba frecuentemente, para compararlo con una carta a mayor escala, de  máxima actualización.  

Como era imposible acceder al río, continuamos el curso de uno de sus brazos, seguros de haber llegado al lugar. Alrededor de una legua de camino a través del chaparral, nos trajo a la vista un brusco cambio del paisaje. El río atravesaba una zona baja de verdes pastos, ensanchándose para desembocar mansamente en la corriente mayor. Su ancho, rondaba una media cuadra, lo que hacía muy difícil atravesarlo con la todo terreno. Por decisión de Gamarra, allí establecimos nuestro campamento. Preparamos el pequeño gomón con su motorcito de cinco caballos y medio y atravesamos la mansa corriente, llegando a una extensa ensenada, donde lo amarramos al tronco de un añoso molle.

Aquel idílico lugar, parecía totalmente deshabitado y se veía ideal para tomar unas vacaciones, en contacto con lo más hermoso de la naturaleza.

Gamarra, se mostraba nervioso y apurado por recorrer la isla. Quería establecer contacto urgente con sus habitantes. Pero no había el menor rastro de que persona alguna merodeara por aquellos contornos.

Sin entender, el por qué, de la dirección tomada por mi amigo, le seguí a corta distancia, internándonos en el tupido chaparral. No me era posible estimar el tiempo que nos mantuvo semiagachados, atravesando las estrechas bóvedas de intrincados trazados debajo de la fronda, hasta que mi fino olfato, percibió con certeza, olor a humo. Unos metros más y el chaparral se abrió en un plantío de maíz, que cubría un terreno llano, pero no ocultaba totalmente las picudas chozas que se erguían en su opuesto extremo, de donde salían algunas leves columnas de humo. Aparentemente, habíamos llegado a nuestro destino.

Gamarra me advirtió, que aquellas gentes, con las que estableceríamos contacto en minutos, hablaban algo de nuestro español, pero su comunicación habitual, era un dialecto, que quizá no entendiera, por lo que me recomendó, en principio, guardar silencio y dejarle a él, mantener los diálogos. Ya llegaría el momento para poder integrarme.

Eran hombres y mujeres, bajos, rechonchos, aunque no se les notaba un gramo de grasa, vigorosos músculos, piel oscura, aunque no negra, más bien parecida a la de gente blanca tostada por el sol y la intemperie, ojos de intenso color azul celeste, de mirada huidiza, descalzos, luciendo pies grandes y chatos de dedos cortos y bastante separados. Los hombres vestidos solamente con una piel, que les cubría desde la cintura hasta la mitad de los muslos. Las mujeres, con amplios vestidos de colores chillones, que les daban apariencia de ser más rollizas y bajas. Los niños, la mayoría desnudos.

Ninguno de los pobladores, hizo ademán alguno de acercarse a recibirnos. Gamarra, optó por mezclarse entre ellos, dirigiéndoles solamente una leve inclinación de cabeza, para luego dirigirse a una choza más apartada y frente a su entrada, pronunciar algunas palabras, que me parecieron una mezcla de portugués, español, guaraní y algunas voces en danés o sueco antiguo. Al momento, se asomó su principal habitante. Su rostro denotaba algún signo de sorpresa, y con una voz clara, aunque profunda, grave, pude escuchar algunas palabras, que poco o nada aclararon mi ignorancia, sobre el tema de aquella larga jerigonza, que escapaba totalmente a mis escasos conocimientos.

Fue un largo intercambio de ininteligibles palabras, que luego de unos cuantos minutos, dieron paso, a lo que entendí como una invitación, a entrar a la choza. En este estado de incomprensión, pasaron momentos interminables, hasta que Gamarra, luego de señalarme y decirle algunas palabras a nuestro anfitrión, quien con un movimiento de cabeza asintió evidentemente, comenzó a traducir al español, el contenido de su conversación, por lo que a partir de este momento, me olvido de la jerigonza y transcribo en nuestro conocido idioma.

La mayor preocupación de mi amigo, era mantener un contacto con Ángeles, el más viejo de los ancianos de la comunidad, que vivía retirado en una cueva de la formación de areniscas, donde era sustraído de su soledad, en circunstancias muy especiales y de estricta necesidad.

La pequeña aldea, vivía de sus cultivos de maíz, papas, porotos y zapallos y de la abundante caza y pesca. Era autosuficiente en materia de alimentación, aunque en su entorno se apreciaban algunos escasos elementos de la civilización exterior. Cada dos o tres meses, atravesaba el ancho río, en su bote de potente motor, un libanés, único visitante en años, para ofrecer en trueque por pieles, algunas telas para vestido de las mujeres, cuchillos, hachas y algunas otras pocas herramientas. Aquello era todo, el aislamiento era casi total. Mi asombro no tenía límites. La comunidad, parecía no superar las quinientas personas y había conseguido un equilibrio tal, que convivían niños de pecho, párvulos, adolescentes, jóvenes, hombres y mujeres, ancianos y ancianas de evidente longevidad, todos dentro de aquella isla triangular, aislados del resto del mundo, ya entrado el siglo XXI, sin aparentar la mínima necesidad, de conocer nada, más allá de las aguas que les rodeaban.

Ya casi anochecía, cuando Gamarra decidió regresar a nuestro campamento, solicitando nuevamente el permiso para visitar a Ángeles. Al día siguiente, o después, sabría lo decidido por el anciano. Mientras tanto, no cabía más que tratar de comunicarse con algunos otros habitantes. Ardua tarea, continuamente rechazada por los isleños, parecía no tener resultados. 

Su aspecto de mansedumbre, la permanente e insinuante sonrisa, terminaban allí, cuando tratábamos de hablarles, simplemente sin cambiar su actitud, se retiraban con su andar recio, para nuevamente detenerse y dirigirnos la misma mirada, la misma sonrisa, con la misma actitud sumisa, pero ni un sonido, ni una sola palabra. El mutismo era total, exasperante, ominoso. Sinceramente, a mí, me metían miedo, aunque estaba convencido, de su total y absoluta falta de agresividad. Simplemente, no tenían ningún interés en nosotros, nos reconocían como a unos simples e inofensivos intrusos.

Al tercer día de nuestra llegada, quien fuera nuestro anfitrión y único interlocutor, atravesó el río silenciosamente, nadando lento y seguro, como sobre la tierra firme, era su andar. Ya en la orilla, irguió su rechoncha figura y en pocas palabras le comunicó a Gamarra, que Ángeles lo recibiría esa tarde. Con la misma parsimonia de su andar, se introdujo nuevamente en el río, para volver a la isla.

Mi amigo dio inicio a una febril actividad, preparando la visita, en la que me había incluido, como una cosa natural y naturalmente me sumé a la tarea. Luego de un frugal almuerzo, abordamos el gomón y en minutos atravesábamos los túneles del chaparral.

Al final del maizal, solamente nos esperaba nuestro contacto nativo. Atravesamos la aldea, bajo la indolente mirada de sus habitantes, ascendimos una corta cuesta y nos internamos en el espeso bosque, atravesamos dos torrentes, que bajaban canturreantes, desde algún manantial de las paredes de arenisca que dividían la isla en dos partes de paisajes totalmente distintos. A un par de cuadras de aquellas paredes, terminaba el bosque para dar paso a una cuesta suave de vegetación rala y baja, por la que serpenteaba un sendero, abierto a fuerza de pies descalzos.

En un recodo de aquella pobre senda, aparecieron en toda su magnificencia las formaciones de dura roca y areniscas que labradas por la erosión de siglos, formaron la impresionante sucesión de cuevas.

A una señal de nuestro cicerone, esperamos a la sombra de las enormes paredes. Finalmente se nos franqueó el acceso a un pequeño hueco.

Aquel hueco que no parecía tener más de un par de metros de profundidad, en ángulo recto derivaba a la izquierda para abrirse en una profunda oquedad, quizá un cuadro de unos treinta o más metros de lado. En  enormes cuencos de barro, crepitaba la grasa de carpincho, mientras de gruesos pabilos subían las danzantes flamas, que iluminaban el recinto y esparcían el tufo característico, mientras las columnas de humo ascendían a las invisibles alturas. 

Al fondo, profusamente iluminado por pequeñas candelas, se destacaba una gran piedra plana, de quizá unos tres o cuatro metros de largo, por algo más de uno de alto, donde se alineaban extrañas figuras de barro y tallas de madera, de formas increíbles, algunas con cabeza humana y cuerpo de carnero, otras con cabeza de ave, sobre unos escuálidos hombros humanos, de flaco cuerpo y largos brazos, otras representando a los grandes roedores, que merodeaban por los montes y ríos, unas más con figura de doncellas, ostentando sobre sus hombros cabezas de sibilantes sierpes de bífidas lenguas. Bien podría expresarse, que observábamos un museo del horror. La voz de Gamarra, llevó algo de tranquilidad a mi azorado espíritu, cuando en forma apenas audible, me decía: -No se inquiete, es el santuario de Ángeles, vea, en la penumbra a la derecha, podrá verlo, guarde silencio... tranquilo... no hay peligro...

Aquella voz amiga, alejó mis temores y atravesamos lentamente por la diagonal del recinto, hasta detenernos frente a otra enorme piedra de parecidas dimensiones a la que oficiaba de altar, aunque sensiblemente más baja. Sobre ella descansaba, inmóvil, un joven, del cual solamente se oía su acompasada respiración. 

Transcurrió un prolongado lapso de tiempo, hasta que el anciano, de largo cabello lacio y poblada barba, con apenas algunos mechones plateados, afirmándose en un rugoso y largo bastón, se irguió lentamente y con pasos vacilantes, se acercó al altar, para luego de pronunciar una larga letanía ininteligible, recibir de manos de una anciana, que parecía surgida de la densa oscuridad del fondo, una cazuela con algún líquido que reflejaba en sus oscilaciones las vacilantes llamas. Cuidadosamente la depositó sobre la piedra en que descansaba el joven durmiente, para luego con suma delicadeza, sumergir la punta de los dedos de ambas manos y humedecerle la frente, el pecho y el vientre. Casi mágicamente, se descorrió el velo del sueño, el joven, abrió los ojos, lentamente estiró sus miembros, como alejando todo vestigio de pereza, dirigió una mirada cargada de agradecimiento y veneración al anciano y lenta pero seguramente, se puso de pie, juntó ambas manos a la altura de su frente y se inclinó reverente, para recién apartar su mirada y emprender a paso seguro el camino hacia la salida.

Recién, cuando hubo salido, Ángeles pareció reparar en nosotros. En un español un tanto arcaico, pero perfectamente entendible, nos invitó a tomar asiento en unos toscos bancos, diciéndole a Gamarra, que tendría gusto en hablar con él.

¡Cuánto apreciaría, tener la suficiente memoria y elocuencia para transcribir el diálogo, que por varias horas, mantuvieron aquellos dos hombres! Tan distintos en sus aspectos, pero ¡con cuánto conocimiento! Trataré de ser lo más fiel en el relato de aquella entrevista y poner en boca de ambos interlocutores las palabras exactas, aunque sé, que nunca serán las correctas. Deberé resumir y quizá el orden sea alterado, además hubieron algunas interrupciones, puesto que Ángeles debió atender varios asuntos de su comunidad, pero si transmito la esencia de lo dicho, habré dado un gran paso.

Era un venerable anciano, aunque no aparentaba vejez, con enigmática sonrisa, dijo: -Cuento tanto tiempo, que en la medida del mundo de afuera, diría que ya he vivido ciento dieciséis años, pero también sé que en menos de cuatro, deberé instruir a El Elegido, en el saber de sanación...- 

Luego de recordar, con sumo cariño al señor William Collins, colega de mi amigo Gamarra, que le hiciera el honor de compartir con su comunidad por varias decenas de días, nos comunicó sin lugar a equívocos, que nos recibía y tendría gusto en develar nuestras dudas, confiado en el compromiso, que mi amigo, le hiciera a El Elegido, de guardar total silencio, sobre su comunidad, preservándola por el mayor tiempo posible, de la contaminación del mundo de afuera.

-Todo lo hablado y conocido en este recinto, será mantenido en absoluta reserva, de manera que vuestra comunidad no arriesgará su intimidad y privacidad, que es nuestro ferviente deseo, se prolongue por mucho tiempo.- Fueron las únicas palabras pronunciadas por Gamarra, para dar paso al largo monólogo de Ángeles, pocas veces interrumpido por nosotros, para pedir alguna pequeña aclaración, tal era la claridad de su hablar y tal, la de sus conceptos.

-Mi pueblo, vino de afuera, pero antes, mucho tiempo antes, viajó por el gran mar, desde las tierras blancas, pasando por las flamas líquidas, donde no hay estaciones y el sol cae sobre las testas y reverberan las aguas. Mis ancestros, fueron expulsados de las tierras blancas, por las hordas salvajes, que asolaron nuestra nación y luego de mucho tiempo de deambular por las desconocidas aguas, llegaron a una tierra, apenas más cálida, pero sumamente estrecha, donde las olas batían por todas partes y el gran cerro ardiente, les dejaba una porción escasa para la subsistencia. Allí vivieron varias centurias, hasta que el fragor de la montaña, fue creciendo y se desencadenó el horror. Dos días estuvo arrojando todas las furias hirvientes, que arrasaron plantíos, caza y poblado. Solamente, en cuatro piraguas, pudieron salvarse de la destrucción, Ángeles y veintiuno de nuestros paisanos, once hombres y diez mujeres.

-La mala ventura de nuestros ancestros, no había terminado.  Como habitaban la costa norte, hacia el norte bogaron. Las peripecias del mar, los llevaron a la tierra de Nightingale, donde encallaron, desfallecientes, en la arena y aún no habían repuesto fuerzas, cuando los tripulantes de un gran velero de la flota de Tristao Da Cunha, los aprehendió como esclavos y junto a un gran contingente de hombres y mujeres de tez oscura, los condujo casi moribundos, a una costa al poniente del gran mar. Allí pasaron  a manos de un amo temible y bajo yugo y cadenas, laboraron largo tiempo, hasta que Ángeles, que había aprendido bastante del idioma de aquellas gentes, consiguió reunir a sus veintiún paisanos y escapar hacia los montes. Deambular por la estepa, en permanente fuga, en búsqueda de la tierra que los ancestros les tenían reservada. Al final llegaron y en este rincón escondido, crearon nuevamente su prole, para vivir añorando las tierras blancas, pero en tranquilidad y paz.
  
-Nuestra comunidad, les parecerá extraña, pero no lo es, simplemente no estamos acostumbrados al contacto con la gente de afuera, solamente nos visita desde hace mucho tiempo, el señor Libanés, que nos trae telas y algunas herramientas, muy pocas, que trocamos por nuestra cosecha de pieles. Viene una vez, cada dos o tres lunas y siempre nos provee de los enseres necesarios. No necesitamos más, nuestra vida es frugal y nuestra tierra nos da sus frutos con toda generosidad. Además solamente le está admitido, dirigirse a El Elegido, quien se encarga de cubrir las necesidades.

-Nuestra raza es muy pura, pero está condenada. Venimos de un tronco común y descendemos de aquellos veintidós ancestros. Las ancianas, llevan el riguroso control de los hombres en edad de reproducir y de las mujeres hábiles, en edad de concebir. Para la conservación de nuestro pueblo, con una natalidad tan baja, las sacras enseñanzas de Ángeles, los anteriores, deben ser respetadas, so pena de nuestra destrucción. También el permanente estudio de las ancianas y ancianos y el mío propio, pueden permitirnos aspirar, a esperar el devenir aún, de varias generaciones.

-Hoy día, nuestra nación está compuesta por dieciocho ancianos, veintiún ancianas, doscientos veintitrés hombres en edad de engendrar, doscientas cuarenta y nueve mujeres en edad de concebir, noventa y dos hábiles  y ciento cincuenta y siete no hábiles por mayor edad, treinta y tres párvulos machos y veintinueve hembras y cuarenta y dos ángeles de pecho; como ven, somos muy pocos, en casi quinientos años, no hemos llegado a los seiscientos habitantes y para desgracia de nuestra raza, en los últimos años, la natalidad ha bajado tremendamente, al extremo que en los últimos diez años nuestra población bajó en treinta y dos habitantes.

-Nuestra frugal dieta, es la mayor bendición de nuestros ancestros. Su sabiduría, nos hizo conocer las bondades de los vegetales, son alimentos y vías de sanación, las carnes magras de nuestra caza y pesca, nos brindan los necesarios complementos, luego la naturaleza pródiga, nos ofrece el resto, agua fresca y abundante y el fruto exquisito de sus plantas.

-Las ancianas, conocen profundamente todas las yerbas, que de sus hojas, tallos, semillas, flores y raíces, extraen y preparan todas nuestras medicinas, que junto a las enseñanzas de nuestros ancestros ayudan a mantener la salud y felicidad de nuestra gran familia.

-Sabemos de los males que aquejan a las gentes de afuera, por lo que no recibimos a nadie que pueda traernos la contaminación, porque pereceríamos en poco tiempo. Cuando el tercer Ángeles, gobernaba nuestro pueblo, recibió una embajada de afuera, que además de traernos extraños males que diezmó la población, sembró el malsano deseo en algunos, de visitar la tierra ignota. Y fueron, pero a poco volvió uno sólo, con la noticia de los horrores que tuvieron que vivir, hasta que la maldad de los extraños, exterminó a sus compañeros y cuando ya veía llegar su propio fin, pudo, en un descuido de sus captores, huir, para regresar con el terror impreso en su rostro y su mente enloquecida, no pudiendo mejorarlo, ninguna de las artes de sanación posibles, sucumbiendo a los pocos días.

-Después, solamente el señor Collins y el señor Libanés, fueron admitidos, porque prometieron solemnemente, guardar el secreto de nuestra existencia.

-Nuestros ancestros, por mi intermedio, único godar, gobiernan nuestra nación. Ellos están representados en el altar, por las figuras cuya forma tomaron, para salir de nuestro lar actual y morar felices en las tierras blancas, despojados de toda cubierta corrupta. Son nuestra guía y centinela y nos transmiten la gran sabiduría. Cuando nuestros cuerpos duelen o están enfermos, nos indican las yerbas con que debemos aliviarlos y curarlos y las oraciones que debemos entonar, para calmar los espíritus atormentados. El Gran Saber, lo transmitimos a El Elegido, pero además está escrito en los Grandes Libros, que nos acompañaron desde las tierras blancas y que siempre fueron enriquecidos con los estudios de todos los Ángeles y son nuestro mayor tesoro, que el Consejo de Ancianos celosamente guarda.

-Además de El Elegido, toda nuestra gente debe saber los himnos y entonarlos, en el gran prado, cuando la luna marca la fecundidad de las mujeres, para rogar a los ancestros, la dádiva de un nuevo hijo. Las mujeres hábiles para concebir, son agasajadas por sus amorosos hombres y la gloria de la danza del amor, llena nuestro pueblo, con sus dulces cánticos.

