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martes, 27 de diciembre de 2011

Inti Pucará - Glosario


Glosario


Expresión
Su significado


Abipones
Tribu que habitaba en el norte Argentino, sobre la margen oriental del

Río Paraná
Acapana
Nombre de la pirámide de Tiahuanaco
Alpaca
Llama, mamífero rumiante que habita en la cordillera, principalmente

en el altiplano
Antis
Tribus que habitaban la sierra, en el Antisuyo
Antisuyo
Región del noreste del imperio Inca, que se estendía sobre la sierra
Audiencia Mayor
Tribunal de justicia en el Imperio Español de la época
Ayllú
Institución tribal de carácter político, religioso y militar, encargada

de organizar la mita
Aymará
Pueblo precolombino que habitaba el sur del actual Perú y parte del

altiplano Boliviano
Birú
Nombre antigüo, en quechua, del actual Perú
Boleadoras
Arma arrojadiza, dos (o tres) bolas de piedra, unidas por una cuerda

de tientos trenzados
Cacique
Autoridad máxima de la tribu, generalmente el más anciano en las

de organización familiar
Calamarca
Tambo, posteriormente poblado antis, al sur del lago Titicaca
Calasasaya
Morada de Viracocha en Tiahuanaco, cuyo acceso era la Puerta del

Sol
Chacas
Tribu que habitaba en el norte Argentino, la zona del actual Chaco
Chamán
Sacerdote (brujo) y generalmente curandero de la mayoría de las

culturas precolombinas
Coati pucará
En quechua, puerta de la luna
Coca
Planta alucinógena, cuyas hojas se utilizaba como tal, por varios

pueblos precolombinos
Cocamama
Mama de la coca
Coyas
Tribu que habitaba el altiplano de Bolivia
Cúntur
De kuntur, en quechua: cóndor. Ave de gran porte que habita la

cordillera de los Andes
Curaca
Integrantes de la nobleza local de los pueblos del imperio Inca
Diaguita
Pueblo amerindio que habitaba la región central del actual Chile

y de Argentina
Ebanista mayor
Principal ebanista de las Cortes
Ekeko
Dios de la abundancia, dueño de todos los metales
Gran Cerro
Nombre que los expedicionarios le dieron al Monte Aconcagua
Guanaco
Mamífero, parecido a la llama, que habita en varias zonas del

altiplano andino
Guaranga
Millar. Nombre dado al curaca jefe de un territorio de

aproximadamente mil habitantes
Guaraní
Pueblo precolombino que habitaba el actual Paraguay y partes

de Argentina, Bolivia y Uruguay
Guaraní
Lengua del pueblo Guaraní y de sus distintas tribus. Su origen

es de Tupi-Guaraní
Huacas
"Lo sagrado". Espiritus, protectores de las personas, las

cosechas y los muertos
Huno 
Diez mil. Nombre dado al curaca jefe de cada una de las

regiones, de las cuatro provincias del impierio Inca
Huno Pachacuti
Agua que trastornó la tierra. Diluvio
Inca
Imperio del pueblo precolombino que habitaba de 

Ecuador a Chile por la costa del Pacífico, hasta la vertiente

oriental de los Andes, abarcando el propio Ecuador, Perú

y parte de Colombia, Bolivia, Argentina y Chile
Inca
Lengua del pueblo Inca
Inti
Dios sol, protector de la casa real
Inti pucará
En quechua, puerta del sol
Intihuatana
Roca coronada con un cono, cuya sombra al caer sobre determinadas

muescas, indicaban las festividades dedicadas a Inti, el dios Sol
Intihuatana
También observatorio astronómico, donde los incas estudiaban el

movimiento del sol
Machacamarca
Poblado chibcha en la ruta de los valles bolivianos
Mama
Del quechua, madre, espíritus encargados del crecimiento de los plantíos
Mamacocha
Espíritu o mama que según la mitología inca, regía al mar
Maní
Maní, cacahuate
Manta
Actual Ecuador
Maracas
Instrumento musical, formado por un cuenco de barro o la corteza de una calabaza,

con piedras en su interior
Matacos
Tribu gerrera que habitaba al oeste del Chaco Argentino
Midra
Avaricioso
Mijo
Maíz
Mita
Conjunto de actividades productivas y distintos trabajos compulsivos en beneficio de

la comunidad o el estado
Ñandú
Ave corpulenta, caminadora, de las llanuras de Sudamérica. Nombre de origen guaraní
Nueva Granada
Territorios y gobernación que abarcaban de las actuales Colombia y Venezuela, a Perú
Nuevo Toledo
Los territorios que por la Corona Española se conquistaran al sur Nueva Granada
Ñusta 
En quechua, princesa
Ñusta, Casa de la
Casa de la princesa, nombre dado a la casa de baños termales del Inca y su familia
Pacarisca
"Lugar de origen", lugar sagrado de los inca, representado muchas veces por accidentes

