La vía del ferrocarril, luego de
internarse por la oquedad obscura del túnel, inicia una suave curva hasta la
vieja estación para internarse nuevamente en el chaparral, entre cerros y
abruptos barrancos, alejándose del pequeño poblado.
Aquella mañana de persistente niebla,
luego de una breve parada, para bajar un solo pasajero y algunos bultos, entre
la humareda de su chimenea y el vapor de su caldera, con un cansino resoplido y
la estridencia de su pitido, parte nuevamente la vieja locomotora arrastrando
su larga ringlera de vagones.
Pero en el andén no quedaba el único
pasajero y los bultos descargados, sino que también, en uno de los viejos
bancos, se encontraba un hombre profundamente dormido, o así lo parecía.
El
único funcionario de la estación, ya lo había visto, pero decidió
dejarlo descansar, quizá fuera un viajero cansado que esperaba el tren.
Su sorpresa fue mayúscula cuando ve que
se alejaba el tren y el supuesto viajero seguía dormido en el banco y decidió
despertarlo.
Al primer intento percibió algo raro, un
pequeño charco rojo se destacaba debajo del banco y el hombre permaneció
inmóvil, impasible. El horror se dibujó en la cara del trabajador, aquel hombre
estaba muerto.
No había transcurrido ni veinte minutos,
cuando ya estaban en la estación el encargado del puesto policial, su único
asistente y el Juez de Paz del pueblo, los tres totalmente desorientados no
sabiendo que hacer. Era evidente que se trataba
de una muerte violenta y sus magros conocimientos no los capacitaban para investigar
las causas.
Un llamado a la Jefatura de Policía
Departamental realizado por el encargado del puesto, luego de comunicarse con
el Comisario de Paso del Cerro y uno al Juzgado Letrado de parte del Juez de
Paz, dieron inicio a una compleja investigación, que mantuvo perplejos a los
tranquilos pueblerinos, por las derivaciones que se sucedieron a partir de
aquel triste descubrimiento.
Al cabo de una hora, Juez Letrado, Médico
Forense y un equipo de investigación de la Jefatura de Policía llegaban al
lugar iniciando los primeros relevamientos de posibles pruebas, que no fueron
más que algunas fotos del occiso, la mancha roja en el piso y poco más. No
encontraron identificación, documento de
ninguna clase, ni dinero… nada. El hombre era al momento totalmente
desconocido.
El médico forense, realizó un
reconocimiento primario del cuerpo, encontrando únicamente un enorme rasgón en
el pecho, que a simple vista se veía profundo, pues dejaba descarnado parte del
esternón y un par de costillas rotas. Indudablemente había producido un gran
sangrado y consecuentemente una anemia aguda que lo llevó a la muerte. Pero la
gruesa campera que llevaba puesta no podía haber absorbido toda la sangre, lo
que dejaba planteada la duda sobre el lugar en que se realizara el ataque,
quedaba claro que el cuerpo había sido llevado a la estación ya muerto y el
pequeño charco había sido producido por algunos pocos restos de sangre.
Restaba un relevamiento circundante a la
estación y alguna parte de la vía por si aparecía alguna evidencia que ayudara
a la investigación.
Nada, todo el entorno normal. Aquel
revuelo de gentes extrañas, solo motivó que poco a poco se fueran juntando en
los alrededores la mayoría de los pobladores, posibilitando a los
investigadores realizar algunas preguntas pertinentes por si alguien pudiera
ofrecer algún dato que les orientara.
Todo inútil, solo la afirmación de un
lugareño un tanto desarrapado, que solo motivó la risa de varios vecinos, pero
que en algún investigador prendió en el subconsciente.
Sin identificación del occiso, sin
pistas, todo un enigma imposible de resolver, el Jefe de la Policía
Departamental no dudó en pedir ayuda a la Capital.
Por la media mañana del día siguiente
arribaba Oscar y su ayudante Leal, en el
viejo Peugeot de la Central que siempre estaba pronto para algún viaje
imprevisto a la campaña.
El informe forense era preciso en cuanto
a la hora probable de la muerte, producto de anemia aguda por sangrado en
herida desgarrante en tórax, pero no era muy preciso en el tipo de arma u
objeto que produjera tal herida. Se desprendía del informe que no se trataba de
arma blanca sino de un objeto con punta muy filosa, el resto dentado y no
recto, quizá curvo, pues parte del desgarro, en la parte más baja, se producía
de adentro hacia afuera, evidenciado por el “desgarro en interior de quinta
costilla izquierda a siete milímetros de la escotadura costal”. Se constata “seccionado ventrículo derecho y aorta
descendente”, finalmente “en pulmón izquierdo a la altura del bronquio
terciario, con sesión de éste, desgarro en lóbulo inferior”. En la parte
superior del desgarro se podía apreciar la potencia del ataque pues las “tercera
y cuarta costillas estaban seccionadas” totalmente, pero “no en forma limpia
sino que las esquirlas y bordes interiores se veían fracturados” constatándose
que “el arma se introdujo por esa zona”.
No se constatan otras lesiones ni hematomas en el resto del cuerpo.
Luego de analizado el informe forense,
Oscar se dedicó unos minutos para analizar las prendas que vestía el occiso, en
procura de pistas que le indicaran algo sobre la identidad y motivo por los que
se encontraba en la zona. No eran prendas corrientes, un pantalón vaquero de
marca, camisa de calidad, zapatos deportivos también de marca y la campera de
gabardina con varios bolsillos con cierres de cremallera y broches y forro
desmontable de gruesa tela de lana, también de buen precio, lo mismo podía
decirse del bóxer, no eran normales en aquellos parajes. Era un hombre de
ciudad y quizá de buenos recursos económicos, pero nada que lo identificara o
diera pistas para hacerlo, restaba esperar el informe sobre las huellas
dactilares y ADN.
En el sector de Investigaciones de la
Jefatura Departamental, en un pequeño y bastante obscuro despacho, donde una
sucia lamparilla de 40 watts trataba de ahuyentar las sombras, Oscar inicia su
investigación reunido con todos los oficiales que concurrieron al lugar donde
encontraron al occiso. Cotejó fotografías del entorno y valoró las
apreciaciones de los distintos investigadores, pero obteniendo muy pocas cosas
que aparentaran algún avance. Cuando un agente comentó lo dicho por un lugareño
que causó la hilaridad del resto de los pueblerinos, Oscar se mostró interesado
y pidió que se lo repitieran. No parecía tener mucho sentido aquello de que “el
jaguapytá anda de vuelta”, pero por la tarde cuando fueran hasta el poblado,
trataría de ubicar al que lo dijo y ahondar en esas expresiones, pues no se
podía dejar ninguna pista sin investigar.