-El Elegido, puntualmente, todos los días al caer el sol, estudia los Grandes Libros del Saber y el pueblo reverencioso le exime de toda otra labor. Al amanecer, dedica un largo tiempo a meditar las enseñanzas, para recién, cuando el sol se levanta sobre el monte, recogerse a descansar. Su espíritu enriquecido, no necesita demasiado sueño, ya a la tarde, tras comer, está listo para acompañar a Ángeles en el cuidado de su gente.

En aquel momento de su relato, percibimos otra presencia. Es, quien fuera nuestro contacto con Ángeles, es El Elegido, que reclama su atención, para asistir a una mujer que sufre fuertes dolores y espera en un extremo, de la gran oquedad.

Con la naturalidad propia de su gran sabiduría, Ángeles, indicó a El Elegido, que reclinara a la mujer sobre la piedra de sanación, la misma que ocupaba el muchacho cuando llegamos. En el mismo tono de humildad, con que nos hablara instantes antes, pero en el dialecto para mí totalmente desconocido, se dirigió a la enferma, quien a pesar de su sufrir, le contestaba mirándole con veneración y leve sonrisa.

Fueron unas pocas frases que intercambiaron, antes de que Ángeles iniciara con una voz bronca, casi gutural, un cántico monótono, que poco a poco fue transformándose en voces dulces, suaves, que parecían multiplicarse y resonar por todos los rincones de la enorme cueva, como un coro mágico pronunciado por miles de gargantas de tintineantes caireles. En instantes, la enferma, con beatífica sonrisa, se sumía en el más profundo sueño.

Ángeles acercándose al altar, reordenó las figuras, transformando totalmente su anterior ubicación. Parecía un extraño ejército, comandando a su frente, la grácil figura de la doncella con cabeza de sierpe. Las flamas arrancaban destellos del rubí de la lengua bífida y los negros ojos parecían oscilar observando al cuerpo durmiente. Lentamente, varias ancianas le acercaron distintos cuencos y Ángeles, tomando pequeñas porciones de su contenido, las juntaba en un pequeño cazo de madera, con unas gotas de líquido de un perol, machacándolas para formar una pasta grisácea. 

Distribuyó aquella mezcla en varias cazuelas de barro, que luego fue colocando en forma ordenada alrededor del cuerpo de la mujer, le untó con una poción verde, aceitosa, la frente y el vientre, reiniciando su cántico, mientras se volvía hacia el altar.

Como fuegos de artificio, subieron desde los cuencos, en cataratas de flamas, chispero de infinitos colores, hendiendo la negrura de los invisibles techos, en ramalazos de luz ascendente, que mientras bailoteaban parecían aprisionar más negrura, surgida del cuerpo yaciente, para explotar en las altas oquedades con sordos estallidos. El cuerpo se revolvía convulsionado por estertores, pero cuando comenzaron a aplacarse las flamas y el cántico adquiría los tonos de angelical coro, parecía, lentamente dar paso a una dulce placidez.

Cuidadosamente y en total silencio, las ancianas retiraron los cuencos, asearon amorosamente el cuerpo dormido y cuando Ángeles, con delicados dedos, apenas humedecía su frente, daba paso a un despertar aliviado, sin padecimientos.

Se repitieron, casi los mismos gestos que presenciáramos, cuando despertara el joven, que reposaba sobre la misma piedra, cuando entramos al recinto y luego de un breve intercambio de palabras, se retiró la mujer, luciendo una faz aliviada y de plena paz.

Como si lo visto, mereciera alguna explicación, Ángeles, con gestos humildes y voz queda, nos dijo, que los padecimientos comunes de sus paisanas, ocurrían muy a menudo, aunque no pasaban de simples dolores propios de sus períodos lunares, su deber era aliviarlas, para hacer más placentera su vida. Aunque no tan frecuentemente, aparecían padecimientos de cierta gravedad, donde sí, debía extremar su saber, herencia ancestral, de sanación y los profundos conocimientos que las ancianas tenían de las yerbas y su preparación.

Había tratado grandes males, que ocuparon muchos días de su saber y el de las ancianas, a los que siempre estuvo presente El Elegido. 

A pedido de Gamarra, Ángeles dispuso, que mientras atendía otros asuntos fuera de su recinto, El Elegido nos refiriera alguno de aquellos graves casos.

-Se trataba de un párvulo de unos diez años, que con la cabeza rígida, y transido de dolor, sufría terribles convulsiones, destilaba espumarajos blancos por su boca, sus ojos parecían revolverse y los miembros tiesos, parecían duras ramas, agitadas por el más violento vendaval. De esto no hace mucho tiempo, aún está fresco en mi memoria y fue una dura experiencia. El peor mal que le puede ocurrir a nuestro pueblo, es perder una sola vida de su gente joven. Somos muy longevos, pero nuestras mujeres no conciben fácilmente y de ellos depende nuestra supervivencia.

-Ángeles recurrió a su máximo saber y durante dos lunas completas, debió dedicar todas sus fuerzas de sanación, para salvarlo. Todo el pueblo, se unió a los cánticos, uniendo esfuerzos con nuestro godar. Recién al vigésimo noveno día, las llamas pudieron aprisionar la peste y aquella negrura pestilente, estallaba en sordos clamores, en las alturas, sobre la piedra de sanación. Aterraba el dolor que sufría el pobre enfermo, pero ese día, su rostro empezó a sentir la paz del alivio. Estaban calmando sus dolores, pero sus miembros estaban atorados, retorcidos, parecían ramas secas, tan frágiles como las pobres lianas que luego de muerto su árbol de sostén y vida, se desgajan al más suave cierzo.

-Los suaves y continuos masajes de Ángeles, con las pócimas preparadas especialmente, fueron devolviendo lentamente la vida a sus brazos y piernas. Cuando la luna casi completaba su segundo ciclo, recién pudo apoyar sus pies y dejar la piedra, pero estaba muy débil y requería un largo tiempo de muchos cuidados, para fortalecer aquellos miembros, que estuvieron muertos por tanto tiempo. Todos, hombres y mujeres, niños y viejos, tuvieron un momento dedicado a su atención. Felizmente, hoy integra nuestro censo, entre los hombres en edad de engendrar y vive su joven adultez feliz, y presto a retribuir con creces, el amor recibido durante su padecimiento. Tuvo su más dura experiencia de vida, pero en su mirada se descubre el ángel que reside en su interior, quizá algún día pueda cambiar su nombre y ser llamado El Elegido.

¡¿Qué extraña enfermedad habría sufrido aquel muchacho y cuáles los remedios para curarla!? Seguirá la admiración y la incógnita encerrada en nuestra conciencia.

Luego de su relato, El Elegido, a nuestra instancia, nos contó su aprendizaje, junto a Ángeles, breves, pero de una riqueza inconmensurable. Toda su experiencia, está basada en el inmenso amor de su godar, en el profundo respeto a su entorno, la preservación total de su medio ambiente, la vida sana y sin contaminaciones, el acendrado concepto de familia, que impide la copulación entre integrantes de la misma rama genealógica, la discusión permanente de los Grandes Libros del Saber, la comunión con las ancianas, que le transmiten el conocimiento de las yerbas y sus continuos descubrimientos de nuevas aplicaciones.

-Hace algún tiempo, me preparo para el momento, en que nuestro godar, sea llamado a la tierra blanca de los ancestros, que ocurrirá en el transcurso del tercer período de calor a devenir, momento en que seré bendecido con el nombre de Ángeles y ungido con el poder de godar. Debo completar mi preparación con el saber de sanación, me aflige el corto tiempo, pero el consejo de ancianos, las ancianas y el propio Ángeles me animan, con la seguridad de que cuando llegue el momento, podré ocupar su puesto, con toda la sapiencia de los ancestros y seguiré enriqueciendo los Grandes Libros. 

-Ya desde hace mucho tiempo, he conseguido el equilibrio de nuestras cosechas, pesca y caza, asegurando el alimento, he comprendido los intrincados registros que llevan las ancianas de las ramas familiares, he ganado el respeto, amor y aceptación, de todos mis paisanos, como El Elegido, asegurando una transición serena, cuando parta nuestro godar. Ya he comenzado la talla en un duro tronco de lapacho, de la efigie que representa el cuerpo, que tomará su espíritu, para viajar a las tierras blancas y que ocupará su lugar en el altar. Él vigila, que la talla sea perfecta, que represente su cuerpo fuerte y musculoso, capaz de sustentar la pesada testa del gran pez dorado. Su elección fue ésa y en respuesta a sus cánticos, los ancestros aprobaron alborozados, disponiendo de un apacible prado, en un recodo del gran río de las tierras blancas, para señorear por toda la eternidad.

-Ahora, aprendo los secretos de la sanación, últimas enseñanzas para hacerme hábil para mi nuevo rango. Sé, que contaré con la ayuda, de todos los ancestros y seré un buen godar como todos los anteriores y que en el resto de mi tiempo, sabré instruir al próximo Elegido. También sé, que el mundo de afuera nos estrecha y corremos el enorme riesgo de su contaminación, ¡quieran los ancestros, que no precipiten nuestra aniquilación y nos protejan de los terribles males que nos asolarían!

-Nuestro saber, nos ha preparado para el momento de estos extremos, pero también nos ha enseñado, la forma de parecer invisibles, a los ojos de los extranjeros y no despertar sus malsanos deseos de conquistar nuestra tierra.

-Mientras, Libanés nos brinde su infinita bondad, para no delatar nuestra presencia al mundo de afuera, permaneceremos seguros en nuestro reducto. Cuando él parta definitivamente, El Elegido estará preparado, para salir e incontaminado volver, con las pocas provisiones que podamos necesitar del mundo de afuera. Pero sabemos que no podremos mantenernos ocultos por largo tiempo y las miradas curiosas y malsanas terminaran por invadirnos.

Notábamos cierta tristeza en la voz de El Elegido, era conciente de un cercano fin y se preparaba para afrontarlo.

A aquella altura del relato, regresó Ángeles y El Elegido, con profundo respeto, le invitó a que siguiera atendiendo a los viajeros.

El anciano, visiblemente cansado y dado lo avanzado de la tarde, percibiéndose ya, las primeras estrellas, nos invitó a retirarnos a nuestro campamento, allende el río, para al día siguiente, por la mañana, seguir la truncada charla.   

En el camino de regreso al campamento, ni durante la cena, hicimos comentarios sobre los descubrimientos de aquella tarde. Nuestro asombrado espíritu, necesitaba tiempo para comprender la enormidad de aquellos secretos y el silencio era la mejor forma de atemperar tan enorme carga.

Recién a la mañana siguiente, cuando el coro de los pájaros tempraneros daba la bienvenida a la aurora, al igual que nuestros ojos, se despegaron los labios y cambiamos algunas pocas impresiones sobre aquellos sucesos, estábamos ávidos por comentarlos, pero debíamos regresar a la cueva de Ángeles. Muchas interrogantes rondaban nuestras mentes y llegaba la hora de procurar respuestas. Casi en silencio, recorrimos el camino ya conocido.

La primer pregunta de Gamarra, desde la tarde anterior, rondaba mi mente, ¿cómo aún, no habían sido descubiertos?, ¿qué extrañas circunstancias había impedido, que alguno de los miles de hombres que laboraban en las grandes plantaciones forestales, o en los arrozales que extendían sus oleadas de verdor, casi hasta el linde del monte, allende el río y extendían sus tentáculos, como para ganarle tierras y extraer sus cristalinas aguas?, ¿o los pescadores que asiduamente surcaban la corriente en sus poderosos botes?, ¿o los cazadores?, ¿o los simples turistas, que buscan unos días de solaz, en contacto estrecho con la naturaleza?

Ángeles, con una condescendiente sonrisa, casi pícara, nos dio su explicación:

-Los hombres de afuera, han arribado incontables veces a los prados que bordean el río, en la parte baja de nuestra tierra, incluso han merodeado días por la costa, pero a los débiles de espíritu y a los que abrigan sentimientos egoístas y perversos, les está vedado cruzar los túneles del monte bajo. Solamente, Libanés, el señor Collins y ahora ustedes, supieron encontrar el camino correcto. Los túneles del monte bajo, están custodiados por los espíritus de los ancestros, que impiden a los no admitidos, ingresar a nuestra comunidad.

-Cuando algún osado intenta el ingreso, muy pronto debe olvidar sus propósitos. Los ancestros con su leve aliento, cambian el murmullo de la brisa y dentro de los túneles atrona la tempestad, rápidamente tejen intrincadas redes de zarzas tapiándolos, abren nuevos, para cerrarlos a los pocos metros y si es difícil regresar de aquel laberinto, más difícil será continuar. Los que no caen en la locura y deciden la vuelta, serán conducidos por los invisibles ancestros, que les precederán abriendo la maleza en túneles limpios y rápidamente retornan al prado en la costa del río. Pero los temerarios, que lleguen a persistir, son presa del terror e irremisiblemente engullidos por la noche eterna y si consiguen regresar, el horror vivido los alejará para siempre.

-Ellos no volverán, pero habrán más y más que harán el intento y un día no muy lejano, quedaremos al descubierto ante su malsana vista. Ya sobrevuelan los ruidosos aparatos, que escudriñan nuestras posesiones y tememos que alguno, intente posarse en nuestros prados interiores. Sabemos, por las informaciones que nos dieran el señor Collins y Libanés, de las guerras que asolaron el mundo y de las horribles máquinas de destrucción, que poseen los hombres de afuera. Apelamos a la sabiduría de nuestros ancestros, para mantener el velo que nos cubre, cuando se acercan agitando sus ruidosas aspas y no puedan percibir nuestra existencia. 

Aquellos, eran nuestros primeros conocimientos directos, de los habitantes de la perdida isla. Nos esperaban muchas sorpresas. La primera fue la invitación de Ángeles, para trasladar nuestro campamento de allende el río, al prado interior, frente a su recinto. De esa forma no llamaría la atención a los que asiduamente surcaban el río y nos daba la posibilidad de compartir su vida por el tiempo que quisiéramos. Otra fue el permiso expreso, para acompañar a El Elegido, en algunas sesiones de aprendizaje de los secretos de sanación.

Nuestra respuesta, como era de esperar, fue de aceptación y prontamente en varios viajes del gomón, cargamos nuestros petates a la orilla interior y con la ayuda de El Elegido y otros dos hombres de la comunidad, en una pequeña gruta natural disimulamos con ramas y follaje la camioneta, dejándola a buen resguardo y alejada totalmente de ojos curiosos.-

Empezamos una vida increíble, intensa, fascinante, como nunca hubiéramos imaginado.

El contacto con los demás integrantes de la comunidad, fue nulo, no fue posible quebrar el mutismo. El Elegido, apercibido de nuestros esfuerzos, terminó con todas las expectativas, al advertirnos que no solo no nos comprenderían, sino que simplemente la concepción ancestral, les inhibía de todo interés en comunicarse, con simples habitantes del mundo de afuera.

Nuestros únicos interlocutores eran Ángeles y El Elegido, pero ¿qué más necesitábamos, cuando en aquellos dos hombres se reunía la sabiduría de siglos de su raza?

Solamente, el tener acceso a los Grandes Libros, que Gamarra, luego de algunos tropiezos pudo interpretar, puesto que estaban escritos en danés antiguo, abrió nuestra mente a mundos insospechados. 

Miles de folios, de grandes dimensiones, escritos con cuidada caligrafía, donde podían apreciarse distintas manos de distintos escribas, poco a poco nos introducían en una historia fantástica, por momentos, alucinante, pero siempre llena de amor y solidaridad. 

Los siglos de paz en las tierras nórdicas, en el inmenso reino blanco, hasta la llegada de las hordas bárbaras. La diáspora, la travesía de un mar desconocido y amenazante, el asentamiento en la lejana isla del ignoto sur. La catástrofe que asoló su segunda patria. Nuevamente el mar y la incertidumbre. El agobio de verse esclavos. La huída y la nueva patria. Todo... y siempre, la eterna pregunta: ¿a qué lejanas tierras habrían llegado sus hermanos? ¿Aún habría vestigios de su existencia? ¿Su raza estaba condenada a la extinción?

Nadie tenía respuesta a aquellas terribles interrogantes.

Pasábamos de la lectura de los Grandes Libros, a las largas charlas con el anciano godar o con su futuro sucesor.

Por momentos, parecía que ambos tenían urgencia de contar, todos los pormenores de la rica historia, como si presintieran su pronto fin. No temían la muerte, sabían que era el momento de reunirse con sus ancestros, pero anhelaban que su raza perviviera.

Permanecimos en el campamento del prado interior, catorce semanas completas. Nuestra vida rotó permanentemente alrededor de aquellos dos hombres, dentro de la oquedad de piedra o en el prado, a la sombra fresca de la fronda. Presenciamos los ritos de alabanza a sus ancestros, los cánticos de los días fecundos de sus mujeres, en  ruego de la dádiva de un nuevo hijo, curaciones de niños y ancianos, hombres y mujeres. Vimos como El Elegido se impregnaba de los conocimientos de sanación, como su faz adquiría a cada momento, más paz, por la certeza de llegar al día indicado, con todo el saber.  

También presenciamos un momento de gran tristeza y recogimiento. A temprana hora, cuando recién despuntaba la aurora, El Elegido dirigía a un grupo de hombres jóvenes, en la erección de un gran túmulo de madera, en el extremo más alejado del prado interior, mientras que se percibía gran trajinar en el recinto de Ángeles. Las ancianas, con sus pasos menudos y rápidos, como en procesión, acercaban cuencos de distintas formas y tamaños a la saliente del altar, que se prolongaba por un par de metros hacia el fondo, que quedaba oculto a la entrada.

Al acercarnos, pudimos ver y aquilatar la inmensidad del dolor. Sobre aquella saliente, descansaba plácidamente un anciano, que a pesar de su inmovilidad, se percibía su tranquila, aunque sibilante respiración.

El Elegido, al vernos entrar en el recinto, presto, fue a darnos noticias del acontecimiento:

-Ángeles, prepara a nuestro padre, que antes de la caída del sol, se reunirá con los ancestros. Su padecimiento no tiene posibilidad de sanación y su tiempo termina. Hoy será un día de felicidad, porque volverá a las tierras blancas, pero también de profundo dolor, porque se aleja de nuestra presencia. Él nos engendró y guió nuestros primeros pasos y hoy debo ayudarlo a recorrer el camino sin retorno. Al caer el sol, su espíritu volará con los ancestros y cuando las estrellas luzcan en su máximo esplendor, las llamas consumirán su carne corruptible, convirtiéndola en chispero que recorrerá los senderos del cielo, para darnos más luz desde las alturas.

La tranquilidad con que nos relataba aquellos próximos momentos, sin disimular la profunda tristeza que embargaba su espíritu, lo elevaba a un extracto o nivel superior. Ni Gamarra, ni yo, atinamos a decir nada, aquellos hechos, superaban nuestra capacidad de asombro.