geofráficos, tales como precipicios, ríos, peñascos, etc.
Pachamama
Diosa de la Madre Tierra,  del mundo de las cosas visibles, señora de las montañas

y las llanuras
Padri
En guaraní, padre
Papa
Patata
Paraguaí
Nombre guaraní del actual Río Paraguay
Patacamaya
Poblado chibcha en la ruta de los valles bolivianos
Pecarí
Jabalí de cuerpo pequeño, muy extendido por los montes de sudamérica
Pilcomaio
Nombre guaraní del actual Río Pilocomayo
Piscapachaca
Quinientos. Nombre dado al curaca inca responsable y jefe de un territorio de

aproximadamente quinientos habitantes.
Poporo
Pequeño cuenco ceremonial, generalmente de oro, en el que los chamanes vertían

los alucinógenos
Puerto de Nues-
Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire: Nombre dado en la primera
  tra ...
fundación de la ciudad de Buenos Aires.
Quena
Instrumento musical, de barro, huesos o cañas, de los nativos del altiplano boliviano
Saramama
Mama del maiz
Sicasica
Poblado chibcha en la ruta de los valles bolivianos
Tahuantisuyo
Nombre también dado al imperio Inca
Tatú
Nombre guaraní del armadillo, de carne muy apetitosa, extendidos por llanuras

y quebradas de Sudamérica.
Tiahuanaco
Ciudad sagrada de los pueblos aymará
Timbó
Nombre de origen guaraní del arbol muy frondoso, cuyas semillas se dan en una chaucha

de forma redonda con una hendidura en el centro
Timbó
Por la forma de la chaucha, también llamado "oreja de indio", nombre de origen guaraní
Totora
Caña flexible y hueca de gran resistencia
Viracocha
Principal dios de los Incas. Dios de la creación
Wawa
Voz en quechua, usada por "niño de teta", para mencionar un recien nacido
Yacaré
 Reptil de gran tamaño, habita en bañados y ríos. Nombre de orígen guaraní
Yau
Voz en quechua, usada como saludo


lunes, 26 de diciembre de 2011

Inti Pucará

Alfredo Yakes








 

 

 

 

 

Inti Pucará






































Agradecimientos:

A Chiqui,  que tanto
me ayudó en la investigación histórica,
que supo escudriñar entre tantos
libros y revistas,
ubicando el dato exacto
que necesitaba.

A Ale, mi hija, que supo armarse
de paciencia, esperando
el PC, para atender sus mail y
haberme prestado su ayuda en los
intrincados respaldos y alguna que otra
recuperación de datos extraviados
en la infernal máquina.

y Dedicatoria:

A Rosita, con un profundo respeto
y admiración al inmigrante canario, ebanista,
su padre, nuestro abuelo.






Alfredo Yakes


                                                                                            












                                                                       “Todas estas universas e infinitas gentes a toto genere
 crió Dios las más simples, sin maldades ni dobleces,
 obedientísimas y fidelísimas a sus señores naturales
 e a los cristianos a quien sirven; más humildes,
 más pacientes, más pacíficas e quietas,
 sin rencillas ni bollicios, no rijosos, no querulosos, sin rancores,
 sin odios, sin desear venganzas, que hay en el mundo.
 Son asimismo las gentes más delicadas, flacas y tiernas
 en complisión e que menos pueden sufrir trabajos...
 Son también gentes paupérrimas y que menos poseen
 ni quieren poseer de bienes temporales;
 e por esto no soberbias, no ambiciosas, no cubdiciosas.”

*Fray Bartolomé de las Casas
“Brevísima relación de la destrucción de las Indias”
                                                                                  *-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*           
“Es cosa digna de ser notada, para el intento que se
pretende, que, demás de ser cosa cierta y evidente la general
tiranía destos tiranos y crueles ingas del Pirú contra los
 naturales de la tierra, mas aun, lo ques sobre todo de notar,
para acabar de entender las pésimas avaricia y tiranía, no
 se contentaron con ser malos para los dichos naturales, pero
contra sus propios hijos, hermanos, parientes y sangre propia, y
contra sus propias leyes y estatutos se preciaron de ser y fueron
 pésimos y pertinacísimos foedífragos tiranos, con un género
 de inhumanidad inaudita.”

*Pedro Sarmiento de Gamboa
“Historia de los Inca”

                                                                                                      *.*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*














Capítulo I

El germen de una ilusión


La nao, que lentamente cabeceaba en la calma chicha del mar inmenso, llevaba ya, muchos días de navegación, merced a las anteriores tormentas, del recién iniciado verano del hemisferio sur, que la habían hecho derivar hasta muy lejos de su destino, al extremo de tener casi sobre sus cabezas, las estrellas que formaban la Cruz del Sur. Las múltiples privaciones, por los ya escasos alimentos y agua, hacían intolerable el bochornoso calor, cargado de húmedos vahos. Lejos, casi en el horizonte, se alineaban los tres navíos restantes del convoy.