Terminado el almuerzo en el restaurante
cercano a la Jefatura, sin más trámites, Oscar y Leal se hicieron a la ruta
para visitar el poblado de los hechos y continuar la investigación. Lo del
jaguapytá había intrigado sobremanera al Inspector, por lo que trató de
averiguar primero con el mismo en cargado del puesto policial y su ayudante.
Resulta que hacía algunos años había
ocurrido una muerte que nunca pudo aclararse. Un pobre desgraciado terminó su
vida con tremendas laceraciones en varias partes de su cuerpo, habiendo sido
imposible determinar qué fue lo que le causó las mismas y algunos pueblerinos
le adjudicaron al ataque de un jaguapytá, nombre con que se conoce una especie
de puma que habitara estas regiones, sosteniendo muchos que quedan algunos
ejemplares en los tupidos montes vírgenes de aquellas serranías, y
evidentemente el hombre que lo mencionó el día anterior, poco considerado por
sus vecinos por unas supuestas alteraciones psíquicas, en algún desvarío pensó
que podía haber sido el ataque de algún puma. Estas las conclusiones del oficial,
coincidentes con su ayudante.
El Inspector escuchó atentamente las
explicaciones de sus colegas, pero como hasta ese momento no había sido posible
determinar con qué objeto fue herido el hombre de la estación, no descartó
ninguna posible pista.
De todas formas, iniciaría una excursión
por el pueblo y sus alrededores, para reconocer el terreno en general y a la
vez tratar de encontrar algo que le orientara en su investigación. Recorrió la
vía observando matorrales, arbustos, piedras y pastizales; para entrar al túnel
tuvo que iluminarse con una potente linterna, que pareció despertar de su
letargo diario a varios murciélagos que en locos aleteos cambiaban de
escondrijos; más que las manchas obscuras de aceite o gasoil de las pérdidas de
los trenes, nada; ya fuera de aquella lóbrega oquedad, con alguna dificultad
ascendió por el inclinado terraplén hasta la cima del cerro para volver por
fuera del túnel a campo traviesa. Aparte de algunas ovejas y un par de vacunos,
que pastaban entre los arbustos espinosos, algunas madrigueras, posiblemente de
algunos apereás o tucutucos, unos zarzales. Todo incambiado hasta llegar al
camino que casi paralelo a la vía descendía por la ladera, para inclinarse en
cerrada curva atravesándola en paso a nivel.
Por aquel camino Oscar regresó al
poblado, observando todo minuciosamente. Muy cerca del pueblo, a pocos metros
de un local de ferias ganaderas, despertó su curiosidad un papel que quizá el
viento había llevado hasta el pie de un poste. Era una boleta de pedido del
algún comercio importante, aunque la parte superior donde estarían nombre o
alguna identificación estaba amputado, pero por su tamaño, formato y contenido
impreso no dejaba dudas. Lo extraño era el uso que se le había dado, pues con
la susodicha boleta de pedido, era evidente que alguien, había tratado de
limpiarse las manos empapadas en sangre.
Cuidadosamente, con unas pinzas la
introdujo en un sobre de recolección de pruebas.
Con aquel hallazgo y considerando la
ubicación y la dirección del viento, dedujo que había sido derivado hasta allí,
desde los campos linderos al local de remates. Traspasar el alambrado y
dirigirse a aquellos campos fue una reacción casi automática del inspector.
Un breve recorrido hasta llegar a una
zona de zarzales, imposible de atravesarla, con el calzado y ropas que vestía,
le obligó a desistir, pero de todas formas estuvo hurgando por los contornos,
sin mayores resultados, pero que le permitió divisar a unas pocas cuadras un
campo de cultivos de maíz que se extendía hasta lo que parecía un monte tupido
que discurría por un sinuoso valle al pie de la serranía. Desde su ubicación no
divisaba caminos posibles y por lo avanzado de la tarde no ameritaba una
aventura en solitario por aquellos parajes, por lo que dejaría para la mañana
siguiente, mejor pertrechado y con la compañía de Leal, visitar algunas partes
del monte.
Leal, por entonces, con la ayuda del encargado
del puesto policial, había contratado alojamiento en la pequeña fonda aneja al
principal comercio del pueblo, surgida de la transformación de un depósito sin
actividad, en seis habitaciones; cocina, comedor y cuatro dormitorios. Uno de ellos con baño privado, fue el elegido
por Leal, pues los otros compartían un solo baño. Era amplio y lucía limpio y ordenado,
dos camas muy confortables, un guardarropa, una mesa, dos sillas y un amplio
sillón tapizado en cuero marrón componían el mobiliario.
Por aquel día no había mucho que hacer, ordenar
algunos papeles y analizar nuevamente el expediente que aún no contaba más que
con unas pocas hojas con los informes primarios de los investigadores locales y
el del forense. Cuando agregaba la constancia del hallazgo del papel sucio de
sangre que sería enviado al día siguiente para el análisis correspondiente, se
percata de un elemento que podría llevar a la identificación del occiso. En la
boleta de pedido figuraba el “pie de imprenta” y el número de impresión. El
número de RUT (el registro en Impositiva) indicaba que era una imprenta de
Montevideo, por lo que Oscar en un breve llamado a la Central solicitó se
averiguara a que empresa correspondía y cuál
la razón por la que habría llegado a aquel lugar. Por la hora,
lógicamente las averiguaciones se realizarían a primera hora del día siguiente
y quizá para el mediodía tendría los resultados.
Tarde en aquel poblado con luz únicamente
en los interiores de sus casas y alguna que otra lamparilla en una pequeña
plazuela cubierta de yuyos, no dejaba más posibilidad que cenar lo que hubiera
en la pensión y a dormir. La cena abundante, un puchero bien de campaña, con
mucha carne vacuna, choclo, zapallo, boniato, zanahoria y otras hortalizas,
todo bien condimentado, verdaderamente apetecible, y como postre una compota de
manzanas con ramitas de canela y clavos de olor. Opípara cena como le gusta a
Oscar.
Temprano, el despertar con el canto de
los gallos, el gorjeo de los pájaros, el mugir de alguna vaca y el ladrido de
varios perros, a Oscar y Leal los llevó nuevamente a la realidad de su paseo
campestre.