Absortos presenciamos como el anciano yacente, poco antes del ocaso, abría sus enormes ojos opacos, pero de intenso color cielo y trabajosamente se asía de la mano de Ángeles, oprimiéndola tiernamente, para luego volver a cerrarlos y sonriente, dejar escapar su espíritu, que entre el coro de todos los Ángeles, se unía definitivamente con sus ancestros. 

Todo el pueblo, se reunió desde tempranas horas de la tarde, frente a la entrada del recinto y cuando se ocultaban los últimos rayos dorados, sumergiéndose en el verde oscuro del monte, entonaron su cántico de despedida. Todos desfilaron transidos de dolor, frente al cuerpo, velándolo, hasta que las estrellas lucieron su intenso fulgor.

Entonando aquel himno de dolor y alegría, en recogida procesión, acompañaron el cuerpo, que sobre una gruesa estera de madera, cargaban cuatro hombres. Con infinito cuidado lo descargaron sobre el túmulo y Ángeles y El Elegido, encendieron la pira.

El alegre chisporroteo de la leña seca, se esparcía en torrentes chispeantes hacia el cielo, trazando caminos de luces que se confundían con las estrellas. Varias horas demoró en consumirse la leña con su preciosa carga. Nadie se apartó de su lugar, nadie menguó la entonación de los himnos y cuando nuevamente se doraba el cielo por el oriente, leves columnas de humo bailoteaban sobre los escasos rescoldos.

Todo el día velaron las cenizas y al ocaso entre todos, las esparcieron en el linde de la escarpa. El Elegido, había recogido un pequeño puñado gris, que amorosamente introdujo, por un pequeño hueco de la talla de madera, que tendría su lugar en el altar. Allí terminaba la ceremonia, el anciano había partido, la comunidad debía seguir construyendo su vida.

Nos recogimos en nuestra carpa, silenciosos, la experiencia había sido demasiado fuerte, el día siguiente, serviría para mitigar nuestro pasmo. 

Gamarra, había decidido regresar en la próxima semana y así se lo había comunicado a Ángeles. Los acontecimientos de los dos días anteriores, quizá atrasaran en algo nuestros preparativos, pero no restaba más que revisar algunas notas y disfrutar de la vida placentera en aquel verdadero paraíso. Nuestras provisiones, seguían casi intactas, habíamos compartido la vida frugal de aquellas gentes y nos sentíamos fuertes, mental y físicamente. Aquel aserto confirmaba, que se podía vivir en aquel aislamiento, con plenitud y sin sobresaltos, que aquel pueblo vivía plenamente feliz.

Llegó el día de la partida y tuvimos conmovedoras muestras de cariño, tanto de Ángeles como de El Elegido, también las ancianas y ancianos, salieron de sus recintos, para acompañarnos hasta más allá de los montes bajos.

Se nos había permitido acceder a su seno, porque no abrigábamos malos propósitos, era imperioso honrar aquella confianza, si revelábamos algunas experiencias, jamás revelaríamos el emplazamiento del lugar ni sus accesos.

El secreto estaría asegurado.

Pasaron varios días, para recibir el primer e-mail de Gamarra. Me comentaba su contacto con William Collins y su próximo viaje a Irlanda y me anunciaba, que a su regreso, posiblemente me invitara, a emprender una nueva excursión. ¿Igual destino?

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                                                                            Libro 2

Los casos de Oscar























1

Marchandise

El llamado no había sido muy explícito en detalles, la señora Rita, últimamente utilizaba a menudo, el número de la Central, a tal extremo que más de un detective, cuando tomaba notas de sus palabras, haciendo acopio de paciencia, no disimulaba el gesto de fastidio, mientras tecleaba en su terminal, ingresando los datos.

La noche neblinosa y fría, no se mostraba nada cautivadora, para lanzarse a la calle, a verificar nuevamente, si en la propiedad de la anciana, habría irrumpido algún ladronzuelo, en las instalaciones de servicios de la mansión, o simplemente el viento, había causado la alerta, al desprender alguna rama de los añosos árboles, o batir alguna ventana mal cerrada.

Oscar, con su figura espigada y su andar nervioso, con el cuello de la gabardina cubriéndole parte de la cara y la visera de su infaltable gorra, protegiéndole la frente y los ojos, de los azotes del chubasco, que como frías saetas parecían clavársele en las mejillas, recorrió las cuatro largas manzanas, que distaban de la Central a la mansión. Las dos primeras, contaban con la protección de algunas marquesinas, pero las restantes, solo las rejas y muros descarnados, le obligaron a poner cara, al rigor del clima.

A su llamado, no hubo una respuesta inmediata, aunque en la planta alta del ala izquierda, a los pocos minutos se encendieron las luces, iluminando los pesados cortinados que cubrían parcialmente las ventanas. Ya sabía, después de tantas visitas a aquella residencia, que allí estaban las habitaciones personales de la dueña de casa. Luego de unos diez minutos, recién percibió el leve sonido de las llaves y el rectángulo de luz se proyectó sobre el pasillo donde el Oficial, aguardaba pacientemente, sabedor de la lentitud propia de la anciana y confiando que fuera, una nueva visita de rutina.

La cara desencajada de la señora Rita, expresaba tal pavor, que Oscar dio un respingo, apercibido de que las cosas no eran nada normales. Sin mediar palabras, con un gesto le indicó que pasara.

Un poco atrás, también con cierta inquietud reflejada en el rostro, la mulata, que se desempeñaba como dama de compañía. Una leve inclinación de cabeza, acompañó el “buenas noches”, del Oficial, cuyos habituados ojos recorrieron en esas fracciones de segundos, el amplio salón, de costoso mobiliario, aunque recargado de tapices, cuadros y adornos de épocas diversas y distintos orígenes, bastante difícil para un lego en arte, ubicar la escuela correcta, aunque se debía reconocer inmensos valores.

Lo único anormal, a los ojos del detective, eran los pequeños charquitos que a intervalos regulares, como dejados por pisadas de zapatos mojados, pero aparentemente limpios de barro u otros elementos, atravesaban el recinto, perdiendo tamaño, hasta luego de leves gotitas, desaparecer completamente, al lado de un enorme sillón, debajo de una gran pintura, que se veía, algún centímetro desplazada de la ubicación correcta, mostrándose apenas inclinado.

La dueña de casa, e incluso su empleada, oyeron a pesar del ulular del viento, un leve ruido en la planta baja de la residencia y notaron al bajar, aquel rastro de agua, que motivó la llamada a la Central. Mientras la empleada dejaba la fuente con el vaso de medicamento, que tomaba su ama, y le cubría la espalda con la bata, transcurrieron un par de minutos, hasta llegar a la puerta de la habitación, decididas a bajar, a identificar el origen del ruido, cuando oyeron nítidamente un sonido metálico, como el “clic” del muelle de una cerradura cuando se cierra.

-Además de los ruidos, ¿notaron la falta de algo, algún destrozo, algo fuera de su lugar común?- Inquirió el oficial a las damas.

No pronunciaron ninguna respuesta, solamente la anciana con la mirada y un gesto, indicó los rastros húmedos.

-Esa pintura, está en su lugar correcto?

-Sí,... parece que sí,... aunque está inclinada,... algún plumerazo de ésa, o algo así,... es de lo más atolondrada...

Oscar, cuidando no pisar el rastro húmedo, se acercó a la pared, para observar detenidamente el cuadro, sin hacer ningún comentario, llamó desde su celular a la Central, requiriendo un equipo de técnicos para peinar la zona, aclarando que quería un minucioso peinado y recalcando: -todos, con todos los equipos y es urgente, hay algún rastro, pero hay que proceder enseguida... No, no hay víctimas, pero no se olviden, es urgente.

A los pocos minutos, llegaron en dos camionetas, un equipo estándar ampliado, como decían en la jerga propia de la Central.

La anciana, miraba con los ojos desorbitados, aquel tropel que tomaba por asalto, la planta baja de su casa, interrogando con la mirada a Oscar, como en demanda de una aclaración, puesto que su imaginación, no alcanzaba a discernir el motivo, de tanto alboroto.

Oscar, simplemente la tranquilizó, diciéndole que tomarían algunas fotos y buscarían alguna pista para aclarar el misterio de aquellos pequeños charcos. Charcos que a ojos vista desaparecían, dejando una tenue mancha, que únicamente, los ojos expertos y la tecnología podrían ver y explicar.

Un obeso y calvo investigador, después que sus compañeros “peinaron”, la zona inmediata a la pared, que sostenía la pintura, armado con una enorme lupa, miraba y remiraba la obra, como si fuera todo el trabajo que tenía para realizar en su vida, bajo la atenta mirada de Oscar. Varias veces encendió una pequeña linterna, dirigiendo el fino rayo de luz, a lugares determinados de la obra. Finalmente, luego de mover ostensiblemente la enorme bola de su cabeza y lanzar un sonoro y largo bufido, como de un toro dispuesto a atacar y tras mirar a Oscar, se dirigió a la señora Rita, para preguntarle, si tenía en la casa, algún registro o documento que certificara la autenticidad del cuadro. 

La anciana blandiendo el enorme manojo de llaves, se dirigió a una pequeña sala, cuya puerta se abría en el extremo izquierdo del salón, para luego de abrir el cofre, disimulado tras un tapiz, volver con un certificado expedido por un experto del Museo del Prado en España, donde se declaraba tal autenticidad.

La rápida mirada del técnico, parecía no ameritar el desplazamiento de la anciana, por lo menos ella, así lo murmuró.

Mirando a Oscar, solamente dijo: -Es una copia, se llevaron el verdadero, mi misión termina aquí,... me voy a dormir, mañana le paso un informe por escrito...- Sin más, se dirigió a la puerta de entrada, dando un gran rodeo, para no interferir con el trabajo que realizaban, el resto de sus compañeros.

Luego de varias horas de trabajo, volvió el silencio a la mansión, quedando como mudo testigo del trabajo policial, solamente un gran film de polietileno cubriendo un ancho espacio sobre las leves huellas del intruso. Sí, del intruso, eso había quedado muy claro, se trataba de un hombre quizá bastante grande o pesado, calzando botas o botines de suela de goma del número 43 o 44, que no estaban tan limpias como aparentaba al principio, sino que dejaron una gran cantidad de rastros, que serían procesados en la Central.

Oscar, pidió a la señora Rita, que en lo posible no pisaran el nylon, porque tendrían que realizar nuevos análisis al día siguiente, cuando tuvieran los resultados primarios.

La señora Rita y Blanca, la mulata, no salían de su asombro y por más que miraran la pintura, no notaban la más mínima diferencia, con la que colgaba durante ese mismo día, en aquel lugar. La anciana, quizá por sus evidentes carencias visuales, porque conocía mucho de arte, Blanca, por su ignorancia sobre el tema.

A media mañana, Oscar, saboreando un café, servido solícitamente por Blanca, en una amena charla con la dueña de casa, la estaba sometiendo al más sutil interrogatorio, que en poco tiempo revelaría varios cabos, que darían inicio a posibles líneas de trabajo.

-¿Visitas?... muy pocas, algunas de mis amigas a tomar el té y nadie más...

-En los últimos días,... ¿pero antes, algún extraño, alguien que se interesara por sus cuadros, o algún visitante que llegara aduciendo algún pretexto, como que se hubiera equivocado de casa o familia, algún antiguo conocido o amigo de su difunto esposo, un viejo amigo de la casa?... cualquier cosa puede servir de orientación, por favor piense, trate de recordar y si recuerda algo, llámeme.

Cuando el oficial, le acercaba una tarjeta en la que constaba su número privado en la Central, la anciana tuvo el fugaz recuerdo.

-Sí,... pero ya hace como cuatro meses,... no, no me haga caso.

-Igual, dígamelo.

-Bueno, no recuerdo el nombre, pero era un hombre muy elegante, con el pelo plateado, aunque parecía bastante joven, que dijo ser amigo de Julio, que hacía muchos años que no se veían y aprovechando su pasada por la ciudad, había llegado para darle un abrazo y tomar un coñac juntos. Se mostró perplejo, al enterarse del fallecimiento de Julio y parecía no encontrar palabras,... estaba tan afligido el pobre,... no sabía como expresarme su pesar, no paraba de citar momentos que pasaron juntos, que cuánto lo sentía. Sabía tanto de Julio, que no tuve ninguna duda, de que fueron íntimos amigos.

Oscar, escribió algunas notas en su pequeña libreta y después de varias preguntas sobre la fisonomía del extraño visitante, le dijo que más tarde le traería algunas fotografías, para que ella las mirara, por si encontraba al amigo de Julio, entre ellas.

Dos compañeros de Oscar, especialistas en tráfico de obras de arte, no habían estado ociosos. Habían pasado los datos de la obra, a varias galerías,  hablado con coleccionistas, comunicado el hurto a todas las delegaciones radicadas en aeropuertos, puertos, terminales de trenes y autobuses, en pocas palabras, habían extendido una red en todas las fronteras y lugares de salida, que aseguraban que la obra no saldría al exterior del País. Para transportar aquella obra, había que tomar una serie de providencias, que no se realizaban en unas horas, sino que la estrategia lógica, llevaría algunas semanas y los investigadores, tenían motivos sobrados, para estar seguros, que el destino final era, algún esnob coleccionista privado, de enorme poder económico, cuya residencia no estaba dentro de fronteras.

El estricto secreto de la investigación, cubría con seguridad, la ausencia de la prensa, que podría alertar a los implicados en el hurto. Si bien una sola persona, ingresó a la mansión, obligatoriamente debía estar respaldado por un gran equipo de logística, para llevar a cabo la totalidad de la “transacción”.

Solamente seis fotografías, fueron desplegadas, ante los ojos de la señora Rita. Cuatro, quedaron a un lado, totalmente descartadas. Las restantes, recibían, alternativamente la mirada de la anciana, pero no podía identificar a su visitante. Una, el bigote no era igual, la otra, ese lunar no lo recordaba.

Oscar, puso sobre las fotografías unas finísimas láminas, que parecía por arte de magia, esconder el lunar en una y el bigote en la otra. Nuevas láminas fueron superpuestas, cambiando el bigote una y otra vez, hasta que al fin surgió nítida, tal como lo recordaba. Aquel era su visitante, íntimo amigo de su difunto esposo.

Quizá, nunca había cambiado una sola palabra con el difunto, pero conocía muchos detalles de su vida, suficientes para convencer a la dama, de la entrañable amistad que les había unido, dándole tiempo suficiente para con la visión fotográfica, que la policía de muchos países le reconocían, registrar la valiosa colección de arte de aquella mansión.

Se trataba de un hombre de cincuenta y dos años, elegante, de poco más de un metro sesenta y cinco, delgado, pelo totalmente cano, que resaltaba su exquisita presencia, dándole un tono de respetabilidad, traficante reconocido por muchos policías del mundo, de gran habilidad, que le había tenido siempre fuera de cualquier celda. Nunca, ningún investigador, con el mayor despliegue de recursos y tecnología, había tenido nada convincente, para que un juez lo mandara entre rejas, aunque se había enfrentado con muchos jurados, seguía libre.

La pista, parecía la correcta y la investigación se centraría en aquel hombre, que lógicamente no era el ladrón material, sino el cerebro de la organización.

Efectivamente, hacía cuatro meses y medio, había ingresado al País y luego de tres días de permanencia en un hotel céntrico, se inscribía en los registros de migraciones, su salida.

La fotografía, retocada, a fin de ajustarla a las facciones que lucía en aquel momento, fue exhibida a empleados del hotel. Varios, lo reconocieron sin ningún tipo de dudas, dado que no era la primera vez que se hospedaba en el establecimiento, pero además del simple reconocimiento no pudieron aportar datos de valor policial.

Pacientemente, Oscar fue, una y otra vez al hotel, a conversar con distintos empleados, que por sus ocupaciones, podrían haber tenido más contacto con el huésped y aportar alguna información valiosa. Aquella constancia, finalmente dio sus frutos. El conserje que bajó el equipaje del viajero, recordó la extraña presencia en la suite, de un hombre de por lo menos un metro ochenta y quizá unos cien kilos de peso, vistiendo un saco azul marino, con botones dorados y que lucía en uno de sus extrañamente finos dedos, un enorme anillo de sello de oro. Luego de bajar los bultos, el viajero y su visitante, permanecieron en un rincón del lobby, lejos del tránsito de pasajeros, sentados, conversando, mientras tomaban unas gaseosas, que el mismo conserje les sirviera. Al verter la bebida en el vaso, que el visitante acercaba, para facilitar la tarea a través de la amplia mesa ratona, fue cuando notó la ostensible joya y el contraste de la fina mano, con el voluminoso cuerpo. Había aparecido otra pieza del rompecabezas, aunque la solución aún estaba muy lejos.

¿Quién sería el extraño visitante? ¿Cuál la relación, que le unía al hábil  traficante? ¿Sería el autor material del hurto? ¿Cómo había accedido a la casa? ¿Cómo había obtenido las llaves adecuadas? ¿Habría más cómplices? ¿Quiénes eran y donde estaban? ¿Tendrían alguna relación con alguno de los integrantes del personal de la señora Rita?... Muchas preguntas y ninguna respuesta.

El retrato hablado del visitante del hotel, fue comparado con los archivos policiales, pero no se encontró ningún registro de persona parecida.

En la última visita al hotel, el conserje le comentó como algo sin mucha importancia, que al cargar el equipaje en el taxi, que llevaría al aeropuerto al huésped, su visitante subía en una camioneta Toyota doble cabina, de color gris oscuro, bastante nueva, pero con el faro izquierdo roto y una visible abolladura en el guardabarros del mismo lado.

-No, no recuerdo la matrícula... aunque no era de Montevideo, creo que la primer letra, era F o E, pero no estoy muy seguro y el resto ni idea.

Ya en su despacho, Oscar, analizaba nuevamente, los informes sobre los elementos encontrados, en el “peinado” del salón de la señora Rita. Un pequeño trozo de cabello negro, cuyo corte transversal lo mostraba ovalado, notoriamente más plano en uno de sus lados, se trataba de un pelo bastante rizado, que incluso podría ser de Blanca. Un pequeño trozo de aguja de pino, un trocito de grava color coral pálido, pequeñas partículas de tierra del mismo color y muy pocas cosas más.

Cuando mantenía en alto, la pequeña bolsa de polietileno, que contenía el trocito de grava, observándola, tratando de desentrañar el misterio de su origen, puesto que estaba seguro de que no pertenecía a ningún camino o carretera de ripio cercana, el vibrar del timbre del teléfono, le obligó a dejarla junto con las demás.

-Oscar le tengo noticias, la Toyota que estuvo estacionada frente al hotel, posiblemente la tengamos localizada. A dos cuadras, uno de mis muchachos le levantó una boleta de advertencia, conminando al conductor, a que reparara el faro roto, antes de salir de la Capital, dejando en la boleta una observación: “en tránsito al interior”. La matrícula es FBD 04264, de Rivera.

Recién, el detective encontró la conexión. Hacía algunos meses, a pedido de colaboración de la Policía de aquel departamento, había viajado a Minas de Corrales, donde sí, había muchos caminos y carreteras pavimentadas, con aquella gravilla de color coral pálido. Su hombre, era riverense, o por lo menos el vehículo, siempre que la chapa de matrícula fuera auténtica.