         Más de tres meses, llevaba el navegar sin rumbo cierto, por aquellos desconocidos mares, para cumplir con el encargo de Su Majestad, de llevar materiales y principalmente hombres, para culminar el establecimiento de don Pedro de Mendoza, en su recientemente fundado Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire.

         En la cubierta de la nao, amparados del ardiente sol por la vela de mesana, y refrescados por un débil airecillo del este, parloteaba José y María de Benalcazar ante un auditorio, constituido por Gaspar de Ávila, un rapaz que desde el momento de abordar, se había convertido en la sombra de José y María, a quien, llegado el final del viaje,  había convertido en su héroe y mentor, creyendo reales las mil aventuras que la calenturienta imaginación de éste, se apasionaba por contar, con sin fin de detalles que le daban una salsa muy especial; Pedro Arcajo, un marinero grande como un monte, bruto como un toro e ingenuo como una niña, joven de naturaleza violenta, bastardo, oriundo de un feudo del sur del reino, corrido a palos por sus pillerías y enrolado en la expedición por las dotes naturales de marino, cultivadas en actividades de piratería, que además de las fullerías, era su único oficio; Francisco José García y Llanos, enrolado como cocinero, pero con muy limitadas cualidades culinarias, que hartaba con charqui de cordero y frijoles remojados, hasta que se terminaron los frijoles y los sustituyó, por una pasta de mijo, que raspaba el garguero como lija de ebanista, y que si no fuera por la fiereza de su cara, más de un comensal lo hubiera ensartado en su navaja junto con el renegrido charqui y le hubiera untado los lomos con la pasta de mijo; Pedro Armengol García y Llanos, hermano de Francisco, mozo de buen porte, de ojos moros, letrado como el mejor, galante en sus modales, aunque el bajel no tenía ni por lejos razones para galanterías cortesanas, llevaba la bitácora y escribía las novedades que a juicio del Capitán debía escribir, que casi siempre las cambiaba, por las que a él se antojaba corresponder; Orestes Gonzalo González, pastor, enrolado por sus habilidades como conductor de caballos, aunque el único caballo que realmente conocía, era el percherón de sus padres, que arrastraba tanto la carreta, como una sarta de cubos con el agua del manantial, que antes de salir a pastorear el rebaño, era su diaria tarea para abastecer las varias tinas de las aves del corral, y alguna otra labor de poca monta;   Juan María Rodríguez y Quinteros, ebanista, muy gustoso de los buenos vinos, que acarreaba la nostalgia de sus sabores y soñaba con las bodegas que se imaginaba ya tendría instaladas el Adelantado, en las cavas del joven puerto; y finalmente cuatro o cinco mozos de cuerdas, hoscos y desconfiados de las historias del orador.- Uno, alto como una palma y flaco como un alfiler, tallaba un mal dibujo en el mástil con su afilada navaja, mientras miraba de rabillo al grupo, con aparente indiferencia.- Le decían “El Portugués”, por su marcado acento, pero nadie sabía su verdadero nombre.- Otro, un andaluz, que por “El Andaluz” lo tenían, del cual tampoco se sabía el nombre y finalmente dos negros llegados de la costa africana, según decían, pero se suponía que fueran huidos de algún feudo o perseguidos de la justicia, por el terror en sus desorbitados ojos, cada vez que se mencionaba La Audiencia Mayor.-

         Josmaría, relataba las aventuras de su primo, Sebastián de Belalcazar,  poniendo gran empeño en aclarar que la diferencia de una letra en el apellido no era causa de despreciarlo como pariente, porque había otros que lo adornaban con tildes en cualquiera de las primeras aes; y de los hermanos Pizarro, en la conquista de los Inca, en las tierras costeras del mar del Sur, un enorme imperio de las regiones del Birú. El sometimiento del Inca Atahualpa y el rescate exigido para liberarlo, que consistía en una habitación de su palacio, llena de oro hasta una altura de nueve pies y otra de plata, en doble altura.- Cómo los incas trajeron de las cuatro regiones del imperio, hermosas piezas de filigrana de oro, máscaras, guantes de láminas del precioso metal, tiaras incrustadas de esmeraldas y demás pedrería, piezas de plata y un sin fin de otras orfebrerías que exaltaba la imaginación de los reunidos, desorbitando ojos de codicia. El orador, exaltando más a sus oyentes, exhibía una carta, que decía haber recibido antes del embarque, de manos de un marinero, de la goleta recién llegada de La Española.

         El primero en romper el silencio que siguió al apasionado relato de Josmaría, fue El Portugués.

         -Lindo p’ra juyirnos p’al tal Birú.

         Después de la carcajada arrancada por la ocurrencia del  Portugués, siguieron los comentarios de otros, embelesados por la imagen que se formaban en sus caldeadas mentes, de una habitación muy espaciosa repleta hasta los nueve pies de riquezas en oro puro y otra de plata. Aquella visión no escaparía fácilmente, y de alguna manera nuclearia al grupo en torno al hábil contador de historias.