Desayunaron, como la cena, bien de
campaña, abundantemente, con café con leche, pan casero, manteca casera y un
tazón de mermelada de duraznos también casera. La verdad que Oscar se complacía
con la atención que estaban recibiendo y si no fuera por el trabajo hasta
pensaría en unas vacaciones sin tráfico, sin bocinas, sin papeles, sin
delincuentes, en la paz de aquellas sierras.
Pero había una realidad, un pobre hombre
muerto del que no se sabía ni siquiera el nombre y su misión era desentrañar el
misterio de su final.
La excursión programada, ya estaba en
curso, habían bordeado por un sendero abierto entre la maleza hasta llegar al
borde de la plantación de maíz, que se separaba del zarzal por unos pocos hilos
de alambre. Antes de vadearlo se dirigieron hacia una tupida arboleda que
cubría prácticamente toda una pequeña construcción de adobe y techo de paja a
dos aguas. El lateral de la vivienda se separada unos pocos metros del
alambrado que terminaba en el camino que discurría más adelante. Casi pegado a
la esquina que formaban los alambres al llegar al camino estaba el portón de
entrada. El dueño de casa, al reconocer al inspector y su asistente,
inmediatamente los invitó a pasar y se puso a sus órdenes para lo que pudiera
ayudar.
El inspector en aquel momento, únicamente
quería incursionar por el monte a los fondos de la granja, que según las
informaciones que había recabado pertenecían a la estancia vecina que se
extendía por unas cuantas hectáreas y que su dueño residía en la ciudad
capital, por lo que agradecido declinó la invitación y coordinó para más tarde
hablar sobre el suceso que investigaba. Primero quería hacer una recorrida por
el monte y a la vuelta hablarían más extensamente.
Algunas instrucciones del lugareño de
cómo acceder al monte y se pusieron en marcha por el sendero que los llevaría al fondo de la granja y
luego de sortear el alambrado, estarían a poco más de una cuadra de su destino.
Aún estaban lejos del final de la granja
cuando su excursión fue abruptamente interrumpida por los desesperados gritos
del ayudante del puesto policial que les reclamaba entre balbuceos y gestos
inentendibles. Algo más calmado pudo comunicarle al inspector que había otro
muerto desangrado igual que el que se investigaba.
Cuando llegó al puesto el revuelo era de
un verdadero loquero, vecinos desesperados, mujeres llorosas, jóvenes asustados
y el demente del pueblo en cuclillas, abrazado a sus rodillas
repetía como en una letanía: -el
jaguapytá que volvió y anda matando… el
jaguapytá… es él y anda matando…
El cuerpo presentaba la espalda
destrozada por tremendos desgarrones, a simple vista se veían tres, y por una
de las bocas se veía el rosado de un pulmón partido.
Inmediatamente Leal dio cuenta a la
Jefatura del hallazgo para que se pusieran en marcha los equipos
correspondientes.
Estaba en un pequeño descampado, entre
unos matorrales, a pocos metros del
camino que siguiera Oscar para bajar la ladera del cerro que cubría la vía por
sobre el túnel, a unas cinco o seis cuadras del local de ferias donde
encontrara la nota de pedido sucia de sangre.
El cuerpo no fue movido del lugar y el
inspector dispuso que Leal y el ayudante del puesto policial extendieran una
cinta que circundara el lugar en por lo menos veinte metros a la redonda y no
permitieran el sobrepaso de la misma, a nadie sin su expresa autorización. La
primera impresión de Oscar fue que aquellos desgarrones difícilmente fueran de
un felino, como ya más de uno en el pueblo lo estaban comentando, quizá
influidos por los dichos del pobre demente.
El oficial del puesto, con un profundo
conocimiento de la zona y sus habitantes, seguro de que aquellas muertes no
eran casuales ni eran producidas por ningún animal, le comentaba al inspector
su incredulidad y desazón y su sentimiento de impotencia al no tener ninguna
pista, mientras Oscar observaba minuciosamente todo el perímetro vallado por la
cinta amarilla. Unos matorrales aplastados daban la pauta que hubo lucha entre
el atacante y su víctima, a unos pocos metros iniciaba el rastro de sangre que
terminaba en el tremendo charco que desde el cuerpo se extendía por casi un
metro ladera abajo. Unos metros más arriba una pequeña pala de hierro y una
varilla también de hierro terminada en un gancho de aguda punta, el pobre
hombre fue sorprendido cuando intentaba cazar algún tatú, que Oscar confirmaría
al encontrar a unos pocos metros entre las zarzas una bolsa con un robusto
armadillo en su interior.
Según dedujo Oscar, el ataque se inició
en el sendero al borde de los matorrales y el occiso intentó la huída
atravesándolos casi hasta el borde, donde seguramente recibió el primer golpe,
que lo hizo detener la carrera, resbalar en la grava suelta entre los pocos
pastos del descampado y tambaleándose conseguir dar algunos pasos más, ya
desangrándose, hasta que sobrevino el
ataque definitivo que le produjo la horrible muerte.
Los integrantes de la técnica, recién
llegados, hicieron su trabajo, de relevamiento fotográfico del cuerpo y toda la
zona, tomaron algunas medidas, levantaron unos trozos de tela enganchados en
unos matorrales, una piedra y un trozo de madera con rastros de sangre, la pala
y el gancho de hierro, la bolsa con el tatú, quedando todo numerado en el
registro fotográfico; el médico forense confirmada la muerte, quedó a la espera
de la disposición judicial para realizar la autopsia correspondiente.
Oscar seguía haciendo un relevamiento,
casi un rastrillaje de toda la ladera de aquella serranía en búsqueda de algo
que pudiera orientarle en la investigación, solo encontró una madriguera entre
unas rocas, cerca de la pala y el gancho, con algunas piedras a su alrededor
recién removidas. Aquello no era ningún ataque de un felino, aquello era la
acción de un psicópata, un asesino serial. Urgía identificar los cuerpos e
investigar si algo los podía relacionar y conducir a una pista que les llevara al esclarecimiento de
las muertes. Nada, ni huellas, ni señal alguna, que indicara por donde habían
llegado a aquel lugar el asesino y su
víctima.
Luego de concluidas las diligencias en el
lugar, el Juez ordenó el levantamiento del cuerpo y su traslado para realizar
la autopsia.