Al pedido de informes, desde Rivera se le comunicó que la camioneta ya estaba localizada y que había sido registrado su hurto, el día que fue vista en Montevideo, pero había aparecido a los dos días, en un camino apartado, en la periferia de la ciudad brasileña de Santa Ana, con el farol roto, más otras averías, por lo que el caso desde la órbita policial, había quedado cerrado.

Urgía trasladarse al norte, para ver la camioneta y tratar de obtener alguna pista, a pesar del largo tiempo transcurrido. 

El vehículo, ya estaba reparado y lucía flamante, con mucha deferencia, su propietario, aceptó una revisión minuciosa. Oscar, casi sin esperanzas, observaba a los técnicos que hurgaban en los más escondidos lugares de la cabina, tratando de encontrar algo. Al fin, dos trozos de cabello enganchados en la anilla superior del cinturón de seguridad, muchas pequeñas gravas coral pálido, un botón dorado con una pequeña ancla en relieve, en la corredera de la butaca del conductor, que el dueño aseguró no le pertenecía, una huella dactilar en el soporte del espejo retrovisor y nada más.

Ya en su despacho, Oscar recibió el informe de la huella, pertenecía a un pianista riverense, que aparentemente se ganaba la vida, tocando en un par de orquestas. Un hombre reservado, poco conversador, sin amigos conocidos, que curiosamente, ostentaba una forma de vida, bastante más cara que un pobre artista.

Ameritaba una visita y nuevamente Oscar tuvo que emprender el viaje. La vivienda no era nada modesta y en la cochera había un auto VW del 95, modelo Golf. Negó haber viajado y se mostró extrañado por la huella que decían haber obtenido en la Toyota, que tampoco conocía. Fue una visita, poco fructífera, aunque el detective no se mostró desalentado.

Desde una cabina pública, llamó al recién visitado, tratando de disimular la voz, se identificó con el nombre del cano traficante. En la jerga policial, el hombre “mordió el anzuelo” y sin mediar más palabras del Oficial, con voz que denotaba su estado de nervios, dijo: -Acaba de visitarme un policía de la Capital, averiguando si yo había viajado a Montevideo en los últimos días, sin darme explicaciones de qué buscaban, pero me temo que sea algo del cuadro, así que quiero mi parte hoy mismo, cobro y me rajo...- Por contestación, escuchó solamente el clic, al ser cortada la comunicación, por su interlocutor.

Aunque no era ninguna prueba, había una confesión y estaban sobre la pista correcta.

La policía de Rivera, haría un seguimiento del pianista y estaría en contacto permanente con Oscar.

El paso siguiente, era localizar al traficante, que debía estar en algún hotel de Montevideo. Se recorrieron varios sin ningún resultado, no estaba en la ciudad, había que ampliar el radio. 

En la sala, a cuyo interior se abría la puerta del despacho de Oscar, era toda actividad, algunos trabajan frente a sus computadores, otros revisaban expedientes, otros ojeaban como al descuido los periódicos del día. Allí surgiría la solución. Uno de los que revisaban los periódicos, entró blandiendo un ejemplar: -Tu hombre, Oscar, aquí, creo que no me equivoco.  

Una famosa diva de la televisión, cenando con su pareja en un restaurante de Priápolis, atrajeron al fotógrafo que captó la imagen, donde en una mesa alejada, entre una columna y otro grupo de personas, aparecía el rostro del traficante de nívea cabellera.

En poco más de una hora, ya estaba localizado en el Hotel Argentino, donde se establecía una estricta, aunque discreta vigilancia, en espera de la llegada de Oscar.

Estaban localizados, el ladrón material y el intelectual, pero no se podía precipitar, aún no había ningún rastro de la obra de arte, por lo que de la vigilancia de ambos implicados, dependía la única posibilidad, de resolver el caso.

El traficante no había registrado su entrada al País, en ninguna terminal, por lo que se deducía que lo había hecho por vía terrestre y en vehículo particular, quizá por Rivera, Artigas o Chuy, donde era muy fácil eludir los controles.

Las acciones del equipo de Oscar, no se limitaron a la vigilancia de los dos delincuentes localizados, sino por el contrario, fue el disparador para realizar una serie de contactos con la policía estadual de Brasil y con Interpol, que poco a poco comenzaron a enviar distintos informes. Desde Santa Ana, Brasil, llegó una muy jugosa información sobre “El Pianista”. Lo tenían fichado por allanamiento y hurto, aunque su permanencia en prisión se redujo a unos pocos días, por no habérsele probado la participación activa en los hechos. Se sabía sí, que “El Pianista”, era experto en cerraduras, no existiendo secretos para su habilidad de abrir cualquier tipo de combinación, con o sin alarma, realizando con limpieza y maestría la apertura de cualquier cofre o caja de seguridad. Con un pequeño bagaje de herramientas electrónicas, tarjetas plásticas y finas ganzúas, no había cerradura que se le resistiera. Además de abrirlas, salvo algunas cerraduras antiguas, las cerraba luego de realizado el trabajo, como si usara las verdaderas llaves, sin dejar la más mínima huella. Indudablemente se trataba de un verdadero especialista.

Con este informe de la policía brasileña, se develaba la respuesta a una pregunta que había rondado insistentemente en la mente de Oscar. De las tres cerraduras que aseguraban la puerta principal de la residencia de la Sra. Rita, una, según manifestaran sin dudas, tanto la anciana como su doncella, estaba abierta cuando llegaron a la puerta, mientras que las otras dos cerradas, no presentaban ninguna anomalía. Sin embargo estaban seguras también, que una media hora antes, habían sido cerradas las tres por la muchacha y verificadas por su ama.

La cerradura, no cerrada, se trataba de un viejo mecanismo, por cierto de muelles muy pesados, que se accionaba con cierta dificultad con una gruesa llave de bronce, que producía un doble chasquido al encajar en el muelle y luego al girarla. Quizá la ganzúa utilizada por “El Pianista”, había encajado en el muelle pero no era lo suficientemente robusta para moverlo. Ése, debió ser el ruido que alertara a las damas.

Mientras Oscar, analizaba los hechos con esta nueva perspectiva, en Chui, la ciudad brasileña hermana del Chuy Uruguayo, un agente de Interpol, había localizado una persona, probablemente implicada en la operación, puesto que había sido visto con el canoso traficante, haciendo varias vistas en aquella ciudad, la tarde anterior al asalto.

El sabueso de la Interpol, en pocas horas había reconstruido paso a paso las actividades de la pareja, llamando poderosamente la atención el hecho de que en la tarde, visitaron en tres oportunidades una lujosa mansión, en las afueras de la ciudad, rodeada de altos muros y un enorme portón enrejado accionado electrónicamente desde el interior. Desde la avenida que cruzaba por su frente, no se veía más que una senda muy bien pavimentada entre los setos y una pequeña parte de la construcción, permaneciendo el resto oculta por la fronda del cuidado parque.

La información complementaria, recogida por el agente, establecía que la mansión pertenecía a un comerciante en confecciones, instalado en la avenida que hacía de frontera Uruguay-Brasil, la misma que separaba Chuy de Chui. Era un floreciente comerciante, reconocido en su entorno, como un viajero incansable. Sus frecuentes viajes al exterior, lógicamente no eran requeridos por su actividad comercial, siendo según sus manifestaciones, simplemente de placer.

Si bien sus amistades, nunca habían manifestado reparos a tales motivos de viajes, Interpol sí, le tenía bajo la lupa. La excelente actividad comercial, no alcanzaba para financiar tantos viajes, aunque hasta la fecha no habían podido desentrañar tal misterio. El agente encargado del seguimiento de las actividades extra comerciales, del extraño viajero, no tuvo dificultades para reconstruir aquella tarde e informar de sus resultados a Oscar.

Poco a poco, aparecían nuevas piezas, para armar el complicado rompecabezas y sobre el escritorio de Oscar, la pila de documentos se agrandaba visiblemente.

La pista Chui, parecía completar un triángulo muy interesante, aunque la principal interrogante, seguía sin respuesta: quien y como había realizado la copia casi perfecta de la pintura. La memoria fotográfica del traficante no era suficiente, salvo que durante su visita hubiera obtenido varias fotografías de la misma, cuestión arto difícil, en virtud de que en ningún momento permaneció en solitario dentro de la mansión, salvo que contara con alguna mini cámara, disimulada, que le permitiera realizar las tomas, frente a la dueña de casa, sin que ésta se apercibiera. Sobre esa única base, debía investigar.

Efectivamente, existían, aunque no disponibles en plaza, pequeñísimas cámaras digitales, que podían disimularse en un broche de corbata e incluso en un botón. Si existía esa posibilidad, imposible resultaba rastrear el origen del minúsculo ingenio, si no se vendían en el País. A pesar de ser una información poco relevante, para Oscar, no podían quedar cabos sueltos, puesto que su metódica investigación así se lo exigía. Quedaría esa cuestión, por ahora sin resolver, aunque jamás olvidada.

 La información de Interpol, decidió a Oscar, a realizar una visita a la frontera Chuy – Chui, para sobre el terreno, buscar alguna conexión, no detectada por el agente brasileño, o simplemente para cambiar impresiones con el mismo, que pudieran aportar pistas, para abrir alguna nueva senda de investigación.

En ninguna de las dos localidades, existía un artista que pudiera realizar una copia tan perfecta de una obra de arte, aunque un pintorcillo, más de brocha gorda, que de arte, había recibido en su “atelier”, hacía aproximadamente unos cuatro meses, la visita del comerciante fronterizo, investigado por la Policía Internacional, desapareciendo al día siguiente por más de dos meses. Una consulta a Migraciones brasileña, aportó algunos detalles de la salida y posterior entrada al País, resultando que el casi miserable pintor, había realizado un viaje turístico a París. Arto difícil de digerir por los investigadores. Evidentemente se había encontrado una pieza clave en aquel embrollo. Con toda lógica, pensaron que ese viaje misterioso a París, podía ser clave para localizar al artista falsificador, aunque por el momento, centrarían la investigación, en los dos hombres, vecinos de las ciudades hermanas.

Cuando Oscar recibió la información de que el comerciante brasileño, era propietario de una chacra cercana a la barra del río Chuy en territorio uruguayo, no tuvo dudas, de que aquel era el sitio, donde esperaba su destino final, la pintura de la señora Rita. Sin precipitarse, estableció una discreta vigilancia. En el establecimiento lindero, que ocupaba una buena cantidad de operarios en la cosecha, colocó a su hombre, que como obrero rural resultaría un desastre, aunque sus ojos estaban pendientes de cualquier movimiento en la casa vecina.

Para una chacra de recreo, se desarrollaba demasiada actividad, llegaban y salían vehículos asiduamente, extrañando sobremanera al investigador de Oscar, la presencia de dos hombres luciendo polos azules, bastante holgados, que no alcanzaban a disimular los bultos de sus armas, que invariablemente abrían o cerraban el portón de entrada cada vez que un vehículo debía atravesarlo.

Aquel dato, decidió a Oscar, gestionar la orden de allanamiento y al día siguiente, apenas salido el sol, aparcaron frente a la chacra cuatro vehículos policiales, con un pequeño ejercito de uniformados. 

Al forzar la cerradura del portón se disparó la alarma, pero cuando apareció el primer esbirro, ya los uniformados habían tomado las posiciones estratégicas, que impidieron el mínimo intento de resistencia.

Oscar, exhibió la orden judicial y sin más trámites, ordenó se desarmaran e inmovilizaran a los cuatro habitantes actuales de la chacra, procediendo seguidamente al inicio de su inspección. Las primeras habitaciones no ofrecieron ningún interés al detective, pero la quinta pieza, sí que era una belleza por su contenido. Cuidadosamente empacados, habían cuadros, cajas con colecciones de monedas, finísimas piezas de cerámica, tapices y otras chucherías, cuyos valores serían seguramente de cinco, seis y algunos de siete o más cifras.

Al fin, habían encontrado la cueva de Alibabá. Entre los cuadros, estaba lógicamente, la pintura de la señora Rita. Se había cerrado el círculo y en aquel mismo instante, en Piriápolis, se detenía al cano traficante, en Rivera al Pianista y la Policía brasileña al comerciante de Chui y al pintor viajero. Fue una acción fulminante, porque el grueso de la banda ya estaba a buen recaudo y en pocas horas, estarían siendo sometidos a un riguroso interrogatorio.

Mientras se gestionaba la extradición de los dos prisioneros brasileños, Oscar asistía al interrogatorio, que las autoridades de Chui llevaban adelante con los detenidos. Mientras en una sala, Oscar presenciaba las evasivas y negativas acompañadas de violentos reclamos por parte del comerciante, aduciendo su total inocencia, en una contigua, la debilidad del “pintor”, terminó por aceptar su responsabilidad, declarando incluso cuanto había recibido de pago por su viaje a París, con un paquete de fotos del cuadro que sería robado en Montevideo, para que un maestro de la falsificación parisino, realizara la copia, y que a su regreso introdujera, dentro de un tubo, mezclado con dibujos de mala calidad, sin despertar la mínima sospecha.

El cuadro fue reconocido como el auténtico y luego de los trámites de rigor entregados a su legítima dueña.

La sagacidad de Oscar, había superado la tecnología policial más sofisticada, de varios países, que hacía años rastreaban las conexiones del cano traficante, tratando de ponerlo entre rejas.

Se tendría que establecer la procedencia de todo lo requisado en la chacra rochense, pero eso ya no era trabajo para Oscar, su caso estaba resuelto.

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2

Sol, arena y muerte

La mañana de aquel lunes, había desplegado toda la luminosidad del sol veraniego y los grupos de turistas, se encaminaban hacia la playa, a disfrutar las delicias de las cristalinas aguas oceánicas. Agua, sol, dorada arena y la belleza de la mañana, eran el marco ideal para disfrutar de algunos días de descanso.

Algunos instalaban sus sombrillas en la fina arena, mientras otros, emprendían largas caminatas por la costa, disfrutando ávidamente la brisa marina, respirando con fruición el aire cargada de olor a yodo.

El revolotear de las gaviotas, con sus estridentes reclamos, entre un verdadero revoltijo de alas, se amontonaban sobre un montículo, a algo más de un kilómetro de la entrada a la playa, que destacaba sobre la planicie de fina arena, captando la atención de los tranquilos caminantes.

Un joven, con andar atlético, picada su curiosidad, se acercó con la intención de descubrir el motivo de tanto alboroto. Al sentirse molestadas por la inoportuna presencia, algunas gaviotas levantaron el vuelo dejando al descubierto, parte del motivo de su bullicio.

Semienterrado se dibujaba un cuerpo. Verlo y pedir auxilio, fue casi instantáneo. Corridas de turistas y la aparición de los funcionarios de Prefectura se sucedieron y en pocos minutos una amplia zona fue desalojada y cercada con una ancha cinta de nylon amarillo, para preservar toda pista que pudiera prestar ayuda a los investigadores. Había ocurrido una muerte y habría que determinar la causa.

Los pocos funcionarios de Prefectura y los agentes policiales, bajo el mando de un añoso comisario de campaña, no tenían los medios ni estaban en condiciones de investigar el motivo de aquella muerte, solamente dejaron varios uniformados, encargados de custodiar el lugar, mientras se comunicaba a la jefatura departamental y al juzgado correspondiente, quedando a la espera de las instrucciones que sus superiores determinaran.

El caso no se presentaba sencillo, por el contrario, el cuerpo de la mujer, de unos veintiséis años, no aparentaba violencia, a pesar de estar vestida únicamente con sus mínimas ropas íntimas. Su cuerpo pálido, solamente presentaba algunos picotazos de las gaviotas en el miembro que no cubría la arena, el resto parecía de alabastro esculpido.

En menos de una hora, llegaban al lugar, el Juez, el Jefe de la Policía rochense, un médico forense y otros funcionarios, que se encargarían del relevamiento de la zona y la posterior investigación.

No encontraron ningún elemento que sirviera para la identificación de la occisa. Tampoco rastros que indicaran la presencia de otras personas. La arena inmaculada, no se mostraba alterada por huellas, a no ser por las leves de las gaviotas. 

El Juez dispuso, luego de cumplidas todas las actuaciones, el levantamiento del cuerpo y su depósito en la morgue, para realizar los peritajes necesarios.

Bajo el mando directo del Jefe policial, se conformó el grupo de detectives que se encargaría de la investigación, aunque aquel embrollo no daba una mínima idea, de por donde iniciar los trabajos. Abrumado por la falta de pistas, el jefe de detectives, solicitó a su superior, la gestión de apoyo de la policía montevideana. De aquella manera, se gestaba la primera intervención de Oscar, en homicidios.

La Pedrera, recién estaba siendo descubierta, por los contingentes de turistas, que buscando tranquilidad, huían de los atestados balnearios fernandinos, desperdigándose por la extensa costa oceánica hacia el este, donde, si bien no encontraban las comodidades de los grandes hoteles, respiraban la paz de las soledades, gozando de la agreste belleza.

Cambió la gruesa gorra de paño, por una más liviana, nunca expondría su testa a la intemperie. Sin embargo, en las largas incursiones que emprendió por la arena, se aligeró bastante en su atuendo. Su alta estampa, parecía más desgarbada, enfundada en las bermudas anchas de colores intensos y la guayabera de aspecto caribeño, con enormes palmeras y veleros que contrastaban con el azul intenso de fondo.

La primera incursión, la dedicó a observar desde lejos y desde distintos ángulos, el lugar donde fuera encontrado el cadáver. Inspeccionó exhaustivamente, unas extensas dunas que a poco más de dos cuadras del lugar, se perdían en un bosque de pinos y zarzales. Hacía apenas unas seis o siete horas, del macabro hallazgo, pero no aparecía nada que pudiera indicar por donde estaría el inicio de un plan de trabajo. La ausencia de pistas parecía total.

Según las pericias forenses, la muerte había sobrevenido en unas diez a doce horas antes de encontrar el cuerpo y había ocurrido por asfixia, quizá por presión en el cuello, donde se notaban leves hematomas, perceptible solamente por los expertos. También estaban en condiciones de asegurar que la muerte, no ocurrió en el lugar donde fue encontrada. No había trazas de lucha o resistencia, las dos pequeñas prendas que le cubrían mínimamente el busto y el pubis, se veían puestas en correctísima forma y no tenían desgarros. Tampoco aparentaba abuso sexual y el cuerpo estaba en una posición que indicaba, con cuanta delicadeza, se le había depositado, para cubrirlo con una finísima capa de arena.

Otro dato, sumamente extraño, era el elevadísimo grado de alcohol que presentaba el cadáver, dando la pauta de que poco antes de morir, se había tomado una formidable borrachera. Por lo tanto surgía otra duda, se trataba de una alcohólica o la ingesta había sido totalmente circunstancial.