         El airecillo  del este, tomaba fuerza y la nao empujada suavemente hacia el destino, dispersó la atención del grupo, cuando empezaron a oírse los gritos de mando y cada cual se ocupó de sus tareas, que realmente no eran muchas, pero así transcurrió el resto del día, que resultaría víspera del avistamiento de los primeros signos de tierra.-

         Cuando el sol, nuevamente se hacía insoportable, con sus rayos cayendo casi en forma perpendicular, el vigía avistó una larga franja de costa y al dar su aviso, fueron en derechura a la misma.-

         Casi al crepúsculo, ya divisaban las características de la tierra, de sus árboles y el griterío de bandadas de pájaros, para ellos totalmente desconocidos, cuyos brillantes plumajes refulgían al sol poniente.-

         Prepararon una chalupa, que gobernada por Pedro Arcajo y con cinco hombres más, intentarían un reconocimiento de los alrededores para preparar el desembarco para el día siguiente, con la esperanza de poder reponer agua de consumo, buscar vituallas,  y poder proseguir hacia el destino, con menos apremios.-

         En la bitácora, Pedro Armengol, por indicación del Capital, anotó: “Al mediodía del veinte y uno de febrero del año del señor de mil y quinientos treinta y seis, avistamos al oeste una franja de costas, cuya altura según las últimas medidas tomadas, en la noche anterior, estarían a los 38º del sud, aproximadamente a tres semanas de navegación, remontando la costa, de nuestro destino. Qué si encontramos pueblos en estas costas, honren y sirvan a Su Majestad don Carlos I de Castilla  y V de Alemania, a quien el altísimo proteja.”

         Pedro Arcajo solamente pudo llegar a un roquedal cerca de la costa, que por el avance del crepúsculo no era oportuno atravesar, so pena de encallar en algún bajío del mismo.- Sin embargo avistó a pocas brazas del fin de las rocas, lo que aparentaba ser una buena rada, eficaz para intentar un desembarco. Solamente habría que esperar el nuevo amanecer, para buscar una entrada en el rompiente, que no ofreciera peligros.-

         Al abordar nuevamente la nao, rindió su informe al Capitán, quien dispuso preparase, para un desembarco al amanecer.-

         Aparecían los albores por el mar, cuando por la costa un ventarrón del sudoeste levantaba renegridos nubarrones. A pocas millas, mar adentro, cabeceaban bruscamente los bajeles compañeros de expedición, sintiendo los embates del embravecido oleaje.-

         Suspendido el desembarco, la urgencia era capear el temporal en la mejor forma. Poco más al norte divisaron unos enormes peñones coronados por un monte cerrado, que aparentemente podría servir de abrigo y pusieron proa al lugar, arriando velas y asegurando cordeles; cuando ya casi llegaban una enorme ola cruzada los tomó de lleno, escorando a babor y creando tal confusión que ya muchos pensaron, en la llegada de la hora de purgar sus pecados. Otra ola arrasó la cubierta, barriendo con casi toda la cabina del timonel, llevándose por la borda al pobre contramaestre. Cuando ya el Capitán corría a  tomar el mando cogiendo el timón, el mástil de mesana caía estrepitosamente sobre lo que quedaba de cabina, haciéndola añicos, con tan mala fortuna para quien trataba de mantener el rumbo, que uno de los radios de la rueda hecho astillas, voló por los aires ensartando su ojo derecho.- El alarido del pobre Capitán superó el fragor del vendaval, perdiendo todo gobierno sobre su nao, que tomada nuevamente por el mar encabritado, fue a encajarse entre dos inmensas salientes.-

         Los arrecifes como mandíbulas gigantescas parecían querer triturar el desgobernado bajel, pero sin embargo quedó como anclado, aunque con muchos rumbos en su estructura y un apenas perceptible bamboleo era el resultado de los embates enfurecidos.-

         El bajel tuvo fortuna similar a su Capitán, éste con un enorme rumbo en la cara que atravesaba desde la barbilla hasta la sien derecha, con una costra negra y sin rastros de órbita y aquél con varios rumbos en su panza.- Trabajo para el médico y capellán de abordo  y para la cuadrilla de carpinteros.-

         Peor suerte corrieron los otros navíos, tomados en mar abierto, todos náufragos y ningún sobreviviente a la vista.- Lo que quedaba y ya comenzaba a llegar derivando a la costa, era una gran cantidad de vigas y tablones de madera, carga del bergantín del Almirante del convoy. Más tarde muchos bultos derivaban por una extensa zona entre rompientes y playa y varios sobrevivientes de los otros navíos alcanzaban a duras penas, asidos de bultos o tablones la seguridad de la tierra.-