Como el puesto policial estaba casi
frente a la pensión en que se hospedaran Oscar y Leal y sus comodidades eran
mínimas para realizar su trabajo el inspector resolvió establecer su centro de
operaciones en su propio dormitorio. Consiguió con el dueño del establecimiento
otra mesa y un par de sillas más y en poco más de una hora ya estaba analizando
nuevamente los datos acumulados hasta el momento. En ese preciso instante
recibió la comunicación directamente de la Central informándole que tenían los
datos de la empresa dueña de la boleta de pedido y posiblemente la identidad
del muerto. Un viajante de la empresa debía haber visitado un cliente en un
pueblo cercano, Paso del Cerro, y desde hacía cuatro días no había comunicado
ningún pedido, debiendo a esa fecha ya estar trabajando en la localidad de
Tranqueras en el Departamento de Rivera, por lo que habían tratado de comunicarse
telefónicamente con él sin resultados. Adjunto a la información venía una
fotografía del viajante suministrada por su empresa. No quedaron dudas el
muerto de la estación era el viajante.
Luego de varias comunicaciones
telefónicas con la Central, Oscar fue reuniendo información sobre el viajante.
Se trasladaba en una camioneta pic-up blanca de la marca Fiat, cuyo número de
matrícula también fue informado, además de su equipaje personal portaba un
portafolios con la documentación de la empresa, estados de cuentas de los
clientes, facturas a cobrar, boletas de pedidos, recibos, quizá algo de dinero
de alguna cobranza o algún cheque, pero de poco monto, pues al pasar por
Tacuarembó había realizado un depósito por lo recibido en la gira hasta esa
ciudad.
Pero ni la camioneta ni aquellos
elementos habían sido encontrados, un enigma más que se sumaba a dos muertes.
El muerto de la ladera del cerro, fue
identificado al poco rato, era un conocido del pueblo, vivía en una pequeña
chacra a unos dos kilómetros del pueblo, con su mujer y varios hijos.
Aparentemente ninguna relación con el viajante.
Desde que fuera despedido de una estancia, se había dedicado a la caza y
era el proveedor de sus vecinos, tanto de mulitas, tatúes y algún carpincho,
como algún pato, gallineta o pavita del monte.
Oscar no dudó en pedir refuerzos a la
Jefatura Departamental, de por lo menos un investigador que le prestara ayuda
en aquel asunto que parecía tan complicado. Si fuera posible alguien que
conociera la campaña y fundamentalmente
aquella zona.
El comisario, que antecediera al actual
en Paso del Cerro, hacía algo más de cuatro años que había sido trasladado y
por su perspicacia y buen olfato en las investigaciones, formaba parte del
equipo de homicidios. Él fue el designado por el Jefe para asistir a Oscar. Al
día siguiente, temprano por la mañana, Gerardo Gómez, arribaba al pueblo en un
viejo Land Rover, de doble tracción, para ponerse a la orden del Inspector. Si
bien el transporte de Gerardo lucía una pintura descascarada y algunas
abolladuras, su motor ronroneaba como un último modelo y en aquellas serranías
demostraba su poder.
Lo primero que hizo Oscar, acompañado de
Leal y el nuevo compañero, fue concretar la excursión al monte, truncada por la
segunda muerte.
Era un monte achaparrado de difícil
acceso pero con los conocimientos de Gerardo, pudieron explorarlo sin mayores
problemas. Ya sobre el mediodía, regresaban por un atajo distinto al del
ingreso, sin haber obtenido ningún progreso para la investigación, cuando se encuentran
con lo que parecía rastros de un fogón de importantes dimensiones, medio
cubierto por tierra, piedras y unas ramas. Debajo de lo que suponía un
camuflaje, habían restos de una mochila, un trozo de cuero a medio quemar con
una presilla prendida en la correspondiente hebilla, que debió pertenecer a una
cartera o portafolios, unos papeles parcialmente quemados entre los que
destacaba una libreta evidentemente de boletas de pedido iguales a la que
encontrara el Inspector cerca del local de ferias, una billetera con documentos
y dinero parcialmente consumida por el fuego, unos pantalones y otras prendas
todo casi totalmente quemados. Habían encontrado las pertenencias del viajante
y confirmado que en apariencia el asesinato no tuvo como móvil el robo y que la
quema la hizo el asesino urgido por desaparecer de aquellos contornos.
Lo primero fue obtener registros
fotográficos del sitio tal como lo encontraron, luego quitados los elementos que
lo cubría, varias fotos de lo que quedara luego de la quema, para recién
iniciar la ardua tarea de recolectar todos aquellos elementos medio quemados y
colocarlos uno a uno con el máximo cuidado para no alterarlos en las bolsas de
recoger pruebas. Todo aquello sería enviado esa misma tarde al laboratorio en
la ciudad para su análisis.
De regreso al improvisado despacho en la
fonda, el comisario seccional les tenía otra novedad, lo que quedaba de la camioneta
del viajante, había sido localizado en un camino vecinal que unía Paso del
Cerro con el Río Tacuarembó, por un cargador de una arenera, cuyos carros
usaban ese camino para el transporte de arena. Estaba totalmente quemada y
sumergida parcialmente en el río.
Las pertenencias del viajante y su
camioneta fueron encontradas, pero a una distancia de unos cuarenta kilómetros
unas de la otra. ¿Por qué? Una verdadera incógnita, otra más a aquel embrollo.
Fueron dos semanas completas de
interrogatorios a los vecinos, viajes a la capital departamental, cantidad de
análisis en el laboratorio policial y al final lo único unas huellas en la
contratapa de la libreta de pedidos medio quemada, pero bien visible por la mancha de sangre en un dedo pulgar y
otros dos, aparentemente medio y anular. Ninguna coincidencia con las huellas
de los registros policiales. La investigación seguía prácticamente en cero.
Iban ya dieciocho días del hallazgo del
primer muerto en la estación, cuando un desesperado vecino llega al puesto
policial con la noticia que en el fondo de su chacra había un hombre muerto
sobre un enorme charco de sangre.
Nuevamente toda la maquinaria policial y
judicial en marcha. Similares resultados, otro muerto con terribles desgarros y
nada de rastros, más que el cadáver y el charco de sangre.
El revuelo en el poblado y el terror fue
mayúsculo, ¿qué estaba pasando?, una región tranquila, casi desconocida,
perdida en el mapa, era noticia a nivel nacional con tres muertes violentas en
poco más de medio mes. Un desconocido citadino y dos vecinos del poblado, tres
familias destruidas.
El jaguapytá nuevamente fue mencionado
por algunos vecinos, con sus rostros tensos por el terror, y hasta hablaron de
organizar batidas por los montes para ubicarlo y exterminarlo. Pero el terror
no los decidiría a arriesgarse y finalmente solo esperaban que las autoridades
develaran la realidad de aquellos sucesos y consiguieran terminar con las
muertes.