Una brisa persistente, barría permanentemente la cambiante superficie de las dunas, por lo que era totalmente inútil buscar huellas, aunque era posible que el cuerpo pudiera haber sido traído a la playa, utilizando aquella vía, luego de atravesar el bosque de pinos. En aquel momento había otras tareas urgentes a llevar a cabo, por lo que una inspección del bosque quedaría para el día siguiente. Luego de estudiar exhaustivamente el informe que el equipo forense le entregaría por la mañana, emprendería la excursión.

Ordenó una nueva y más exhaustiva inspección, de todo un perímetro circundante, en búsqueda de objetos que pudieran tener alguna relación con la víctima o con la o las personas que la transportaron hasta el lugar.

Por la tardecita, del crimen quedaba solamente sobre la arena, la cinta de nylon amarillo. Los bañistas se retiraban cargados con sus bártulos y Oscar, en el destacamento policial, donde había instalado su despacho, hojeaba los distintos informes primarios y observaba atentamente las fotografías que registraban el cuerpo y la zona aledaña. Aún no se había podido establecer la identidad de la mujer, por lo que se habían distribuido, vía fax, a todas las delegaciones de los departamentos cercanos, datos y fotografías, solicitando la colaboración para la búsqueda en hoteles, estaciones de servicios, supermercados y demás lugares, a alguien que aportara alguna información.

Temprano, antes de analizar los informes forenses, Oscar se dirigió a paso firme, hacia el bosque de pinos, para realizar una exhaustiva inspección. Había algo, que le indicaba que por allí podría estar la punta del hilo que desenrollaría el embrollo.

Después de sortear algunos zarzales, pudo internarse entre la arboleda, tomando un derrotero casi paralelo a la costa, con la esperanza de encontrar alguna senda, que por aquel lugar fuera una entrada cómoda a los arenales de la playa. En la hondonada que formaban dos dunas, habían trazas de un poco frecuentado acceso, aunque bastante despejado de malezas. Por aquella serpenteante huella, Oscar se internó por el pinar, que a pocas cuadras daba paso a un gran palmar, henchido de cachos de dorados butiá, prontos para su cosecha.

La senda seguía, ensanchándose visiblemente, dando la seguridad de que hasta los palmares, era muy usada. Efectivamente, no tardó en cruzarse con algunos hombres que cargaban sobre pequeños tráileres, tirados por sus bicicletas, grandes cestas que utilizaban en la recolección de los frutos del palmar. Varios saludos corteses, pero nada más que eso. Oscar quería, antes de interrogar a los lugareños, asegurarse el destino final de la senda.

Unas cuadras más y la senda se transformaba en un camino rural, por el que podrían transitar, cualquier clase de vehículo, a pesar de algunos badenes, cubiertos de agua y barro, aunque de firme piso. Precisamente allí pudo encontrar huellas de un par de automóviles. Con su descubrimiento, sí, ya estaba en condiciones de interrogar a alguno de los hombres con los que se cruzara.

Como un turista más, que deambula por aquellas soledades, sin un destino fijo, con el pretexto del interés por enterarse del uso de los pequeños frutos del palmar, Oscar abordó a uno de los recolectores. Un hombre de apariencia hosca, de piel curtida por el constante contacto con el sol, la brisa y el agua de mar, de hablar pausado, sin dejar de atender su trabajo, se mostró dispuesto a la charla.

-Qué si por el camino, transitaban automóviles?, muy pocos.... En los últimos días?, que él recordara, el viejo Cadillac de un granjero vecino suyo y una camioneta, que se le cruzara hacía dos días, cuando ya casi cerraba la noche... Si, el domingo... No, no la vio regresar, tampoco recordaba muchas características, salvo que en la cubierta de la rueda auxiliar decía Galloper II, o algo parecido y que era de color azul... Sí, una de esas muy modernas, de doble tracción, cerrada... Solamente el conductor.

Aquel rápido y hábil interrogatorio, dio a Oscar un atisbo de posibilidad, de que el cadáver, fuera introducido a la playa por aquel camino.

Al regresar al destacamento, solicitó a uno de sus técnicos que obtuviera algunos moldes de las huellas de automóviles, que aparecían en el camino inspeccionado. Si podían constituir una pista, era oportuno conservar la mejor muestra de las mismas y urgía hacerlo, puesto que el continuo pasar de las bicicletas las haría desaparecer en pocas horas, cuando los recolectores regresaran con sus tráileres cargados.

La mayor atención fue dedicada a las huellas, que delataban ser de la camioneta, por el ancho mayor y el dibujo de su banda de rodaje, especial para todo terreno. Pudieron obtener tres moldes muy limpios, dadas las características del terreno, algo blando, pero muy firme. El más pequeño, mostraba una peculiaridad en el dibujo de la banda, el extremo de una de las  barras oblicuas del diseño, lucía la falta de un trozo de unos ocho o nueve milímetros, que amputaba el ángulo, dejándola visiblemente distinta a las demás. Podía ser un buen elemento para identificar la rueda, que imprimiera tal marca, en aquel perdido camino del palmar.

El día no trajo ninguna otra novedad y Oscar dedicó muchas horas en telefonear a sus colegas de varias localidades, relativamente cercanas, para reiterar en forma directa el pedido de búsqueda de informaciones sobre la mujer muerta. 

No había denuncias de desaparecidas y nadie conocía el rostro, cuya fotografía circulaba ya hacía dos días. La investigación seguía sin un rumbo determinado. Se habían interrogado a cientos de personas de los alrededores, en todos los hoteles y camping de Canelones, Maldonado, Lavalleja y Rocha sin obtener el mínimo atisbo que los introdujera en una línea de trabajo que apareciera medianamente coherente.

Mediada la mañana del tercer día, el conserje de un pequeño hotel de Piriápolis, reconoció en aquellas fotografías, el rostro de la mujer chilena, que hacía casi un mes, se hospedaba en el establecimiento, cuya ausencia no le había causado extrañeza, puesto que en varias oportunidades, se marchara por uno o más días, a Montevideo y a otras localidades cercanas, Algunas veces, avisó en recepción de sus ausencias, aunque no todas. 

Inmediatamente conocida la noticia por Oscar, se hizo a la ruta para luego de un viaje de alrededor de ciento cuarenta kilómetros, entrar al vestíbulo del hotel, con la intención de interrogar al conserje y luego, revisar la habitación y  las pertenencias de la víctima.

Lo que pudo aportar el empleado del hotel, fue de escasa utilidad, por lo que era imprescindible entrar en contacto con las pertenencias de la joven. Además de la vestimenta, el placard de la habitación, contenía una considerable pila de carpetas, libros, libretas de apuntes, una caja con hojas de distintas plantas y varios álbumes de fotografías, también de plantas, con un pormenorizado índice clasificatorio de las distintas especies. En un pequeño portafolios, entre otros papeles, encontró un pasaporte chileno y una acreditación del Instituto de Investigación del Medio Ambiente, dependiente de la Facultad de Ciencias Biológicas, de la Universidad de Concepción, Chile, que la habilitaba a realizar investigaciones de campo, sobre flora subtropical, habiéndosele encargado la investigación a llevar a cabo en Uruguay. A este documento se habían engrampado otros dos, uno de la Universidad de la República y el otro del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente, que conferían sus respectivos consentimientos, para la realización de tales investigaciones, en nuestro territorio. 

Ninguna referencia de familiares o personas a contactar. Estaba sola y si tenía familia, aún no estaban enterados de su deceso. Ya se conocía, nombre y origen, pero el móvil de su asesinato, seguía siendo un misterio. Provisoriamente, Oscar se trasladaría al hotel, donde había rentado una habitación en el piso inmediatamente inferior al que ocupara la mujer objeto de sus desvelos actuales.

Un simple llamado telefónico al destacamento de La Pedrera, fue suficiente para justificar su ausencia, por el tiempo que le llevara rastrear las actividades de la joven, en los días previos a su muerte.

El perfecto orden de la habitación que ocupara Leticia Altozano, que según los distintos documentos era el nombre de la joven asesinada, no mereció mucha atención a Oscar, puesto que en la primera inspección concluyó que además de la identidad, no le aportaría nada. Entonces ordenó cerrarla con llave, colocó un precinto adhesivo uniendo el marco con la puerta y advirtió al dueño del hotel y a su personal, que la habitación no podía ser abierta sin su autorización expresa y ante su presencia o la del oficial asistente.

Sin perjuicio de que las actuaciones continuaran, consideró necesario, elevar un informe primario, para que por las vías que correspondiere, se llevaran a cabo las gestiones ante la policía chilena, para la localización de familiares o patrocinadores de la víctima. Aunque remota, cabría la posibilidad también, de que allende los Andes, pudiera surgir alguna pista.

El resto de la tarde y un buen tramo de la noche, los dedicó a entablar diálogo con cuanto huésped del hotel, se le cruzara en el restaurante, la barra, algún pasillo o la recepción, indagando sobre si habían tenido algún conocimiento o contacto con la occisa... con Leticia. Sí, ya no era un simple cadáver, tenía un nombre, lamentablemente muerta, pero tenía un nombre. Quizá también, tuviera un esposo y tal vez hijos, o padre y madre, o algún hermano. Oscar cavilaba, sobre cual sería la vida de aquella chica, cuáles sus parientes, amigos, colegas, por que motivo aquel extraño trabajo, la hizo atravesar desde las costas del océano Pacífico, todo un continente, para morir en una playa del Atlántico. Las extrañas tramas del destino, los incomprensibles hilos que manejan las marionetas de las vidas humanas. Su mente analítica, desalojó de su pensamiento aquellas digresiones, cuando se percató de la presencia de Leal, su colaborador, que acababa de llegar.

A tan tardía hora, no había más tiempo, que para cambiar ideas e informaciones, con el recién llegado, mientras saboreaban una suculenta cena. Luego del postre, un café, un cigarro y a descansar de la agitada jornada. Al día siguiente, reanudarían la labor, con una visita tempranera a la habitación de Leticia. Oscar tenía una gran fe, en su capacidad de observación y análisis, pero también consideraba necesario, que sus colaboradores actuaran en forma independiente, para posibilitar la suma de diversos resultados. Por ello, Leal tuvo acceso, durante la cena, a información que Oscar consideró estrictamente imprescindible, procurando de esa forma no incidir en sus deducciones.

Como opípara fuera la cena, opíparo fue el desayuno. Oscar sostenía que para mantener una mente ágil y despierta, debía ser soportada por un cuerpo bien alimentado.

En la cafetería trajinaba, un robusto muchacho de cabeza rapada, que lucía varios pequeños aritos dorados, en su oreja derecha y un tatuaje de complicado dibujo en su antebrazo izquierdo. Su sonrisa y vivaz mirada, constituían una verdadera atracción y cuando en ausencia del mesero, Leal pidió un vaso de agua mineral, demostró su bonhomía. Se llamaba Ariel y era hijo del dueño del hotel y su activo colaborador en todo lo concerniente con el manejo del restaurante, la cafetería y el bar. Conversador simpático y poseedor de considerable cultura, en pocos instantes estuvo instalada una muy amena charla.

Se interesó mucho por los motivos de la presencia de los investigadores y se extendió bastante en la relación de sus conocimientos de los clientes, incluso de la chilena muerta, poniéndose a la orden de Oscar, para brindarle cualquier información que pudiera serle útil, incluso acompañarle como cicerone, en caso de que tuviera que recorrer las inmediaciones de la ciudad u otros lugares de la costa. 

El Inspector agradeció la buena voluntad demostrada, diciéndole que tendría muy en cuenta su ofrecimiento, pero que momentáneamente solo revisaría unos informes forenses, que le mantendría encerrado en su habitación junto a Leal, quizá toda la mañana y que luego del mediodía quizá le buscara.

Oscar y su ayudante descendieron del ascensor en el tercer piso, el de su habitación, aunque no se dirigieron a la misma. Tras una silenciosa indicación del jefe, ambos tomaron la escalera, para subir hasta el piso siguiente, con la intención de inspeccionar juntos, la habitación que ocupara Leticia Altozano.

Inmensa fue la sorpresa al detectar los precintos policiales rotos. Debían tomar precauciones extras, felizmente no se cruzaron con nadie en el pasillo que denunciara su presencia y podían mantenerla en secreto, para despistar al intruso, que evidentemente estaba en el hotel o lo conocía muy bien.

La habitación, si bien lucía ordenada, para un experto como Oscar, aquel aparente orden, delataba una presencia acostumbrada a revisar sin dejar mayores huellas. Quien hizo la visita nocturna, era un especialista, sabía investigar sin cambiar nada de su sitio, aunque los precintos, si bien fueron cortados limpiamente, no podían disimularse.

Aquella visita, obligó a un cambio, en la agenda del día. Sin modificar el estado de los precintos, regresaron a la habitación del piso tres, para analizar las distintas consecuencias, que sospechaba Oscar, aparecerían y habría que atenderlas inmediatamente. Era evidente que alguien que quizá estuviera bajo el mismo techo que él, tenía un gran interés por las pertenencias de la muerta o tal vez, en buscar algún elemento incriminatorio.

Realizó un par de llamadas a Montevideo, a la Universidad y al Ministerio, tratando de localizar alguna persona, que pudiera informarle, si  aquellos organismos, habían destacado algún funcionario para acompañar a la investigadora o controlar su trabajo. Oficialmente no se había designado a nadie, pero sí dio con una joven adscripta a una cátedra en la Facultad de Bioquímica, que se había relacionado con la joven chilena y en varias oportunidades la había acompañado en sus excursiones de estudio. La última vez, hacía exactamente dos semanas, al Parque Arboreto Lussich, donde habían recolectado varias muestras de la flora.

Al ser requerida para una entrevista, inmediatamente fue concertada para esa misma tarde en Montevideo, dando muestras de preocupación por el hecho y diciéndose dispuesta a ofrecer toda su colaboración. Era el primer cambio en la agenda, un viaje a la Capital no previsto. 

Siguiendo una corazonada, Oscar llamó a la recepción del hotel, para pedirle al hijo del dueño, que le acompañara en una recorrida que quería hacer al Parque Lussich. Quería hablar más con aquel muchacho, o mejor aún, escucharle más.

Apenas promediaba la mañana y el parque, se situaba a poco más de media hora de viaje, desde el hotel.

Ariel, conduciendo un Citroen Saxo, blanco, sumamente confortable, se mostraba halagado, por el honor que Oscar le había conferido, aceptándole como guía. Su locuacidad no admitía un minuto de silencio, explayándose en referencias a todos los lugares que atravesaban, primero en la ruta, luego dentro del parque, aunque ni una sola vez mencionó el motivo de la presencia de los investigadores.

Era el más completo muestrario de árboles y arbustos, autóctonos y exóticos, conformando un exquisito lugar de paseo y un precioso lugar de estudio de una enorme cantidad de especies, que insumiría varios días de observación y análisis y las correspondientes secciones fotográficas. Oscar, como un verdadero entendido en la materia, observaba parsimoniosamente, la enorme colección de plantas, mientras, sin aparentar mayor interés, no perdía una sola palabra de la cháchara de Ariel.

En definitiva, para Oscar aquel paseo, no fue más que una muy gratificante caminata entre la arboleda. No obtuvo ningún resultado que sirviera para la investigación, pero sentía que algo no encajaba en aquel puzzle tan  oscuro y estaba decidido a encontrar aquel mismo día la punta del hilo que le llevaría a desenredar la madeja.

Inmediatamente después de almorzar, tomó el bus, que le llevaría, en un par de horas a Montevideo. En la terminal de Tres Cruces, tomó un taxi, para un corto viaje hasta la residencia de la conocida de  Leticia, quien ya le estaba esperando.

Estaba tan enamorada del estudio de las plantas, como la joven chilena. Esa había sido la química, que las acercara inmediatamente al conocerse, en la bedelía de la Universidad. Habían pasado muchas horas juntas, recorriendo bosques, en todos los departamentos del sureste uruguayo, desde Durazno hasta Cerro Largo y desde Montevideo a Rocha. También compartieron varios paseos sociales, asistieron a un par de reuniones de jóvenes, donde ambas cultivaron varias amistades, pasearon por los centros nocturnos de Punta del Este, pasando momentos muy placenteros, al extremo de lamentar haberse perdido una fiesta a la que estaban invitadas ambas, para el fin de semana siguiente, al día de la visita al Parque Lussich, que se realizaría en una residencia privada en la Barra de Maldonado, expresando su preocupación del día lunes, cuando en varias oportunidades llamó al hotel con la intención de que Leticia le contara sobre tal evento y siempre le dieron la misma contestación de que no se encontraba, o que no había pernoctado en el establecimiento. Hasta el contacto telefónico, que tuvieron por la mañana, no había sabido nada de su amiga y enorme fue su congoja, al enterarse del trágico fallecimiento. 

Leticia era una apasionada por la investigación botánica, infatigable trabajadora, pero alegre y dispuesta, siempre que su labor profesional se lo permitía, a divertirse, no despreciando una sola invitación. Era una amiga plena, que se entregaba sin retaceos, con una admirable facultad de recuperación. Después de bailar y divertirse hasta la madrugada, a las nueve de la mañana, ya desayunada, estaba pronta para el día de trabajo, parecía incansable. Quien tuviera la felicidad de encontrase con Leticia, a los pocos minutos estaría fascinado por su personalidad. Era una persona que no necesitaba tomar tragos para divertirse, siempre tomaba refrescos y siempre estaba dispuesta para la diversión sana.

No encontraba una explicación lógica, para que alguien pudiera lastimar aquella belleza de persona. Leticia desbordaba vitalidad, transmitía alegría, era dulce, amigable, tenía una gran facilidad para relacionarse, con muchachos y chicas, nunca le escuchó una grosería y parecía que aquella personalidad avasallante no admitiría la más mínima irrespetuosidad. Todas las personas que se relacionaban con ella, a pesar de que fuera circunstancialmente, la trataban con su misma llaneza y siempre con absoluto respeto, su forma de ser así parecía establecerlo. Era la más bella persona que conociera.

Al requerimiento de Oscar, de si sabía exactamente la ubicación de la residencia donde se realizaría la fiesta en Barra de Maldonado, no pudo aportar ningún dato, como debía regresar a Montevideo, ni siquiera lo habían hablado. Sabía sí, que iría con unos chicos de Piriápolis. Recordó dos nombres, que el Inspector anotó en su libreta, José y Leonardo, no sabía sus apellidos, pero le dio una muy buena descripción de ambos, de la que surgieron elementos que servirían para identificarlos, en caso de encontrarlos. Uno tenía tatuado en su hombro derecho, un colorido tucán y el otro además de un dragón de lengua flamante tatuado en la parte baja de la espalda, usaba una larga melena totalmente lacia, que frecuentemente ataba en una abundante cola de caballo.

Inmediatamente terminada la reunión, Oscar tomó el primer bus que le volviera a Piriápolis. Aún no había anochecido cuando, paseaba con Leal por la rambla, comentándole los datos recolectados. Frente al mar, las amplias terrazas de los bares, desbordaban de gente. La mayoría en bañador, tomando una cerveza o un refresco, para volver a darse un chapuzón. Todos de torso descubierto. 