         Con el Capitán gravemente herido, su segundo desaparecido, sin Almirante, y en fin, sin nadie al mando, hubo que organizarse tras quien demostró su pasta de jefe, José y María de Benalcazar.-

         Luego de reconocidos los daños y vistas las posibilidades de recuperación del bajel, empezó la ardua tarea. Un grupo de once hombres en tres chalupas amarraría los maderos y bultos que flotaban libremente en el mar y los conducirían a la costa, donde otros hombres acondicionarían para ser utilizados, aquellos, en las reparaciones y éstos en lo que fuere menester. Otro grupo se encargaría de recoger por la costa todos los bultos que hacia allí derivaran, a la vez que buscarían más sobrevivientes del naufragio de las otras embarcaciones y cadáveres para darles cristiana sepultura.-

         El resto formando varias cuadrillas, armando cabrias de cordeles, trabajando con el resto de las chalupas, la cuarta del bajel encallado y cinco rescatadas milagrosamente entre la resaca, desencallarían y remolcarían hasta la costa el desvencijado navío.-

         Toda la cuadrilla de carpinteros trabajaron desde el principio bajo el mando de Juan María Rodríguez y Quinteros.

         Cuando fueron recogidos todos los restos del naufragio y sepultados cristianamente una oncena de cuerpos varados en la costa, incluido el timonel, formaron un grupo comandado por El Portugués, para encargarse de la busca de agua de tomar y procurase alimentos, fueren frutos o caza.-

         Fray Benucio de la Rivera, tuvo días de tanto ajetreo como nunca en su vida, primero curando la desfigurada cara del Capitán, que quedó fruncida como una braga, un brazo roto, amén de otro costurón que tuvo que hacerle desde la rodilla a la ingle, varias heridas de varios hombres y la nada grata tarea de dirigir los oficios de once enterramientos.

         Don Gustavo Sotomayor y Quesada,  convaleciente, pero muy aliviado de su varios costurones y recuperando su brazo roto, viendo el afán con que trabajaban todos sus hombres tan bien dirigidos por Josmaría, Juan María y el Portugués, se tomó unos días para recuperar fuerzas. Confiando en los buenos oficios de quienes se habían auto nombrado, encargados y trabajadores de todos los oficios necesarios, en un buen banco, bajo la sombra de la fronda,  pasaba horas viendo el trajín, esperando el momento para tomar nuevamente su puesto de mando, del cual no había renunciado, pero se consideró merecedor de licenciarse.

         Aquellos primeros días de convalecencia, lograron el acercamiento, de aquellos hombres náufragos en una región desconocida y se afianzaron grandes amistades.-

         Los tres improvisados jefes de cuadrilla, seguidos muy de cerca por Gaspar, constituyeron una sólida relación de amistad,  todos los anocheceres  se reunían con el Capitán para rendirle relación de lo hecho. Gustavo, quizá por su condición de flamante tuerto, atravesaba un período de dificultades, principalmente para estimar distancias y direcciones, y por los afanes de Juan María en ayudarle, auxiliándolo en tales trances, se había dulcificado su carácter, que siempre había parecido hosco.-

         Cuando los cuatro se iban acercando, veían como el Capitán se afanaba por sacar de un bulto, medio enterrado en la arena de la playa, alguna botella rescatada del naufragio, tendiéndosela a Juan María para descorcharla y ser el primero en darle un beso y comentar el sabor, aventurando enseguida, la región de origen del buen vino y el año de su cosecha.-

         Después de algún tiempo de duro trabajo, con el Capitán ya recuperado, al frente y mejor organizados, con el bajel ya amarrado en la playa sostenido por enormes cabrestantes, mejor alimentados, los ánimos de los sobrevivientes mejoraba día a día y Fray Benucio se plegaba a las partidas de caza y recolección de frutos, para darle una mirada profunda e interesada a las comarcas recorridas, descubriendo a cada paso pájaros exóticos, mariposas de múltiples colores y una flora que no dejaba momento de asombrarle.-

         De estas partidas de caza, provenían todos los alimentos que en esos días consumieron, siendo el manjar preferido de todos, los pequeños armadillos que carreteaban hamacándose como una carreta de mulos, y cuando en las tardecitas, salían furtivamente de sus madrigueras en busca de comida,  aprovechaban los cazadores, armados con sacos de cáñamo, para echárseles encima, atrapándolos.-

         Juan María Rodríguez y Quintero, demostró largamente que su fama de ebanista, conquistada como ebanista mayor de las cortes, era verdadera. Realizó un trabajo con su cuadrilla de carpinteros que hubiera maravillado a los primeros constructores de los astilleros de San Lucas de Barrameda.-

         Había que ver como maniobraba con las gubias, recomponiendo las finas tallas en la cámara del Capitán. Con qué habilidad dirigía y con la herramienta en mano compartía con sus dirigidos, todas las tareas, desde la selección de la viga que terminaría como mástil, hasta la construcción de los varios tramos de barandales destruidos, pasando por la sustitución de tabiques enteros y grandes tablones del casco.-