Oscar convencido de la existencia de un
psicópata asesino por aquellos parajes, decidió investigar a cada uno de los
vecinos. Visitaría uno a uno y en lo posible trataría de entrar a sus
viviendas, que si bien se encontraban bastante alejadas unas de otras, salvo un
pequeño conglomerado de unas ocho o diez, los caminos daban un fácil acceso.
Iba ya transcurrida la primer semana de
visitas de Oscar cuando llega a la casa del vecino que le indicara como acceder
a los montes lindantes con su chacra. El hombre sentado en un pequeño banco en
la puerta de un cobertizo donde guardaba sus pocas herramientas, trenzaba unos
tientos confeccionando una correa quizá para algún arreo, no se percató de la
presencia del Inspector hasta que escucho el pedido de permiso para entrar.
Como siempre Oscar llevaba la
conversación hacia donde le interesaba y de esa forma inició la charla. Qué
buena la trenza, que quizá fuera un buen guasquero y de esa forma desataba la
lengua a su interlocutor, al tiempo que observaba distraídamente todo el
entorno.
Sorpresivamente Oscar entra al cobertizo
con la mirada fija en un objeto inquiriendo cual era su uso.
Aquello despertó la hilaridad del
chacarero:
-Eso es una hoz y se usa para cortar
pasto, yo hace mucho que no la uso y quedó ahí colgada, casi como un recuerdo.
Plantaba avena para mis bichos y la cosechaba cortándola con esa hoz… pahh! Si
me habré deslomado agallado dentro del avenal cortando manojo a manojo! Pero
eso ya fue superado… y quedó ahí nomás.
-Sí, como no, descuélguela y véala. Ojo
que es muy filosa y esos dientes son chicos pero le pueden hacer un tajo fiero.
Era una herramienta vieja y denotaba
mucho tiempo sin uso, por las costras de herrumbre que cubría parte de aquella
hoja curva, semicircular, de pequeños dientes como una sierra y aguda punta,
con una empuñadura de madera torneada que aseguraba un eficiente control de un
buen trabajador.
Aquello podía ser un arma mortal,
tremenda. Oscar la blandía como cortando el aire en un movimiento descendente,
ante la mirada atónita del dueño de casa, que no comprendía el entusiasmo del
Inspector.
-Prestársela? Sí, como no, llévela
tranquilo, yo no la necesito para nada, eso ya no se usa hace años. No hay
problema, si quiere me la deja en la comisaría o mejor, se la regalo, llévela
como recuerdo de su grata visita a mi rancho, será para que se acuerde de este
paisano.
Era temprano de la tarde pero Oscar
suspendió su recorrida, para volver rápidamente a su centro de operaciones.
Agitado por la casi corrida de algo más de un kilómetro y blandiendo aquella
hoz, sorprendió a Leal que tampoco tenía idea de para qué servía. Sin embargo
Gerardo, viejo conocedor de la campaña, no se sorprendió por la hoz, sino por
lo que inmediatamente pasó por su mente, aquello podía ser el arma usada para
cometer los tres crímenes que investigaban. Lo mismo pensó Oscar al descubrirla
en el cobertizo del improvisado guasquero.
Podía abrirse una línea de investigación,
pero ¿Dónde estaba la hoz usada por el psicópata?
Luego de un rápido cambio de ideas, entre
los tres investigadores, Oscar y Gerardo treparan al Land Rover y se dirigieron
hacia la ciudad para que el forense viera aquel objeto y dedujera si era
posible que uno similar fuera el arma causante de los tremendos desgarros de
los tres cuerpos.
El profesional no tuvo dudas, la
deducción de Oscar y Gerardo eran correctas. Ahora había que buscar la
realmente usada.
De todas formas, Oscar rumiaba una idea,
más que una idea, un interrogante ¿por qué el asesino había incendiado la
camioneta a tanta distancia de los otros objetos del viajante? Quizá estaban
buscando en una región distinta a la del responsable, quizá no vivía en el
poblado ni sus alrededores, sino en el pueblo más cercano a donde fue quemada
la camioneta.
Compartida esa duda con Gerardo,
dispusieron hacer el viaje por aquel desastroso camino de ripio hasta Paso del
Cerro. En aquellas soledades solo se escuchaba el ronroneo del motor, envueltos
en una nube de tierra rojiza que levantaban las ruedas. No eran muchos
kilómetros, pero el estado del camino hacía un andar lento y demoraron casi una
hora en recorrerlo.
Chico pero agradable el pueblo, pulcro,
con alguna calle asfaltada, algunas construcciones más confortables que las del
poblado centro de los crímenes, con una comisaría bastante bien puesta, con
varios agentes.
El comisario afable, con un grueso cigarro
liado a mano en la comisura de los labios aparentemente apagado, apoltronado en
una enorme butaca giratoria antigua pero confortable, recibió a los visitantes
e inmediatamente ofreció su cooperación y la de sus agentes.
La primera pregunta de Oscar, luego de
detallar algunos entretelones de la investigación, fue sobre si tenía
conocimiento de alguna persona con problemas mentales serios, con inclinaciones
psicópatas que pudiera vivir o estar temporariamente en el pueblo.
-No, verdaderamente desconozco si existe
alguien con esas características, pero habría que investigar por las estancias
vecinas, en las que siempre están tomando gente zafrales o de paso.
Era como buscar la famosa aguja en un
pajar. Una vasta región de estancias, alejadas de todo, prácticamente
requeriría mucho tiempo y pocas posibilidades, pero no se podía abandonar
ninguna pista, por algo la camioneta fue quemada a pocos kilómetros de aquel
pueblo.
Quedaba algo más de una hora para que
anocheciera, transitar por aquel camino de noche, a pesar del conocimiento de
Gerardo, era muy arriesgado, por lo que Oscar aceptando el ofrecimiento del
Comisario de instruir a dos de sus cinco agentes para que al día siguiente,
recorrieran algunas estancias, para ver de detectar algo raro, emprendieron
regreso al poblado con el compromiso de regresar al otro día lo más temprano
posible y si era necesario, establecer un comando de operaciones en su
comisaría por algunos días.
Apenas habían transitado unos pocos
kilómetros, cuando se cruzan con una moto tipo todo terreno, con un solo
ocupante, que se desplazaba a una velocidad realmente suicida por la
precariedad de aquel pavimento. Gerardo como adivinando el pensamiento de
Oscar, comentó –ese loco quiere matarse, a esa velocidad por estos caminos no
le espera un buen fin.