El paseo no fue infructuoso, sin pensar en la búsqueda, se toparon con el tucán encaramado en un hombro. A algo más de media cuadra, del musculoso soporte del pajarraco, se sentaron en el borde del murallón que bordea la rambla, a observarle con la intención de encontrar algo que les permitiera una ubicación firme del individuo. No esperaron demasiado, a poco más de diez minutos, se estacionó una camioneta Galloper II, azul, a la que trepó, al lado del conductor, que desde la ubicación en que estaban, no pudieron distinguir, pero sí, y muy claramente, la matrícula del caro vehículo. A primera hora del día siguiente, sabrían quien era el propietario. Luego sería cuestión de seguir hurgando.

Como ya se acercaba la hora de la cena, regresaron al hotel, con la intención de acostarse temprano, puesto que a la mañana próxima, les esperaba una intensa tarea, para localizar la casa, en que durante el fin de semana, había sido sede de una fiesta en la zona aledaña al arroyo Maldonado, a unos pocos kilómetros hacia el este de la meca balnearia del Atlántico sur.

No recibió de muy buen talante, el mensaje de un investigador de la Jefatura de Maldonado, que le requería una comunicación urgente, sin importar la hora. 

Desde la habitación, Oscar estableció la comunicación. Dio un respingo cuando su colega, le informó el motivo de sus urgencias. Tenía un cadáver, o lo que quedaba, varios detenidos, pero ninguna pista, aunque había algo que le relacionaba. El deceso fue establecido como ocurrido, el mismo día, a una hora muy similar, a la que el forense de Rocha estableciera, para Leticia.

El cadáver pertenecía a una mujer joven, que aún no se había conseguido identificar, había sido encontrado en pésimo estado, en una cañada, tributaria del arroyo Maldonado, cercana a la ciudad de San Carlos, entre unos matorrales, carcomido por ratas y otras alimañas, con el cuello prácticamente cercenado, que según el informe forense, había sido la causa de la muerte. En la mañana siguiente, si no conseguía elementos incriminatorios, debería liberar a los detenidos, por lo que le encarecía una visita urgente, para interrogar a los sospechosos, puesto que pensaba que ambos crímenes tenían alguna conexión.

En menos de una hora, en un patrullero de Piriápolis arribaban a la central de Maldonado. 

El informe preliminar del forense, pintaba un cuadro de horror. Totalmente alcoholizada, la mujer fue violada reiteradamente, presentaba marcas de torturas, en muñecas y tobillos habían señales evidentes de haber sido atada con cuerdas finas, quizá hilos de pesca, que habían destrozado la carne, hasta casi llegar al hueso, en una lucha desesperada para desasirse. Aquella brutalidad, debió arrancar gritos desgarradores. 

Estaban frente a asesinos sádicos, con total desprecio de la vida ajena, sin el mínimo pudor, sin la menor compasión. Seres totalmente desquiciados, que no respetan las mínimas normas de convivencia. Depravados, que se sienten protegidos por familias poderosas, por las influencias, por el imperio del dinero. Esa caterva de inservibles cobardes, que se escudan tras el poder de sus familias, creyéndose intocables, para cometer sus incalificables tropelías. 

Gajes del oficio, tratar con tal carroña.

La sonrisa cínica, exasperó a Oscar, que a pesar de su notable y particular parsimonia, estuvo tentado a zarandearlo por aquella lacia cola de caballo, que no paraba de menear. Tenía información recién recogida en su viaje a Montevideo, que podía ser clave en el interrogatorio. Pidió a sus colegas, que le dejaran solo con el detenido.

A quemarropa, le lanzó la pregunta: -¿Por qué las mataron?... Tengo detenido en Piriápolis a tu amigo, el del tucán tatuado en el hombro, que ya declaró todo y les tiró el fardo a ustedes cuatro. Así las cosas, te conviene hablar, te escucho. Tienes la posibilidad de que el Juez te dé una mano, si declaras todo, ahora. Es tu única chance. Dale, que no tengo toda la noche.

Como por arte de magia, se borró la cínica sonrisa y el terror escapó de sus desorbitados ojos.

-Yo no hice nada, solamente manejé la camioneta, desde la Barra hasta Punta del Este, porque Ariel estaba descompuesto. Nos quedamos en mi casa y él se fue al otro día. No sabía de que se trataba, yo no las maté,... por favor, déjeme llamar a mi padre... no hice nada, no sabía que las habían matado... por favor... no hice nada.

De una rápida ojeada en las notas de su colega, supo que el personaje que tenía delante, era Leonardo, José era el del tucán. Con aquella seguridad, atacó nuevamente:

-José, tu amigo... ¿sigue siendo tu amigo?... bueno no importa... declaró que vos y esos otros tres, fueron en la Galloper II, hasta la Barra, las emborracharon, las violaron, las mataron y a una la enterraron en la playa de la Pedrera y la otra, la tiraron en la cañada cerca de San Carlos. Aclárame por qué hicieron esa barbaridad.

-No tengo ni idea, de lo que pasó con las chicas, eran cuatro y nosotros los seis, yo no tomo y como sobrábamos dos, me di cuenta que estaba de más, pero no tenía en que regresar, por lo que tuve que esperar a que terminaran. Me quedé dormido en un sofá, mirando tele, cuando me despertaron, me dijeron que ya habían llevado a las chicas. Uno de los muchachos me pidió que manejara yo, que estaba sobrio. Tres, ya se habían ido, dejé a Felipe en su casa y fui a la mía con Ariel... Y eso es todo... Le juro, yo no hice nada más, que dormirme mirando tele... Tiene que dejarme ir... por favor.

-No depende de mí, hay que verificar todo lo que dijiste, verificar lo declarado por José en Piriápolis y después veremos que hacemos contigo. Prepárate a dormir en una cama un poco dura, mañana nos vemos, pero antes quiero los nombres y direcciones de los seis.

-Felipe y yo, vivimos en Punta del Este, Alberto en San Carlos, y José, Ariel y Rafael son de Piriápolis.

Aún no había salido Oscar, de la sala de interrogatorios, cuando, un uniformado, entraba para conducir al muchacho, al celdario. Ya no había sonrisa cínica, se derrumbó totalmente, ni siquiera apeló al mínimo esfuerzo para contener el mar de lágrimas, que se agolparon pugnando por salir... y salieron, cual incontenible catarata.

Pasó el segundo, el tercero, el cuarto... Solamente negativas, reclamo de padres, abogados, libertad... Eran totalmente ajenos a aquellas muertes... Ni siquiera conocían a aquellas mujeres... Nunca habían estado en ninguna fiesta en la Barra... Eran todas mentiras, de aquel maricón flojo, para que lo soltaran... Se había inventado una fábula... Ellos no tenían nada que decir... Si querían hacerles preguntas, que fuera ante el abogado de sus familias... Eran hijos de gente influyente y estaban cometiendo un abuso... Que ya se iban a arrepentir por haberlos detenido.

Luego del interrogatorio, Oscar pidió que se les tuviera incomunicados, por lo menos, hasta que se detuviera a los otros implicados, que tendría que localizar en Piriápolis.

Casi amanecía, cuando llegaron de regreso al hotel. Aquella noche ya no la dormirían. Una ducha, un café bien cargado, una Aspirina y a seguir en vela.

Desde la habitación, se comunicó con el Director de Tránsito de la Intendencia de Maldonado, para solicitarle el nombre del propietario de la Galloper II. Apenas transcurrieron unos minutos, cuando escuchó nuevamente la voz del funcionario municipal. La sorpresa le obligó a sentarse en la cama. La camioneta estaba registrada a nombre del dueño del hotel donde se hospedaba. Pero él, había visto en el garaje, únicamente el Citroen, aunque había espacio para dos coches más. En conclusión, el Ariel, nombrado por Leonardo, era quien le había acompañado en su recorrida del Arboreto.

Evidentemente, estaba enfrentado con un individuo de cuidado, había que reunir pruebas irrefutables, para detenerlo y el tiempo era escaso.

Volvió a la cafetería y pidió otro café, con la intención de abordar a Ariel, para interrogarlo sutilmente, con la esperanza de hacerlo caer en una trampa, Luego trataría de localizar al tipo del tucán.

Cuando ya bebía el último sorbo de su café, vio entrar a quien fuera su cicerone la mañana anterior. A los pocos minutos, estaba sentado a su mesa.

El recién llegado, no demoró mucho en preguntar por el estado de la investigación.

-Aún estamos a fojas cero, pero seguimos indagando, no hay muchas pistas, pero ya surgirá algo. Pero no tengo muchas ganas de hablar del tema, estamos muy complicados... Contame, vos con la responsabilidad de dirigir el restaurante y demás, te queda poco tiempo para divertirte, debes hacer poca vida social fuera del hotel. ¿Que hay en esta ciudad, para un hombre joven como vos, además de la playa, que por otra parte, la tenés a poco más de una cuadra y por lo que he oído, es la mejor de toda esta zona?

-Bueno... sí, el tiempo es bastante tirano, pero a veces aprovechamos algún día de poco movimiento y nos vamos a Punta del Este, donde sí, hay para elegir, recitales, cine, bailes, alguna pasadita por el casino, pero no puedo mucho más. El laburo hay que atenderlo a full y tenemos poco personal, muy bueno, pero poco.

Le notó algo reticente y prefirió cambiar. -¿Pero por lo menos un día a la semana te lo tomarás, si no, es difícil aguantar el trajín?

-Sí, casi todos los domingos, me los tomo libres, pero uno termina la semana muy cansado, para tener ánimos de paseos. Casi siempre me lo paso, aquí, en casa.

-Este domingo pasado, hubo en el Conrad, un recital muy importante, con varios famosos, ¿no fuiste?... Pienso que eso debe ser bueno,... yo ya no estoy para esas cosas, pero a ustedes los jóvenes les encanta el ruido.

-Sí, oí que estuvo bueno, pero esa noche no salí.

Estaba siendo difícil, romper el hielo y cuando fue requerido por el chef, fue evidente el alivio que sintió. Se notaba la tensión por la que atravesaba.

Cuando se aprestaba a subir a su habitación, compró en el puesto de periódicos, un ejemplar de El País, para mirar los titulares, ya dispondría de tiempo para leer algún artículo de interés. Esperando el ascensor, se topó con un titular, que adivinó era el causante de la parquedad de Ariel. Se daba cuenta del horroroso crimen de San Carlos, aunque en el contenido de la nota no había ningún tipo de referencia sobre la investigación.

El cadáver de La Pedrera, no había merecido ninguna línea, en ningún periódico, cosa que facilitaba las investigaciones. Pero el hallazgo de San Carlos, ciudad casi unida a Maldonado y Punta del Este, no pudo pasar desapercibido y los periodistas empezarían a preguntar.

Era evidente que aquel muchacho estaba metido hasta el cuello y comenzaba a ponerse nervioso. Trataba de aparecer como un chico poco amigo de reuniones y menos de noches de juergas, pero con aquel cambio de actitud no engañaría a Oscar, quien había decidido demorar su arresto, mientras procuraba localizar al sexto de la gavilla.

Lamentablemente las horas pasaron y en Maldonado, hubo que liberar a los cuatro demorados, uno a uno, dejando para el final a quien declarara su participación, aunque pasiva, en la juerga de La Barra, que evidenciaba el mínimo gusto de encontrarse con sus amigos, luego del trance pasado en la Jefatura. Aquello complicaría aún más la investigación, porque se comunicarían inmediatamente para intercambiarse información.

Con la ventana abierta de par en par, para gozar del aire del mar, mientras conferenciaba con su colega, instruyéndolo para que se estableciera en el mismo murallón de la rambla, que ocuparan el día anterior, para establecer una vigilancia en la zona, puesto que estaba seguro que allí se haría la reunión, Oscar se preparaba para una entrevista con el forense, que se había ocupado del cuerpo de la segunda víctima, cuando vio salir a paso vivo desde el hotel, a Ariel, quien en la mitad de la cuadra siguiente, entró por un gran portón de rejas, a una residencia de la vereda opuesta a la del hotel.

En menos de cinco minutos, salía la Galloper II, de vidrios polarizados. Urgía salir, la reunión estaba por producirse, el forense esperaría, aunque tenía importantes novedades sobre el cuerpo, además se había identificado el cadáver. Era una mujer bastante joven, que trabajaba por horas, en el cuidado de niños, dependiendo de una agencia, que la convocaba, cuando surgían los pedidos de los clientes. Según la política de la agencia, que disponían de toda la información de cada una de sus chicas, cuando una era convocada, en forma directa o por mensaje en el contestador telefónico, por tres veces seguidas y no se presentaba, automáticamente quedaba eliminada de los registros. Esto ocurrió con Catalina Solano, sin embargo, fue valiosa la información que la empresa le aportaría más tarde a Oscar.

Descendieron en el ascensor, recorrieron las dos cuadras que les separaba de la rambla y por esta se dirigieron hacia el este, en busca del bar, en que Oscar, esperaba encontrar aquella pandilla de salvajes.

Una cuadra antes, en la calle que desembocaba frente al mar, casi en la esquina estaba estacionada la camioneta. Buscaron un lugar discreto, disponiéndose a esperar el curso de los acontecimientos. No pasó mucho tiempo para que Ariel y uno de los hábiles declarantes de San Carlos, subieran en el vehículo, para estacionarse poco más adelante del bar. No bajaron hasta que un convertible rojo fuego, aparcó a pocos metros. Bajaron dos de cada auto y juntos se dirigieron hacia el bar, para ocupar una mesa, en la amplia explanada del frente.

Sería una reunión de cuatro, o esperarían a los otros dos? No se podía perder tiempo en especulaciones, había que actuar. Por su celular, Oscar pidió apoyo a la central de Piriápolis, había decidido detener a aquellos cuatro, los otros estaban perfectamente localizados y no habría problemas, para detenerlos más tarde.

En dos vehículos sin identificación policial, de vidrios ahumados, llegaron seis policías de particular, que inmediatamente se pusieron a la orden de Oscar. Recorrieron en dos grupos, los ciento y pocos metros, abriéndose hacia ambos lados para sorprenderlos, cuando ya estaban rodeados.

Sin mediar mayores explicaciones y en una acción velocísima, en menos de un minuto, los tenían esposados, en los asientos traseros, de a dos, en cada uno de los automóviles policiales. Dispusieron que cuatro detectives, se encargaran de llevar a la central, los vehículos de los delincuentes, mientras Oscar y Leal, como acompañantes de los conductores de los coches oficiales, encabezaban la columna, con los histéricos detenidos, perfectamente asegurados entre las mallas de acero, que bloqueaban toda salida del cubículo trasero.

Sin mediar ningún interrogatorio, fueron alojados en celdas separadas, totalmente incomunicados, sin la más mínima posibilidad de verse o hablarse. 

Oscar debía hacer algunas diligencias, entre ellas hablar con el forense, que esperaba aclarara todo aquel embrollo y le permitiera presentar un caso firme ante el juez.

En la vivienda, relativamente humilde, que Catalina arrendaba en la periferia de la ciudad, no encontró nada que pudiera servir. Había desorden, propio de una persona que vive sola, trabajando muchas horas diarias, por un magro salario. Restos de comidas en platos sin lavar, amontonados en el fregadero, prendas desperdigadas por sobre los muebles, una cama sin rastros de haber sido usada desde hacía varios días, polvo acumulado, pero nada más.

En cuanto a las novedades forenses, sí, había una importante. Debajo de algunas uñas de la mano derecha, se había encontrado restos de piel, cuyo ADN, no pertenecía a la occisa, era una prueba más de la lucha por liberarse de aquellos malvados.  

La última diligencia, antes de interrogar a los detenidos, era buscar en las ruedas de la camioneta, el dibujo amputado en uno de sus extremos y compararlo, con los moldes obtenidos en el palmar de La Pedrera. Sin titubear, empezó por la rueda trasera izquierda. Aquella debía ser. Hubo que mover  hacia adelante la Galloper, hasta que apareció sin ninguna duda. Era idéntico al molde. Aquella prueba era irrefutable, además contaría, en caso necesario, con la declaración del recolector de butiá, que presenciara el ingreso del vehículo, al camino que llegaba, casi, hasta la playa.

Tenía los elementos suficientes, para obtener una confesión completa, de por lo menos uno, Ariel, aunque estaba seguro, que ahora sí, terminarían hablando todos.

Empezó con su cicerón de la víspera: -¿Dónde vive José?... –No conozco ningún José. –Ayer subió a tu Galloper, frente al bar donde estaban hoy, y vos la manejabas, no te hagas el idiota, ¿donde vive?... –No sé, nunca se lo pregunté. -¿Cómo que no sabes, si el domingo al mediodía, fuiste con él a levantar a las chicas? -Yo no levanté ninguna chica, el domingo no salí de casa. -¿Cómo me explicas, que tu camioneta, entró al anochecer del domingo, por el camino que va hasta la playa, que desemboca a algo más de un kilómetro después de La Pedrera? –No tengo nada que explicar, yo no salí de mi casa. ¿Entonces fue tu padre? –¡No!, él tampoco salió el domingo, trabajó todo el día. -¿Bueno, quién la manejaba? ¿a quién se la prestaste? –A nadie, pasó todo el día en el garaje, guardada, como casi siempre. – Tengo testigos, que la vieron entrar y sacamos varios moldes de las huellas, que coinciden perfectamente. Te aconsejo que hables, porque hay dos mujeres muertas, es un caso muy grave y eres el más comprometido. Todas las pruebas están en tu contra, te doy esta única oportunidad. –No le voy a decir ninguna palabra más, quiero llamar a nuestro abogado. – ¡Ha!!... el niño quiere su abogado... bien, después de las veinticuatro horas que pienso interrogarte, si te quedan ánimos, podrás llamarlo, mientras tanto quiero escuchar tu canción, porque ya se me está acabando la paciencia, no me importan tus berrinches de niño rico, así que por última vez te pregunto, ¿donde vive José? y quiero el nombre y el domicilio completos. Ahórrate fatigas y a cantar, que es la única forma que podrás conseguir que el juez no sea muy severo contigo. 

En aquel tenor siguió el interrogatorio, por más de dos horas. Cuando la paciencia de Oscar estaba llegando a su límite, Ariel dio la primera muestra de que en minutos se derrumbaba. Pidió agua, mientras se pasaba la mano, por enésima vez, en su frente sudorosa. Tenía la ropa pegada al cuerpo y empezaba a sufrir el calor.