A los treinta y cuatro días del naufragio, la nao estaba lista para botarla nuevamente, su casco reparado y cubierto de brea, no daba muestras del destrozo. El trabajo de Juan María Rodríguez y Quintero, era perfecto.-

         El recién entrado otoño, había traído lluvias persistentes y las condiciones del tiempo no aconsejaban una botadura en condiciones tan pésimas, máxime con el recuerdo del motivo de la obligada escala, por lo cual el Capitán prudentemente decidió permanecer en aquella ensenada y aprovechar para enviar partidas de exploración tierra adentro.-

         Al regreso de una de estas partidas, que duró alrededor de cuatro días, tuvieron la noticia que no estaban en tierra firme, sino en un isla alargada paralela a lo que sí parecía ser el continente de Indias. La isla estaba completamente deshabitada de humanos, pero tenía caza, frutos del bosque y manantiales para abastecerlos por el tiempo que necesitaran. Desde la costa opuesta a la del naufragio, se divisaba muy cerca, quizá a poco más de una legua, una costa de grandes barrancas negras que se extendía a norte y sur hasta el horizonte.

         Tomando muy en cuenta el inhóspito clima, el Capitán le ordenó a Juan María, la construcción de un refugio, para pasar lo que se avecinaba como un crudo invierno y que cuando pudieran retomar su viaje, sirviera para acondicionar la buena cantidad de vituallas recogidas del resto de la flota, que luego el Adelantado don Pedro de Mendoza se encargaría de enviar dos o tres bajeles a recogerlos.

         Mientras, después del almuerzo y antes de comenzar las labores de la tarde, Juan María, con la astilla del destrozado timón, rescatada de la cara del Capitán, se entretenía fabricando una pipa, que cuando se la entregó como presente, Gustavo Sotomayor y Quesada, se sintió hasta conmovido, retribuyéndole con un apretado abrazo, que sirvió para disimular una gota que brotaba de su único ojo.  La rudeza del Capitán, no fue óbice, para esta aparente debilidad.

         Quizá el presente, o el afán con que Juan María dirigía el cumplimiento de sus ordenes, el Capitán, tomó gran estima por aquel canario, que poco a poco fue transformándose en verdadera amistad.- Eran dos hombres de máxima educación, más, si se comparaba con el resto de los expedicionarios. Siempre tuvieron temas de conversación, comunes a ambos, tal vez porque provenían de familias relacionadas a las cortes, y por su gusto prefirieron la aventura de intervenir de alguna forma en la colonización de las tierras allende el mar, alejándose de donde naturalmente debían permanecer.

         Transcurrió el otoño y el más crudo invierno, sin mayores novedades que alguna partida de caza, cuando lo permitía el inclemente tiempo. Parecía que la única zona seca y libre de lodazal, era el refugio, las veredas que lo circundaban y un espacioso trozo de playa cubierto de fina grava, porque cuanto se internaban en el monte un lodo negro y pegajoso como betún, dificultaba sobremanera el desplazamiento.

         Como tenían abundante alimento y agua, no había necesidad de arriesgarse y el estado del tiempo era quien disponía cuando se cazaba o no.

         Ya, los primeros días de septiembre, luminosos y despejados, anunciaban la cercanía de la primavera; temprano por la mañana, eran despertados por un coro de pájaros de las más varias especies y los ánimos mejor dispuestos, alentaban a preparar la botadura del nao.-

         Un mediodía, aprovechando que la mayoría de los hombres disfrutaban de un suculento almuerzo, el Capitán decidió darles una noticia que desde su convalecencia había madurado, inspirado por el retiro de los restos de tablones del casco donde lucía el nombre del bajel.

         El capitán, asistido por Fray Benucio, anunció su decisión de rebautizar la nao; a partir de aquel momento se llamaría “El Intrépido”, en homenaje a la valentía e intrepidez con que sorteó los temporales en alta mar y de la brutal pelea que sostuvo con el vendaval entre el roquedal de la costa de la isla que les abrigó durante aquellos últimos meses. Finalizada su corta proclama, Gustavo Sotomayor y Quesada, encargó a su amigo, don Juan María Rodríguez y Quinteros, ebanista de las cortes de Su Majestad, tallara un tablón para ambas bandas del barco luciendo el nuevo nombre.-

         Juan María, honrado por el encargo, puso en práctica esa misma tarde la concreción de la talla y a los tres días dirigía a sus ayudantes a colocarlos en los lugares indicados.-

         Fue una maravilla de perfección y el Capitán no escatimó elogios.-

         El día doce de septiembre del año del señor de mil y quinientos treinta y seis, según constaba en la bitácora del flamante “El Intrépido”, se produjo su botadura. El Capitán abrió varias botijas de vino y un tonel de aguardiente de muy buen corte, dando un verdadero festín a sus hombres, que se preparaban  para levar anclas, en el próximo amanecer, para en unas tres semanas llegar al Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire, que suponían con gran desarrollo después de casi un año de fundado.