Algunos comentarios más sobre el
motorista y siguieron atentos al camino, con la esperanza de que no les
sorprendiera la noche antes de llegar al poblado. Esperanza trocada por la
terrible realidad, acababan de salvar un badén por el que corría un pequeño
arroyuelo, cuando la poca luz del anochecer fue suficiente para divisar entre
unos arbustos a la vera del camino, un cuerpo tendido boca abajo medio cubierto
por unas matas.
Otro cadáver, al voltearlo descubren con
horror el tremendo desgarro que le atravesaba horizontalmente el vientre,
dejando expuestos varios órganos del pobre hombre. La sangre fresca denunciaba
que la muerte era de hacía unas pocas horas o quizá ni una hora.
Ambos pensaron lo mismo, el motorista.
Sin pensarlo un segundo más Oscar desde su celular se comunica con el comisario
de Paso del Cerro para advertirle del suceso y pedirle que detenga al
motorista. Enseguida se comunica con Leal para que se comunique con la Jefatura
Departamental y pida la asistencia de la división técnica y se comunique con el
Juez Letrado para disponer la concurrencia del forense y disponer los trámites
correspondientes.
Luego de poco más de media hora, el
comisario de Paso del Cerro, le comunica a Oscar que no llegó ningún motorista
al pueblo, que seguramente se desvió por algunos de los caminos secundarios y
que por lo avanzado de la hora, sería imposible tratar de encontrarlo.
Desde la Jefatura se le comunica que
llegarán a primera hora del día siguiente, que traten de preservar la zona donde
encontraron el cadáver y si es posible que algún agente de la localidad más
cercana, quede de guardia en el lugar. Es todo lo que de momento se puede
hacer.
Cuatro muertes similares por los
terribles desgarros sufridos, casi sin pistas, aunque Oscar intuía la cercanía
de la solución. Había coincidencias entre los crímenes que insinuaban
conexiones, todos eran hombres de mediana edad, robustos, evidentemente fuertes,
solos en el momento de sus muertes, pues todos fueron encontrados bastante
tiempo después de los correspondientes decesos, salvo el que en ese preciso
instante observaba Oscar.
Llegaron dos agentes de Paso del Cerro
para hacer la guardia junto al perímetro marcado, que en un radio de unos
quince metros rodeaba el cadáver. Oscar y Gerardo regresaron, para pernoctar en
la Comisaría y a primera hora del día siguiente, luego de reconocer nuevamente
el lugar del crimen y ver alguna conclusión primaria de la técnica, iniciar la recorrida por los caminos y sendas
que se desprendían de la carretera de ripio.
En el badén se obtuvieron marcas
perfectas de las ruedas de la moto,
fotografías y moldes; varias muestras de sangre, salpicaduras en ramas, piedras
y pasto; fotografías del cuerpo y todo su entorno; el forense aseguro que el
desgarro del abdomen del occiso era similar a los anteriores muertos y
posiblemente hecho con el mismo objeto, posiblemente una hoz. El Juez, luego de
todo el trabajo técnico dispuso el levantamiento del cadáver y su traslado para
la autopsia correspondiente.
Por la tarde Oscar recibía un adelanto
del forense, donde le comunicaba que debajo de algunas uñas del muerto había
encontrado piel, con un ADN distinto, por lo que denotaba que algo de
resistencia al ataque hubo o quizá luego del mismo, tratando de aferrarse a su
atacante le provocó algún rasguño.
Para ese entonces, el inspector y Gerardo
habían recorrido los vericuetos de varias sendas y caminos, visitado tres
estancias y cuando llegaban a la cuarta en un pequeño barrizal se veían huellas
similares a las recogidas en el badén por la mañana.
Indudablemente, se dirigían a un enorme
portal de cemento y hierro, donde se anunciaba el nombre del establecimiento.
El recibimiento, respetuoso pero no
cordial, despertó sospechas, que sumadas a las huellas, pusieron en guardia al
sagaz investigador.
El dueño no estaba en el casco, estaba recorriendo
los campos y la esposa, quien los recibiera, fue muy parca en sus
contestaciones, denotando cierto rechazo y quizá algo de nerviosismo.
-Hay dos motos con las que se recorren
algunos campos.
-No, ayer no salió ninguna. –No sé, quizá
alguien que pasó por el frente de la estancia, de acá ninguna. ¿Cómo? Qué si
estoy segura? Claro que estoy segura. De acá no salió ninguna.
-No, estoy sola en el caso, solamente el
capataz y algunos peones en los corrales, están dando tomas a los animales.
-No, no hay ningún familiar, somos solo
mi esposo y yo, no tenemos familia.
A Oscar le pareció inoportuno tratar de
interrogar al personal que estaba trabajando, sin antes cambiar ideas con su
compañero, sobre aquella señora.
Según recordaba el ex comisario, aquel
matrimonio tenía por lo menos un hijo, pero hacía ya varios años que había
abandonado aquella región y quizá el hijo había emigrado o casado y no vivía
más con sus padres. Era imprescindible actualizar aquella información, por lo
que la consulta con el actual comisario debía hacerse. Una llamada y el dato de
que hacía algo de dos o tres años el muchacho había desaparecido de la zona sin
que sus padres hubieran dado ninguna razón y el comentario de que había sido
internado en una clínica por problemas de salud, encendieron una luz roja en la
mente de Oscar. Habría que ahondar en lo realmente sucedido en aquella familia,
porque quizá se abriera una nueva pista.
Localizar un antiguo capataz, que había
sido despedido casi al mismo tiempo de producida la ausencia del muchacho, fue
el paso sugerido por el comisario, para averiguar la verdad de aquellos hechos.
El hombre excelente conocedor de los trabajos de campo, a poco tiempo de su
despido, había obtenido un empleo mejor en otra estancia vecina.
Reservado, pero cuando hablaba lo hacía
con seguridad y enterado de los crímenes, se puso a la orden de los
investigadores para colaborar en lo que pudiera.
-Sí, me despidieron sin ningún motivo
para mi razonable. Hacía muchos años que trabajaba en esa estancia y nunca tuve
ningún cambio de palabras con el patrón, la verdad que yo cumplía con mi
trabajo y me llevaba muy bien con ellos, nunca tuve ninguna queja. Una vez con
el hijo tuve un pequeño roce, me salió con que yo le estaba mirando la novia… y
fíjese inspector yo ya entrado en años con mujer y tres hijos, me voy a ocupar
de mirar a una jovencita que podía ser hasta menor que alguno de mis hijos. No
tuve más remedio que pararle el carro y parece que eso fue el motivo, porque se
quejó con la madre y ella bastante prepotente con el marido, capaz le fue con
el cuento y éste terminó echándome sin darme ninguna explicación.