Fue el momento que esperaba. –Después que hables,... recién van tres horas, te faltan apenas veintiuna. Si identificas plenamente a José, te dejo descansar y te hago traer agua

–Creo que vive en un apartamento del edificio frente al cerro y se llama José Eduardo Lagarmilla, el padre es el dueño de la Inmobiliaria de la planta baja y es abogado. –Eso último no me interesa, ni me intimida, van a necesitar muchos abogados para salvarse de la pena máxima. Solamente podrás salir mejor, si ahora, ya, me cuentas todo. Que pasó con las otras dos muchachas, ¿las mataron también? –Yo no maté a ninguna. -¿Pero estuviste en la juerga?... silencio... Contéstame. No compliques más las cosas, tu situación está muy comprometida. –Bueno, yo no hice nada malo, nos juntamos para tomar unas copas y nada más. -¿Dónde fueron a tomar esas copas?, ¿a la casa de quién, en la Barra? –De Felipe, el pelirrojo que venía en el otro auto. -¿Cuántos eran? –Nosotros, seis y las chicas cuatro, dos no pudieron ir. -¿De dónde las conocían? –A Leticia, del hotel, Catalina había trabajado varias veces en la casa de José, Romina es una piba que se relacionó el sábado con Alberto y Paula, también el sábado, bailó en una disco, con Rafael, las otras dos, no se quienes eran, además no fueron. –Bien, vamos a verificar algunas cosas y después sigo contigo.  

 Oscar, había decidido, que aquello, por ahora era suficiente. Seguiría con el pelirrojo.

Empezó con una pregunta, que aparentaba poca importancia: -¿Por qué motivo, Ariel y José cambiaron las parejas?... -No sé, creo que José le tenía ganas a la chilena y a Ariel, le servía cualquiera. –Vos, ¿con cuál te acostaste? –Con ninguna, yo solamente fui a tomar unos tragos y estuvimos charlando con Paula que no quería nada con Rafael. -¿Él, Rafael, con cual de las chicas tuvo relaciones?... El estaba enloquecido con Cata, porque José decía que era una máquina, que era insaciable... -¿Romina y Alberto estuvieron juntos esa noche?... No sé que paso con ellos.

Oscar, sin más palabras, suspendió el interrogatorio, abandonando la sala. Felipe quedó solo, encerrado entre aquellas cuatro paredes, sabiendo que no tenía salida, había oído perfectamente el sonido de la cerradura, cuando fue cerrada con llave. Pasaría algunas horas, en aquella situación, sin el menor cambio. La transpiración cubría su cuerpo, sentía la sequedad en la boca y violentos temblores, le sacudían visiblemente. El duro y hábil declarante de San Carlos, no demoraría en derrumbarse. 

Oscar, tenía muy claro, que para aquel tipo de individuos, no valían los interrogatorios intensos, había que realizar un trabajo de ablande previo. Mientras su detenido sufría la soledad en la sala, habría de realizar otras averiguaciones, algunas visitas e incluso interrogar informalmente a algunos empleados del hotel y si era posible, al padre de Ariel.

Primero, fue a la Agencia para la que trabajaba Catalina, en procura de alguna información, sobre los hábitos de la chica. Más tarde iría al hotel y ya aprovecharía para almorzar y tratar de interrogar a algún empleado. Pasaría por la oficina del forense, para solicitar estudios de ADN de los detenidos, a fin de realizar la comparación correspondiente, con los restos de piel obtenidas en los peritajes anteriores y recién seguiría interrogando a Felipe.

 Se había radiado la orden de captura de José, pero no se le había localizado aún. En cuanto a Leonardo, la policía de Punta del Este, continuaba con sus redadas, aunque también sin resultados positivos. Oscar no deslindaba responsabilidades de estos dos, aunque estaba seguro que los cabecillas estaban entre los cuatro detenidos.

Cuando se disponía a continuar el interrumpido interrogatorio, le avisaron de una llamada. Era el abogado Lagarmilla, solicitándole una entrevista, para aclarar la situación de su hijo. Nueva suspensión y Felipe, ya empezaba a desplomarse, en la soledad de la sala, observado atentamente a través de las cámaras, por Leal.

La entrevista fue breve, el abogado aseguraba la inocencia de su hijo y pedía seguridades, para llevarlo a declarar, exigiendo su presencia durante el interrogatorio. En principio, Oscar le negó rotundamente cumplir con sus requerimientos, asegurándole sí, que serían respetados estrictamente sus derechos. Además se permitió recordarle, que, como profesional del Derecho, estaba obstaculizando la acción policial. En verdad, nunca había atendido asuntos penales, su actividad inmobiliaria, le había mantenido siempre en contacto con los estrados de asuntos civiles, por lo que su magra experiencia, no sería más que perjudicial para los intereses de su juerguero vástago. Accedió a colaborar, prometiendo que procuraría localizar a su hijo y conducirlo a la central.

Ahora sí, continuaría con Felipe. –Lo primero que quiero que me digas, sin ningún tipo de reticencias, ¿Romina y Alberto, participaron en la juerga, o se fueron antes de empezar?... –La chica estaba enferma o algo así, incluso creo que hasta estuvo por desmayarse y Alberto la llevó en la camioneta, hasta la parada, creo que volvió en ómnibus a Punta del Este, es todo lo que sé de ella. Después que Alberto volvió, se fue con Rafael y Cata, a uno de los dormitorios. -¿Y vos no fuiste, también?... –No, yo me quedé en el living, tomando cerveza... -¿Junto a Leonardo?... –No, él no estaba, no sé que hizo, no sé con quien se fue a la cama,... de él no sé nada. –Bien, ¿cómo sabes que Alberto, Rafael y Catalina, estaban juntos, si los dormitorios están en la planta alta y vos estabas en el living, abajo, y en el otro extremo de la mansión?... –Porque, eso dijeron ellos... -¿O te lo inventaste vos?, hay pruebas de que en ese dormitorio, además de ellos, estabas vos y Ariel, creo que es hora de que empieces a hablar con la verdad. Te estás metiendo en un atolladero y si no paras rápido, vas a seguir enterrándote. Por ahora vamos a dejarlo así, dentro de un rato seguimos, vas a quedar quietito en esa silla, hasta que regrese... Ah!!! ¿Dónde tienen los avíos de pesca, en la mansión?, quiero una respuesta certera, porque no te conviene hacernos perder tiempo... –En nuestra casa no hay avíos de pesca, no van a encontrar nada. –Bien, quieres seguir enterrándote, es tu elección...

Nueva suspensión para Felipe, seguiría con otro, con Rafael. Al inicio, Oscar percibió, que aquel sujeto, ya estaba totalmente entregado y en pocos minutos, declararía ampliamente.

-Quiero que me digas todo lo que pasó el domingo por la tarde, pero todo, estás implicado en dos asesinatos, está plenamente comprobada tu participación, por lo que no quiero escuchar mentiras... –Yo no quería hacer nada malo, pero decían que era una hembra de primera y que debíamos ser por lo menos cuatro para satisfacerla, por lo que nos fuimos al cuarto con ella, Ariel, Felipe, Alberto y yo. Empezó Alberto, después seguimos los otros y cuando Ariel la agarró de vuelta, la piba empezó a gritar, entonces Felipe se fue y volvió con unas líneas de pesca y la ataron a la cama. Después empezamos de nuevo y fuimos tres o cuatro veces cada uno, como la piba no dejaba de gritar, Ariel le puso una cinta adhesiva en la boca y como no se quedaba quieta al fin, con la sevillana le cortó el cuello. Yo me asusté y disparé para el cuarto en que estaban José y Leticia y cuando les conté lo que había pasado, Leticia empezó a gritar, histérica, y José, para callarla le apretó el cuello, pero despacio, sin mala intención, estoy seguro, y parecía haberse desmayado, aunque no se recuperó más. –En cuanto a Romina, ¿Qué hicieron con ella? -Sé que tenía que volver a Punta del Este, antes de la seis de la tarde, creo que se fue caminando hasta la parada. -¿Y Leonardo, que hizo, con cual de las chicas fue a la cama?... No!, Leonardo paso casi toda la tarde mirando tele, es muy tímido para ir a la cama en barra, creo que al final no se enteró de casi nada, lo que pasa, es que Ariel lo tiene bajo la bota y dice lo que él le manda, el pobre no tiene culpa de nada... –No te prometo nada, pero si dijiste toda la verdad, quizá el Juez lo tenga en cuenta, por ahora te van a llevar a una celda, te darán comida y algún refresco y después te pasamos al Juzgado.

Era increíble, que aquellos aparentemente jóvenes normales, llegaran a tal insanía, pero aquella confesión no merecía dudas, aunque habría que seguir hurgando.

Una prueba concluyente, por lo menos sobre la responsabilidad de uno de aquellos sádicos, acababa de ingresar a la central dentro de un sobre. Era el protocolo de las pruebas de ADN, de los cuatro detenidos. La de Ariel, definitivamente coincidía, con los parámetros del resultado, de la prueba practicada, a los restos de piel, extraídos de las uñas de Catalina.

El caso estaba prácticamente resuelto, pero era imperioso detener a Leonardo y esperar que el abogado Lagarmilla, llevara a su hijo José. De lo contrario, habría que aclarar algunos puntos que aún no estaban lo sumamente claros, para elevar el caso al señor Juez.

No fue necesaria mucha espera, José apareció, prácticamente de la mano de su padre, desecho en llanto, mientras que la policía de Punta del Este, comunicaba la detención de Leonardo, quien ya era conducido a la central de Piriápolis.

José, sin ninguna reticencia, relató, con lujo de detalle, como consiguió vencer la resistencia de Leticia, para que tomara una copa y luego como en pocos minutos estaba totalmente borracha, pidiendo más whisky, tomándose en poco tiempo más de media botella y su terror cuando, la chica enterada de la muerte de Catalina, empezó a gritar y él, en su desesperación quiso callarla apretándole el cuello. Entre los estertores del llanto, gritaba su arrepentimiento por el horror que había hecho, asegurando su falta de intencionalidad.

En un par de horas, Oscar tenía ya el informe, para elevar al Juez. Ahora vendría la lucha entre Fiscal y abogados defensores. Para esa etapa, Oscar y su equipo serían los principales testigos de la fiscalía.

Fue un juicio rápido, las pruebas y testimonios fueron concluyentes, la pena máxima, por violación reiterada, homicidio especialmente agravado, obstrucción a  la justicia y otros cargos menores, aseguraban a Ariel, unos cuantos años de reclusión, en una prisión de máxima seguridad. Le seguía en gravedad la situación de Felipe, también violación y complicidad en homicidio especialmente agravado. Luego, Alberto y Rafael, también con los cargos de violación y complicidad en homicidio especialmente agravado, gracias a la actitud más pasiva en el asesinato, recibirían unas penas algo menores y con referencia a éste último, el Juez tuvo en cuenta su declaración, para concederle algún otro pequeño beneficio. En cuanto a José, por el asesinato de Leticia, sería recluido con el cargo de homicidio. Leonardo, también procesado, tuvo el beneficio de una pena supletoria de cumplir con labores sociales, durante la semana y los días sábados y domingos, debería permanecer recluido en una celda de la Comisaría de Piriápolis, que luego en razón de las gestiones de su abogado, basadas en su lugar de domicilio, lo haría en la delegación de Punta del Este.

En la sala judicial, donde se debatía el caso, se habían hecho presentes, además de la que fuera amiga de Leticia y la acompañara en sus giras de trabajo, los padres de la joven chilena, que hacía menos de dos meses la habían despedido, felices, en el aeropuerto de Concepción y hoy tendrían la dolorosa labor, de volver con su cadáver, a su patria.

De Catalina, solo había concurrido su único familiar, un hermano, que vivía en Montevideo, donde se había establecido con su propia familia.

 Para Oscar, su primera investigación en homicidios, le dejó un sabor amargo, había debido tratar con delincuentes sádicos, que se habían ensañado en forma horrorosa, con una pobre muchacha, cuya única culpa, fue su liberalidad y otra, de inocencia casi infantil, que por causa del terror de su acompañante de turno, encontró una muerte estúpida

Fue una experiencia dura, pero aquel investigador nato, vocacional, sabía que no volvería nunca a hurtos y rapiñas, que definitivamente su lugar estaba allí, en homicidios, en la lucha frontal contra el crimen. 

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3

Un crimen casi perfecto

Habían transcurrido ya, cinco días de la ocurrencia del asesinato del industrial Tomás Indalecio Fernández y la investigación no avanzaba. La falta total de pistas razonablemente consistentes, agravado por la pérdida de once minutos de grabación del circuito principal de cámaras, hacía terriblemente engorroso el trabajo. Solamente funcionaron en forma continua las mini cámaras ocultas, que cubren escasos abanicos en la entrada principal del estacionamiento, la salida del ascensor y las áreas reservadas para estacionamiento de los ejecutivos.

Las mini cámaras, no registraban, durante los once minutos de silencio del otro circuito, ninguna presencia, más que la de una mujer de abundante cabellera rubia, que entrara por la puerta principal, caminara unos pocos pasos dentro del estacionamiento, para salir nuevamente.

La única peculiaridad que dejaba una interrogante abierta, era aquella presencia extraña. Lo furtivo de la entrada, podría dar lugar a plantear varias hipótesis: equívoco al entrar, cambio de planes o quizá el haber apreciado algún movimiento sospechoso que le produjo temor y la obligó a salir. Además el registro no mostraba más que la espalda y por un instante un semi perfil, cuando la dama, ostensiblemente, sacudía su cabellera. En definitiva el aporte era mínimo o nulo.

Félix, el chofer del industrial, luego de un día de internación, por una leve herida de bala en su muslo derecho, trataba vanamente de colaborar con el equipo investigador. Su cháchara no aportaba nada, pero no cejaba en su empeño, por aclarar la muerte del excelente y apreciado patrón, sintiéndose muy afectado por haberlo visto, en el momento que caía muerto bajo la balacera. –Eran por lo menos tres o cuatro y las balas venían de todos lados, era horrible, parecía un verdadero infierno, cuando me hirieron y miré al señor Tomás, vi que en aquel preciso momento se llevaba las manos al pecho, dejando caer su maletín y enseguida estalló su frente, se desplomó sin un quejido, se oían chasquidos sordos, pero nunca oí los estampidos de los disparos, estaba totalmente confundido, no sabía que hacer y cuando sentí que mi pierna no me sostenía y no podía caminar me cubrí la cara con las manos y caí contra el auto, cuando no escuché más los chasquidos mire alrededor y no vi a nadie, no tengo idea de quienes eran, estábamos solos y el señor Tomás no se movía, fue cuando llamé con mi celular a seguridad, creo que en ese momento me desmayé, porque solo reaccioné cuando uno de los guardias me golpeaba la mejilla mientras me hablaba.

De aquella forma y en aquel tono, atropelladamente, a veces incoherente, refería una y otra vez los hechos, como grabados por el terror vivido... o ¿cómo una lección bien aprendida? La verdad, era un magro aporte.

Sobre el escritorio de Oscar, se acumulaban informes del forense, de balística, de comunicaciones, de dactiloscopia, fotografías del muerto y del entorno, tal como fuera encontrado por los primeros agentes, de los casquillos en su posición original junto a tres columnas del estacionamiento. Todo esto, aún, no había orientado la investigación, pero eran elementos de fundamental importancia, que en cualquier momento darían sus frutos.

Había que analizar las costumbres, los posibles enemigos, las amistades, los socios, incluso la familia. Oscar empezaría por la empresa.

La secretaria del extinto, era una fina mujer de unos treinta años, sumamente educada y de un trato afectado pero amable. A la pregunta de Oscar, inmediatamente le refirió de algunas llamadas telefónicas extrañas, que luego de ser pasadas a su jefe, según le manifestara éste, se limitaban a palabras incoherentes, ruidos indefinidos y algunas veladas amenazas de muerte o secuestro, a las que no le prestaron mayor significación, que de simple broma de mal gusto. En principio, fueron espaciadas, no obstante, en los últimos días, habían recrudecido y el señor Fernández dispuso se investigara el origen, aunque infructuosamente, puesto que el número que figuraba en el captor, siempre correspondía a cabinas públicas. Si bien esta circunstancia le ocasionó cierta  intranquilidad, no había radicado ninguna denuncia.

Sobre las relaciones con sus socios y el personal, según la secretaria, eran totalmente normales. En la empresa se trabajaba con mucho profesionalismo y no estaban ausentes la amabilidad y el mutuo respeto, lo que había creado una muy buena camaradería entre los empleados y un real aprecio por los ejecutivos. Además entre éstos, se traslucía una consolidada amistad.

Los interrogatorios a otros funcionarios y ejecutivos de la empresa, no modificaron en nada, la visión que le diera la secretaria, por lo que Oscar, daba por concluida, en principio, la labor en el entorno de trabajo.

El dato de las llamadas telefónicas, si bien habían sido hechas desde lugares públicos, que por lo tanto no aportaban nada concreto, serían consideradas como un elemento a investigar debidamente, el resto, aparentemente no aclaraba nada más, que la buena relación reinante en la empresa.

Mientras un colaborador analizaba el informe de la investigación sobre las llamadas, suministrado por la secretaria, Oscar haría una visita a la viuda.

Luego de unos minutos de haber pulsado el timbre, se escuchó un leve chasquido y la voz metálica del intercomunicador, inquiriendo la identificación. Inmediatamente de haber dado su cargo, nombre y motivo de la visita, la misma voz amablemente le invitó a pasar, mientras se habría lentamente el portón de rejas, única abertura en el muro revestido de piedra arenisca de tonos rosa.

El amplio parque albergaba un muy cuidado césped, setos, arbustos de coloridas flores, frondosos árboles, canteros con macizos de violetas, alisos, pensamientos, zinias, magníficos rosales y jazmines, formando un conjunto de singular belleza. Al final del espacioso sendero pavimentado con cerámicas de vivos colores, que se abría en amplia vereda circundante, se elevaba la enorme mansión, de líneas modernas, que contrastaba agradablemente con el jardín.

Oscar, lentamente, respirando con fruición los efluvios de tantas flores y plantas, aún húmedas por el rocío y deleitándose con los refulgentes rayos solares que destellaban descomponiéndose como en un calidoscopio, al herir las sutiles gotas mañaneras, mientras registraba en su memoria todos los detalles, se acercaba a la construcción, donde con la puerta abierta de par en par le esperaba la ama de llaves.

Desde el amplio recibidor, tenía una vista magnífica de la escalera de mármoles veteados, en la parte posterior del salón contiguo, que ascendía al primer piso, por la que no tardó en aparecer la cimbreante figura de la viuda, enfundada en un taier color salmón, por cuyos hombros descendía la cascada de ébano, de su pelo.

Luego de saludar y ordenar a su asistenta, el servicio de café para invitar al visitante, ocupó el coqueto silloncito de terciopelo, frente al sofá que ofrecía a Oscar.

La escrutadora mirada del Oficial, recorrió la amplia estancia, evaluando el enorme valor del mobiliario de finas maderas, las pinturas, los objetos de arte que la adornaban y la exquisitez de la decoración.

Si bien aquel rápido inventario no pasó desapercibido para la dueña de casa, no se dio por enterada y directamente inquirió sobre los progresos de la investigación.   