         Efectivamente, el tiempo fue benigno y el bajel remontó hacia el norte, siempre a la vista de la costa y a los dieciséis días avistaban lo que era en aquel entonces el puerto y sus alrededores.

         Grande fue la congoja que sintieron los expedicionarios, cuando se acercaban. El puerto era solamente una muy corta línea de troncos enterrados en la barranca, que ofrecerían un mal amarre para cualquier bajel y la población se reducía a unos destartalados cortijos de ramas y adobe, reunidos en desorden barranca arriba.

           La angustia fue mayor cuando vieron los habitantes, un grupo de mugrientos y rotosos, que mostraron únicamente preocupación, por algún alimento que pudieran recibir de los recién llegados.

         Tuvieron un dificultoso amarre y un más dificultoso desembarco, por la precariedad de las instalaciones. Mejor sería atracar en una rada natural, que en aquello, que llamaban puerto.

         Un pobre hombre flaco y andrajoso, tembleque por la fiebre, fue el primero en llegar al lado de los recién desembarcados, dándoles incoherentes razones del estado del puerto, pero más preocupado por algún mendrugo que pudiera recibir.-

         Fray Benucio, atendió prestamente al pobre hombre, dándole un buen pedazo de carne conservada de las recientes cacerías y lo apremió a que le mostrara a los demás habitantes. Una treintena de hombres, todos o la mayoría sufriendo escalofríos, con pústulas infectas por todo el cuerpo, producto de picaduras de enjambres de insectos, imposibles de controlar en aquel humedal, verdadero pantano, donde habitaban. Todas las formas posibles para ahuyentarlos no fueron suficientes y aquellos pobres desgraciados, ya veían la hora de morir carcomidos por tanta plaga. Un olor acre abrazó a Fray Benucio, cuando asomó la cabeza en el primer rancho, para atender al paciente más afiebrado, quien pronunciaba incoherente letanía en el sopor de la terrible calentura.  El calor primaveral, no era disfrutable en aquellos parajes y era urgente auxiliar a aquella pobre gente.

         Mientras el fraile atendía a los enfermos, el Capitán y otros expedicionarios formaban un círculo alrededor de un mozo, que aparentaba mejor salud que el resto, pidiéndole razones sobre el puerto y el paradero del Adelantado.-

         A los pocos días de la llegada del Adelantado, lograda recién el 13 de enero del año que corría, retrasada por un sinfín de peripecias acontecidas durante la travesía que se prolongó, por casi cinco meses, desde su salida de San Lucas de Barrameda, el 24 de agosto del año anterior, fundaba el Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire.

Cuando trabajaban afanosamente en la construcción de refugios y barracas más sólidas, fueron atacados por los guerreros abipones, del pueblo que señoreaba aquellos parajes. Fue tal el ataque, que los expedicionarios, maltrechos por la lucha e impedidos de lograr alimentos, indujo al Adelantado, a disponer el envío de un grupo que remontara aguas al norte en busca de víveres.

La expedición, después de atravesar el delta, sorteando decenas de islas e islotes de variada forma y tamaño, se encontraron con el anchuroso río que los llevaría hacia mejores parajes.

Don Juan de Ayolas, que comandaba el grupo, fundó el asiento de Corpus Christi, lugar al que el Adelantado se había trasladado con la mayoría de los integrantes de la comunidad recién fundada.

Las noticias de estos hechos eran muy escasas y contradictorias, por lo que Don Gustavo Sotomayor y Quesada dispuso que al mando de Pedro Arcajo, se aparejaran dos buenas chalupas, y con ocho hombres más, tratara de ubicar tal asiento y traer noticias mas concretas, del destino de los fundadores.

Alimentados, la mayoría  casi curados, bien avituallados y con vestimentas de mejor traza, los pobladores estaban en mejores condiciones, que cuando atracó El Intrépido, para esperanzarse por un futuro menos duro, que los meses que acababan de vivir.

         Lo primero que hicieron los recién llegados fue tratar de sanear todo el espacio que abarcaba el rancherío, canalizando en todo su contorno, acequias y canales en el interior para recoger las aguas, y compactaron con piedras las veredas que  unían los distintos cortijos. De esta forma se podían trasladar por todo el entorno, sin las dificultades que ofrecía el barrizal.-

         Mientras unas cuadrillas saneaban los ranchos, otra se encargaba de hacer hogueras a las que agregaban ramas verdes, produciendo una gran humareda con el fin de ahuyentar los insectos, principalmente los implacables mosquitos y jejenes que pululaban en enjambres por todas partes.

         Al regreso de Pedro Arcajo y su grupo, trajeron  noticias no muy alentadoras. El Adelantado había organizado una nueva expedición para seguir más al norte a explorar aquellos parajes. Aprovechando el anchuroso río, alistó varias embarcaciones y puso proa hacia el casi desconocido destino.