-Sé que a los pocos días el muchacho dejó
con la novia y desapareció, no supe nada
más de él, aunque a mi mujer le comentaron que lo habían internado no sabían
por qué.
-Bueno, no sé, era bastante arrebatado,
me dijo que me iba a matar a palos y yo me reí, porque fíjese mi físico, él a
mi lado era un pobre mequetrefe, que siempre andaba prendido a la pollera de la
madre… eso es un decir, pero no era capaz de enfrentarse con nadie, no le daba
ni el físico ni el coraje… lo conocía bien, aparte de ser medio loquito, no
pasaba de eso.
-No, no, nunca más lo vi, no sé si volvió
o que pasó con él. La verdad que lo había olvidado por completo. Quizá doña
Julia, una negra vieja que vivía en la estancia y se ocupaba de algunas tareas
caseras, que cuando tuvo un problema en la cadera se fue a vivir con un hijo en
el pueblo, pueda saber algo del muchacho… ella estuvo un tiempito más que yo.
Con aquellos datos, Oscar intuía que
había una trama obscura para desentrañar, por lo que se fue a la búsqueda de la
tal doña Julia.
Apenas se movía, por su problema de
artrosis, pero era muy buena conversadora y se explayo en detalles de sus ex
patrones.
-Sí, ese muchacho tenía problemas, celaba
a la pobre chica, su novia, que era una barbaridad, una vez vi que le pegó una
cachetada y ella se fue llorando hasta el jardín del fondo del casco, la encontré
llorando acurrucada sobre un banco, pobrecita, no había como consolarla. Me
acuerdo que me dijo que le tenía miedo, si no, lo dejaba.
-Tuvo problemas con varios peones, que
los hizo echar, casi siempre porque decía que miraban a la muchacha.
-Al final, un par de días antes de irme
de la estancia, estaba como loco, rompía cosas y no lo podían controlar entre
los padres y llamaron a un peón que andaba cerca. Sé que al otro día, el padre
lo metió medio a la fuerza en una camioneta y se lo llevaron, dicen que lo
internaron en un loquero, pero eso no sé, eso decían las sirvientas del casco.
Yo ya estaba medio enferma y estaba aprontando mis cosas para irme, así que no
sé mucho más.
-Su nombre… José Eduardo… No, no me
acuerdo, el nombre de la novia no me acuerdo, ella no era del pueblo, creo que
era hija de un estanciero, pero vivía en la ciudad.
-No, tampoco sé de qué estancia…el nombre
del padre tampoco.
Oscar agradeció a la anciana y rumiando
aquel cúmulo de datos se dirigió caminando hacia la comisaría sin cambiar una
sola palabra con Gerardo. Ya dentro, se sentó a hojear el legajo sobre la
investigación, que ya conformaba un buen volumen. Buscaba algo, pero no tenía
la seguridad de qué era realmente, lo que sí estaba seguro es que había algo
común en los casos que no acertaba a discernir. El muerto de la estación era un
citadino que no tenía ninguna vinculación con los otros, pero éstos, todos
habían trabajado como peones de estancia. ¿Habrían sido peones de la misma,
aunque fuera en distintas épocas? Eso podía ser un eslabón común. Una
coincidencia que era evidente, todos era hombres relativamente jóvenes,
fuertes, de facciones agraciadas aunque un tanto rudas por el propio trabajo,
excepto el viajante que las tenía muy bien cuidadas.
Pero nada más, dos de los muertos tenían
la tez obscura, aunque no eran afro-descendientes, los otros, el citadino y el
muerto en las inmediaciones del túnel eran de tez más blanca y cabellos rubios.
La campera que usaba el muerto del túnel, era parecida, aunque bastante raída,
a la que usaba el citadino Ninguna otra coincidencia.
A pesar de lo tarde, aún el sol no se
ocultaba por el horizonte, sino que sus rayos hacían reverberar el verde
obscuro del monte, cuando Oscar decididamente abandonó los papeles y le
comunicó a Gerardo que temprano al día siguiente debían volver al poblado, pues
quería visitar al chacarero que le regalara la hoz. Seguidamente, sin más, se
dirigió a la puerta de la comisaría y desapareció en un paseo solitario, que
según expresó después, necesitaba para aclarar sus ideas.
Temprano, con los albores del nuevo día,
Oscar y Gerardo abandonaban el Land Rover y a pie se dirigían al destino
planteado la noche anterior, pero Oscar no fue directamente a la chacra
señalada como destino, sino que siguió unos cuantos metros más hasta llegar al
inicio de la senda que conducía al monte. No tenía certeza sobre lo que
realmente buscaba, pero apoyado sobre un poste del cerco observaba
detenidamente todo el entorno. Su gran duda se centraba en el motivo de la quema
de las pertenencias del viajante y su camioneta tan distantes.
Debía inspeccionar nuevamente el monte o
sus alrededores, pero no fue por la senda, sino que se desvió por el chaparral.
A poco más de media cuadra del linde, se encontró con una enorme mancha
renegrida que cubría un espacio de unos
cincuenta o sesenta centímetros de diámetro, bajo la sombra de un
espinillo, cerca restos de materia, evidentemente humana. No tuvo dudas,
aquello era sangre y tenía alrededor de veinte días de permanencia a la intemperie,
suerte que no había llovido, por lo que pudo tomar varias muestras, de la
sangre y de la materia.
Inmediatamente Gerardo llevó las muestras
para su análisis y a media tarde ya tenía los resultados. Eran, según el ADN,
del viajante encontrado en el banco de la estación del ferrocarril.
Nuevamente a la carretera con rumbo a
Paso del Cerro, Oscar había atado cabos y tenía una pista que pensaba muy
firme, por lo que antes de llegar al pueblo tomaron por el camino que llevaba a
la estancia del portal de cemento y hierro.
Esta vez estaba el dueño, pero quien
llevaba la voz era la mujer, que se mostró muy contrariada con la visita.
La primera pregunta de Oscar, pareció un
mazazo en la mujer que con la cara demudada por la sorpresa, titubeante
respondía:
-José Eduardo… no… es decir… no sé… creo que no está.
-Que cuando regresó? Hace como un mes… por qué?