-El progreso ha sido muy lento, pero tengo a todo el equipo trabajando, siguiendo varias líneas de investigación. Necesitamos su colaboración, para ayudarnos a recomponer algunos pasos, de las últimas horas de vida de su esposo y cualquier información que a usted le parezca interesante que conozcamos. Por ejemplo, ¿era costumbre de su esposo, retirarse en horas tan avanzadas de su empresa? -Realmente lo hacía unas dos o tres veces por semana, generalmente cuando tenían junta, al final del día. -¿En días fijos?     –No, lo decidían según las circunstancias. -¿Se lo comunicaba por teléfono?    -Siempre. – ¿Esta vez lo hizo? –Sí. –Cuénteme, sobre los gustos, costumbres, en fin, lo que se le ocurra, sobre su esposo, ¿hace muchos años que estaban casados? –No muchos, apenas dos años, nos conocimos un año antes, cultivamos una muy linda amistad, luego nos hicimos novios y así llegamos al matrimonio. Yo trabajaba para una compañía de medición de opinión, que en aquel momento, analizaba la aceptación de una línea de productos de alto valor, que se estaba vendiendo entre ejecutivos de empresas de primera línea. Era la última residencia de mi zona que debía encuestar y cuando me disponía a pulsar el timbre, desde el interior del parque, por donde paseaba, el dueño de casa tuvo la gentileza de atenderme. Al referirle mi misión, fui invitada a ingresar a la mansión, donde luego de cumplirla, espontáneamente iniciamos una charla que se prolongó por más de una hora, hablamos de mil cosas como dos viejos amigos. A los dos o tres días, la telefonista de mi compañía, me acercó un mensaje, en el que me pedía que lo llamara, que había quedado encantado conmigo y tendría gran satisfacción, si aceptaba su invitación a tomar el té. Me agradó y le llamé. De esa forma iniciamos una preciosa amistad. Asiduamente nos encontrábamos, para compartir el almuerzo o la cena, en distintos restoranes, algún fin de semana, lo hacíamos en su mansión. Como ninguno de los dos teníamos familia u otros compromisos, no había trabas para reunirnos y se hizo una muy agradable costumbre. -¿No tiene ningún otro familiar? –No, soy hija única y mis padres fallecieron en un accidente, cuando tenía apenas cinco años y fui criada en un orfanato religioso. –Cuénteme sobre sus amistades y las de su esposo. –Bueno, realmente no tenemos amistades, mi esposo era algo mayor que yo y las amistades que cultivara durante su primer matrimonio, eran de personas mayores también y fueron perdiéndose con el tiempo, puesto que nuestra unión nos colmaba plenamente y nos había retraído un poco en ese sentido. Aunque regularmente ofrecíamos reuniones en nuestra casa, no puedo decir que eran de amigos, sino más bien de colegas de mi marido. Como puede ver, luego de casi tres años de plena felicidad, me encuentro nuevamente en la soledad total, he perdido lo más hermoso que me diera la vida y realmente no se como superar esta tristeza y seguir adelante. -¿Cómo la enteraron del atentado contra su esposo? –El chofer, llamó desde su celular a la seguridad de la empresa, e inmediatamente de auxiliarlo y llamar a la policía y la emergencia, me avisaron a la casa, de la ocurrencia del atentado, aunque no me dijeron que mi esposo había fallecido. Inmediatamente me dirigí a la empresa, en mi automóvil y me encontré con aquel horrible cuadro. –Le agradezco su colaboración y espero no tener que molestarla nuevamente, pero sí, le pido, que de recordar cualquier cosa que piense pueda ser de ayuda, no deje de llamarme.

De regreso a su despacho, Oscar repasaba los informes y peritajes acumulados, sintiendo que algo no le “cerraba”. Del cotejo de los informes del forense, del cual se desprendía que la herida en el muslo del chofer, había sido causada por una bala en franca trayectoria descendente y del de balística que había determinado la dirección de la que atravesara la rueda trasera del vehículo, deducía ser el mismo disparo, cosa que no coincidía con las trayectorias lógicas desde los lugares en que estaban los distintos casquillos. A una distancia de diez u once metros, la trayectoria sería apenas descendente, pero aquel ángulo lo establecía en apenas tres o cuatro metros. Habían sido encontrados nueve casquillos, tres cerca de cada columna. Los cinco disparos que perforaron la carrocería del automóvil y un sexto que se incrustara en la pared, no ofrecían dificultad para establecer la dirección de los mismos y coincidían con la ubicación de dos casquillos junto a una columna, tres junto a otra y uno más en la más alejada, pero la dirección de las balas fatales y la que hiriera al chofer no estaban muy claras. Si los casquillos fueron cambiados de lugar, quien lo hizo tuvo la precaución de no dejar sus huellas y ubicarlos juntos con los otros  disparados por las mismas armas. Si esto había ocurrido, estaban frente a un crimen planeado con frialdad y por una mente experta o sumamente deductiva.

Cuando la lógica no daba luz, las corazonadas de Oscar aparecían, aunque en aquel momento, solamente veía zonas oscuras, elementos que no eran coherentes con los hechos y poco a poco concluía que la sordidez estaba presente en aquel crimen. No habían motivos para un asesinato por venganza, no hubo intento de secuestro ni robo, las relaciones comerciales eran optimas, el matrimonio muy bien avenido, el personal empresarial y doméstico sumamente conforme. La primera línea de investigación debía dirigirse a una posible doble vida del industrial y el chofer podía ser un elemento clave para desentrañar tal posibilidad.

Iniciaría un interrogatorio muy cauteloso, para no despertar sospechas del objeto de la investigación, evitando así, que por fidelidad a su ex jefe, el indagado ocultara información.

Luego de los tramites normales, donde quedaron registrados los datos personales del chofer, fue conducido al despacho de Oscar, quien no se apartó de sus propósitos, aunque a poco quedó plenamente convencido que por aquel lado el industrial era totalmente honesto y se debía estrictamente a su empresa y a su esposa, desechando la idea a una vida oculta. En definitiva había sido una total pérdida de tiempo.

 Ameritaba un rápido interrogatorio al personal doméstico. La mucama hacía apenas dos meses que se desempeñaba en la mansión por lo que su aporte fue magro; el jardinero, un hombre maduro, si bien hacía casi diez años que trabajaba en la finca, nadie lo sacaba de sus escardillas, semillas, bulbos y fertilizantes y su natural reserva siempre le había mantenido separado de la mansión, dedicando su tiempo al desván de trastos y al jardín; la ama de llaves conocía desde joven a su extinto patrón, había servido en aquella mansión desde su construcción y había sentido su pérdida como la de un ser entrañablemente querido, pero no aportó nada positivo. 

Quedaba la cocinera, una mujer cuarentona, que había acompañado desde su cocina al señor  Tomás, desde que se casara con su primer esposa. Una mujer parca, de pocas palabras, aunque cuando decía algo, lo decía con seguridad, sin el menor atisbo de duda, lo que daba certeza a sus dichos. Al comienzo del interrogatorio, sus contestaciones se limitaban a monosílabos, afirmaba o negaba y allí finalizaba, pero cuando Oscar le hizo alguna pregunta sobre el chofer, hubo una visible contracción de su rostro y una expresión de desagrado. No era persona de su devoción, habría que averiguar el motivo.

-¿Cuánto hace que trabaja para la casa? –Un año, quizá algún mes más. -¿Qué ocurrió con el chofer anterior? –Lo despidieron, dicen que le faltó el respeto a la patrona. -¿Usted piensa que fue el verdadero motivo? –No lo sé, pero no era un hombre de portarse mal, tiene familia, mujer y dos hijos y los adora, siempre andaba mostrando sus fotografías. -¿Sabe donde vive actualmente? –No exactamente, puesto que se fue a vivir en Venezuela, donde un hermano le consiguió un buen trabajo. -¿Cómo contrataron al actual, sabe si fue por intermedio de alguna agencia, por relación particular, por recomendación? –No lo tengo claro, porque cuando vino uno mandado por la agencia, hacía una hora  que  Félix  estaba contratado. Según dijo él, vino por la misma   agencia.  -¿Sabe  si  conocía   a  alguno  de  sus  patrones? –No lo sé. -¿Además de manejar el automóvil del señor Fernández, manejaba el de la señora? –No, solamente ella lo hace.

Ya en su despacho Oscar cotejó las anotaciones de sus interrogatorios y estuvo hojeando algunos informes y otros papeles, antes de retirarse a cumplir otras diligencias. Cuando ya estaba en la vereda, frente a la Central, súbitamente volvió sobre sus pasos, para releer la declaración de Félix. No le aportó nada, pero sabía que en aquel papel había algo. Ensimismado en sus deducciones, con la hoja frente a sus ojos, no encontraba el motivo de su pensamiento. Nuevamente retomó el rumbo hacia la salida. Tras caminar unas cinco cuadras, desde su móvil llamó a la central para ordenar una investigación sobre el pasado del chofer, domicilios de los últimos cuatro años, ocupaciones, ingresos, familia y cualquier dato que pudiera interesar. Recién recordaba, que en la declaración de Félix, había algo, pero no en la declaración en sí, sino en la carátula, donde figuraba su filiación.

La primera intención de Oscar, era visitar nuevamente a la viuda, pero una corazonada tomaba fuerzas y prefirió esperar a reunir otros datos.

La tarde llegaba a su fin y las marquesinas de los bares destellaban en sus multicolores luces, el aroma del café invitaba a unos minutos de relax y saboreándolo, como abstraído, ajeno a toda la barahúnda del lugar, la mente del detective repasaba inconscientemente toda la información que habían reunido de aquel intrincado caso, buscando afanosamente la pista que le condujera a su esclarecimiento.  
    
Cuando concluía su segundo café, por medio de su móvil, solicitó a la central que se le adelantara lo básico de la información requerida sobre el chofer, a lo que prestó especial atención y antes de cortar la comunicación, solicitaba a uno de sus colaboradores que inmediatamente se le reuniera para viajar a la ciudad de Salto. Allí había algo, en la identificación de Félix, había leído que era oriundo de aquella ciudad y ahora recordaba haber visto también ese origen, en la filiación de otra persona indagada.

¿Qué motivos habían surgido, para tan urgente traslado? Una de sus famosas corazonadas. Durante el viaje, Oscar expuso el plan de la investigación a realizar en la ciudad norteña. Debían investigar el pasado de dos personas, in situ, por lo que, a fin de proceder en forma rápida, cada uno se ocuparía de un sospechoso. Sí, Oscar ya tenía dos sospechosos de asesinato.

Con los datos obtenidos por la Central, no ofrecería ninguna dificultad al colaborador de Oscar,  reconstruir fehacientemente la vida pasada de Félix. Se trataba de un joven que se había graduado en forma destacada en electrónica, en el Politécnico, había trabajado algunos años en instalación y mantenimiento de equipos de alarma y seguridad, dominando ampliamente toda la gama de ordenadores, con los que había adquirido una experiencia tal, que con los elementos adecuados podía interferir en cualquier circuito electrónico, introducir o extraer datos, modificar su funcionamiento, alterar su configuración, incluso a distancia. En resumen, un experto en su materia. Inexplicablemente, para  sus conocidos, hacía unos cuatro años, había emigrado con su novia, a la capital. Había dejado buenos recuerdos, a excepción de su padre. El hombre, viejo funcionario de la represa binacional, continuaba con un profundo resentimiento, no tanto con su hijo, sino con la novia, que según sus dichos, lo dominaba como a un pelele y lo llevaría por malos caminos. La conocía, únicamente por su nombre de pila, Estela, no sabía quienes habían sido sus padres, las pocas veces que habló con ella, fueron suficiente para considerarla una mujer sumamente peligrosa, capaz de usar cualquier artilugio que le posibilitara sus fines: poder y dinero. Recordaba con profunda amargura, el último encuentro con su hijo, cuando al advertirle de sus reservas en contra de su novia, reaccionara violentamente dejándolo sin siquiera despedirse, diciéndole únicamente, que no lo volvería a ver. Hasta hoy, no había tenido ninguna noticia de él, ni siquiera cuando falleció su esposa tuvo la posibilidad de avisarle... había desaparecido. 

La labor de Oscar no fue tan fácil. Las apariciones recordadas de la persona objeto de su investigación, eran esporádicas, dejando largos períodos en que nadie podía aportar nada. Era una mujer exquisitamente bella, de actitudes sumamente cuidadas, habiendo dejado muchos recuerdos, pero ningún amigo. No encontró ningún familiar, ni nadie que le orientara hacia alguno. Escuchó varias veces, aquella misma expresión: era muy linda pero mala, una mujer de cuidado. Siempre vivió en piezas alquiladas o pensiones, sola. Poco, o casi nada, se conocía de sus actividades, trabajo, estudios. Solo había dejado una sensación desagradable.

No era mucho, pero confirmaban un perfil, que Oscar preveía. La visita a Salto había llegado a su fin y los resultados podían ser halagüeños, a la llegada a la capital habría novedades. El mutismo del jefe, fue la constante en el viaje de regreso, su colaborador no consiguió percibir el rumbo de sus pensamientos, pero estaba seguro que su mente analizaba constantemente todos los datos obtenidos y al cabo de unas pocas horas, era probable que el caso estuviera resuelto. Aquella actitud era muy conocida y también sabían, de la inutilidad de tratar de obtener respuestas, cuando Oscar no las quería dar. Las conclusiones vendrían con los próximos acontecimientos.

Como ya era muy avanzada la noche, Oscar quedó en su departamento, mientras su asistente, devolvería el auto en la Central. Luego de una larga y reparadora ducha caliente y una frugal cena, la cama acogió dentro de su tibieza el profundo sueño del detective, para a la mañana, descansado, pedir el auxilio correspondiente, para realizar unos arrestos.

Acompañado solamente con su más próximo colaborador, quien oficiaba, como siempre, de chofer, se dirigió a la mansión del cuidado parque, ahora con una única habitante, rodeada por una cohorte de sirvientes. Otro equipo detendría a Félix.

 La dueña de casa, no se mostró sorprendida por la visita a tan temprana hora, sino muy interesada por los progresos de la investigación, demostrando su impaciencia por que se esclareciera el crimen de su marido. 

Luego de algunas ambiguas respuestas de Oscar sobre la investigación, la tranquilidad de la dama fue aventada, al escuchar la afirmación, directa, sin lugar a réplica, demoledora, de que el caso estaba resuelto. Aquella voz calma, pausada, penetraba en su mente, abriendo un surco de horror, veía tambalearse el mundo, una negra lobreguez lo inundaba todo y un desplome irremisible se insinuaba en los desorbitados ojos.

-El asesinato ocurrió a las once y cuarenta y cinco minutos, tomando la mitad del período de silencio del circuito de cámaras, usted, según su declaración, luego de cinco o seis minutos fue avisada y en menos de veinte llegaba a la empresa, si consideramos que con tránsito normal y a la máxima velocidad posible, se demoran cuarenta minutos desde esta mansión al lugar de los hechos, concluimos en la falsedad de su afirmación. Usted y Félix mantienen relaciones desde antes de emigrar de Salto, donde usaba su primer nombre: Estela, que al trasladarse a la capital procuró borrarlo usando solamente Mary, pero los documentos lo siguen conteniendo. Usted planeó el asesinato, haciendo uso de su dominio absoluto sobre la voluntad del chofer, cuyo ingreso irregular a servicio de su esposo hemos constatado, puesto que no fue enviado por ninguna agencia de colocaciones, sino que se adelantó al primer candidato obteniendo el puesto. Usted, luego de mostrarse rubia, en la entrada del estacionamiento, ingresó a la empresa por la puerta principal, accediendo al garaje, por la escalera que desemboca a poco más de un metro de la puerta del ascensor. Allí surge la primer pista firme: cotejando las distintas cintas, nos encontramos con que los zapatos que lucen los pies que furtivamente aparecen al pie de la escalera, son los mismos que lucía la rubia que ostensiblemente sacudía la cabeza en la entrada del garaje y a los veinte minutos usaba usted, al aparecer oficialmente en escena. Paralelamente investigamos las llamadas telefónicas con amenazas a su esposo, constatando que si bien eran realizadas desde cabinas públicas, usted no tuvo en cuenta que todas están ubicadas en un entorno cercano a su casa, en un radio máximo de cinco kilómetros, lo que sugiere que fueron hechas por usted o su cómplice, con el fin de confundirnos, haciendo aparecer un móvil inexistente, el secuestro. Luego de su furtiva entrada, hirió de común acuerdo, a su amante; que ya había ultimado a su esposo, recogido y distribuido los casquillos y disparado tres tiros con una arma distinta desde atrás de una columna, otros tres con otra desde otra posición; usted recogió el casquillo de la bala que disparara al muslo de su amante y cómplice y lo ubicó junto a los que contuvieron los plomos fatales y se retiró en espera de los acontecimientos futuros. La ausencia de huellas en los casquillos, se deben a que el chofer usaba los guantes de su uniforme y usted, también lucía guantes cuando se presentó oficialmente en el garaje. Lógicamente si viniera tan urgida desde su casa, no hubiera tenido el tiempo ni voluntad para vestírselos. Además, su plan no tuvo en cuenta que el ángulo del disparo que hiriera a su amante, ubicaba el arma a poco más de tres metros de distancia y los casquillos estaban a más de diez. Cuando creyó oportuna su llegada, apareció. Una primer sospecha surgió al ver su costumbre de mover la cabeza en forma inconsciente, que me sugería una escena vista, debo confesar que me costó cierto tiempo ubicarla, la había visto en la cinta de la cámara que barría la entrada al estacionamiento, pero no había considerado el uso de peluca rubia, hasta que surgieron los zapatos, de ahí en más fueron atar cabos, una rápida investigación en Salto...   –Es todo una fábula!, no tiene ninguna prueba!, ¿donde están las armas que menciona?... –Se equivoca, al día siguiente del crimen, uno de mis hombres la siguió hasta el camino Pavía, frente a las canteras abandonadas, si bien no pudo ver lo que hacía, luego de descender de su auto, es fácil suponer que intentaba desaparecer las armas. En este momento, un equipo especializado, está dragando las profundas aguas y esperamos resultados en pocas horas. Por otra parte, Félix, ante las conclusiones irrebatibles, ya confesó su culpabilidad. Que usted empezó a pergeñar el plan, al conocer al señor Fernández. Reconoció haber interferido las cámaras. Que usted le indicó el momento de presentarse para sustituir al chofer despedido por sus intrigas. Que se veían asiduamente en un apartamento alquilado por usted, en la calle Colonia casi Yaguarón. Y finalmente, que planeaban, inmediatamente cobrara el seguro y la herencia de su esposo, emigrar a Isla Margarita. Concluyendo, voy a proceder a detenerla acusada de autor intelectual y complicidad en el asesinato de su esposo.

Fue un juicio rápido, el chofer procesado por asesinato especialmente agravado con meditación y alevosía. La viuda por complicidad en asesinato con iguales agravantes. Luego, la negra lobreguez de la prisión, volvía a ocupar la mente enferma de la hermosa mujer, a la que esperaba una vida sin seguro, sin herencia, sin amante... tan lúgubre, como la celda.

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