-No, no puede, él debe estar ya acostado. Sí, sí él se
acuesta muy temprano, anda medio resfriado… Venga mañana…
En ese preciso instante se escuchan
ruidos violentos en la pieza contigua, como de alguien que emprendiera una
carrera desesperada.
Una simple mirada de Oscar y Gerardo rápidamente
rodeó la casa y alcanzó a ver al muchacho que entraba en un cobertizo. Cuando
el inspector dio alcance a su compañero y enterado del lugar donde se escondía,
con mucha precaución se acercaron a la puerta, divisando al fondo, con los ojos
desorbitados y blandiendo una hoz se veía pronto para el ataque.
Los dos investigadores sacaron sus armas
de reglamento, pero sin intención de usarlas, sino para intimidarlo, justo en
el momento que llegaban ambos padres.
Los ruegos de la madre y la voz potente y
firme del padre hicieron dudar al hijo, que bajó el brazo armado y
acuclillándose en un rincón del cobertizo temblando, tomándose la cabeza con
ambas manos rompió en llanto. No pasó desapercibido para Oscar los dos
evidentes rasguños que el muchacho tenía en su antebrazo izquierdo.
Era evidente que la madre, si no sabía,
por lo menos intuía, que su hijo estaba inmerso en un problema que le mantenía
encerrado y sin hablar. El padre, quizá por su trabajo en la estancia, fuera del
casco, no había percibido el comportamiento extraño de su hijo, por lo que fue
el más sorprendido.
El muchacho fue detenido en el acto,
acusado de múltiples homicidios y los padres citados para que se presentaran
inmediatamente en la comisaría del pueblo, pues debían tomarles las
declaraciones correspondientes.
Luego de expresadas las deducciones que
realizara Oscar, aparecía todo tan sencillo, que el acusado no pudo
contradecirlo, ni negar el cúmulo de pruebas que lo acusaban.
La víctima más inocente, pues ni siquiera
conocía a su asesino, era el viajante, que había estacionado su camioneta a un
par de cuadras del chaparral, donde fue a atender necesidades fisiológicas
urgentes. Pocos minutos antes, José Eduardo, había desembarcado en la estación
y como nadie de la estancia lo había ido a buscar, caminaba distraídamente
cuando ve pasar el cerco que separa el camino del chaparral a quien confundió
con aquel miserable peón que lo había sorprendido mirando a su novia y que
fuera expulsado de la estancia a su exigencia.
La hoz que había comprado en Tacuarembó, no tenía idea para qué, se transformó en una
terrible arma. Sorprendió al pobre hombre arreglándose la ropa, ya aliviado de
sus urgencias, y sin que éste pudiera percatarse, le descargó el terrible golpe
que le desgarró el pecho, con las consecuencias ya conocidas.
Aquello fue el inicio, pues el asesino
inmediatamente se percató que el muerto no era el ex peón, era parecido, pero
se trataba de otro hombre. Entonces debía desaparecer todo vestigio que le pudiera
inculpar. Con aquellas ropas finas, no era un vagabundo, debía tener algún
vehículo cerca, volvió al camino, encontró la camioneta, sacó todas las
pertenencias y las llevó al interior del monte donde las quemó, luego cubrió
todo con tierra, piedras y ramas, vistió el cuerpo con la campera que colgaba
del espinillo y aprovechando la noche, lo cargó hasta la estación. Luego, subió
a la camioneta y en ella llegó hasta muy cerca de la estancia, donde le prendió
fuego en un lugar apartado, en la costa del río Tacuarembó, intentando luego
empujarla hasta el agua, pero sin mayor resultado pues con las ruedas quemadas
se enterraba en el arenal.
Quizá al llegar a la estancia inventó
algo para justificar su traslado, pues vio perfectamente cuando un vehículo de
la estancia pasaba hacia la estación cuando él lidiaba con el muerto y al poco
rato, ya consumada la quema, pasaba de vuelta en sentido contrario.
Cometido aquel error, debía encontrar al
ex peón y darle “su merecido”. Lo encontró bajando por la falda del cerro del
túnel y desató toda su saña enterrándole en la espalda tres veces la afilada
hoz.
Aquello le daba placer, sentía que
aquellos años que fuera internado en el maldito loquero, eran recompensados con
la venganza, matando a aquellos zaparrastrosos que osaron mirar a su novia. Así
que no pararía, no se privaría del placer de vengar la afrenta y más ahora que
todo el mundo decía que el jaguapytá era el que mataba. Él solo quería la
venganza, estaba convencido que su novia lo había abandonado para irse con uno
de ellos, no importaba cual, él los mataría a todos y cuando encontrara al que
se la había llevado, los mataría juntos a los dos, esa perra tampoco se
salvaría.
Fueron dos muertes más, de otros dos
inocentes, que en la calenturienta mente de aquel psicópata, eran los causantes
de sus pesares.
El ADN de los trozos de piel encontrados
por el forense en las uñas del último muerto coincidieron con el de José
Eduardo, los rastros de sangre obtenidos de la hoz que blandiera contra los
detectives eran de los muertos, la coincidencia de las huellas de la libreta de
pedidos con las del psicópata y el molde obtenido de la huella coincidente con
la rueda de una de las motos de la estancia, eran otros elementos que sumados
al cúmulo de pruebas, no admitían ninguna duda.
La labor de Oscar estaba casi terminada,
solo faltaba un informe final y el Juez Letrado Departamental haría su trabajo.
Ya no se oirían más los ronroneos del
supuesto inmenso gato de monte, del famoso jaguapytá, el puma criollo de
tiempos pasados, que quizá ya estaba lamentablemente extinguido. En aquellos
pueblos perdidos entre las sierras, que nunca habían sido noticia, volvía la
calma.
Los padres del psicópata vendieron sus
tierras, sus haciendas, emigraron y nunca más se supo de ellos en la zona. El
asesino, en la cárcel, quizá por muchos años, o en un manicomio por toda la
vida.
Oscar ya de regreso, ensimismado, miraba
a través de la ventanilla del Peugeot como el verde de los campos pasaba
raudamente ante sus ojos y apenas prestaba atención a los comentarios
de Leal. Su mente se remontaba a las sierras, al túnel, al monte natural, a
aquellas inigualables bellezas y pensaba que eran incompatibles con los sucesos
vividos los días anteriores, pero así
era la vida, llena de contrastes, con cosas buenas y malas, luces y sombras,
pero en su fuero íntimo se sentía cansado, casi como viejo, con unas ganas tremendas
de acostarse y olvidarse de todo el caos de la vida y ser despertado únicamente
por la vocecita cantarina de sus nietos.