         A las pocas semanas, aquejado por fuertes dolores y terribles escalofríos provocados por altísima fiebre, el Adelantado decidía su regreso a España, por lo que seguramente el malhadado puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire, quedaba condenado a perecer.

         Por estas malas nuevas, con su Almirante desaparecido o muerto en el naufragio y el Adelantado de regreso a su tierra, Don Gustavo Sotomayor y Quesada dispuso alistar al Intrépido, poner proa hacia Corpus Christi y esperar la llegada de la próxima flota para ponerse a disposición de un nuevo Almirante.-

         Reunidos varios del grupo que formaban los amigos de Josmaría, comentando las penurias que tendrían que pasar si los sorprendía el ya próximo invierno, escuchan a Gaspar de Ávila imitando al Portugués murmurar “Lindo p’ra juyirnos p’al tal Birú!!!”.-



































Capítulo II


Hacia el norte ignoto


         El río ofrecía a la nao, con su anchuroso cauce, buenas condiciones de navegación y en las múltiples radas, buen abrigo para anclar cuando era menester.

         Ya entrado el invierno, llegaron a Corpus Christi. El asentamiento no ofrecía las mínimas comodidades para permanecer en él hasta la primavera. Proseguir remontando el río, para el Capitán fue solamente pensarlo y decidir, con la esperanza de llegar a un lugar más acogedor.

         Al séptimo día de navegación, cuando una llovizna pertinaz, les calaba hasta los huesos, tuvieron un desagradable encuentro con guerreros nativos. Tripulando chalupas construidas con troncos ahuecados iniciaron el asedio a la nao. Armados con picas y largas cerbatanas, hacían alardes de ellas pero no se decidían a usarlas.

         Los tripulantes alistaron sus armas y quedaron a la expectativa, en espera de los acontecimientos y seguidos del cortejo de canoas, continuaron viaje hasta donde el río recibía un caudaloso tributario. Según lo anotado en la bitácora, estaban a algo más de 27º sud.

         Al ver que los nativos se colocaban a estribor del bajel, como huyendo de la desembocadura, para perderlos sin entablar combate, el Capitán ordenó virar a babor, internándose en el tributario.

         La algazara de los indígenas horripilaba, y las cerbatanas enviaron una nube de finos astiles hacia el barco, que felizmente no alcanzaron la cubierta, no pasando de un breve momento de desasosiego. Aunque algún tripulante descargó su trabuco, no hubieron bajas en ninguno de los dos bandos.

         El acoso había cesado y parecía que el río recién tomado, ofrecía buen abrigo. Al día siguiente, cuando el sol apenas se asomaba entre los nubarrones, casi sobre el mediodía, echaron anclas en un atracadero natural, en la ribera oeste, que ofrecía una ancha playa cubierta de un fino pastizal, que se extendía por casi una cuadra hasta el borde del bosque achaparrado.

         La intención era conseguir alimentos frescos, aprovechando la buena caza y procurar algunos frutos de la estación, ya que hacía varios días que se habían terminado los recolectados en los alrededores de Corpus Christi.

         Establecido el campamento en la playa, dejaron en el bajel, un contingente de hombres con las armas prestas y el cañón de proa a punto, por si los nativos se aventuraban a asaltarlo y en una loma que dominaba todo el entorno, distribuyó las guardias entre cuatro vigías, encargados de avistar cualquier movimiento que pusiera en peligro a los hombres en tierra.

         Luego de tomadas todas las precauciones, salieron grupos de cuatro o cinco hombres bien armados para hacer un reconocimiento de los montes cercanos. La caza era buena, pero de frutos ni rastros. Abundaban las liebres, los armadillos y unos enormes roedores, como chanchos, que al menor sobresalto se echaban al agua. Era difícil cazarlos, pero con grandes esfuerzos lograron dos buenas piezas, resultando poseedores de una excelente carne a pesar del suave tufillo que se le sentía. Más tarde se enterarían de la abundancia de manadas que medraban tranquilamente por aquellos montes y que eran conocidos como carpinchos. Encontraron rastros de felinos, que por las huellas debían ser de buen tamaño y hasta escucharon varias veces sus estridentes rugidos, que ponían los pelos de punta.

         Con una buena provisión de caza, ya casi entrada la noche, la gente de tierra, se dedicó a la faena y a preparar la conserva, para al amanecer embarcar, y si el Capitán así lo disponía, proseguir el curso.

         La monotonía de aquellos parajes y la carencia casi total de acontecimientos, era campo fértil para descontentos, y algunos hombres hablaban de dejar la expedición y hacerse de una chalupa de la nao para regresar a Corpus Christi. Si no fuera por la firmeza del Capitán, que fue rotundo, negando la embarcación y amenazando con el calabozo del bajel, a algún desertor y las advertencias de los mas avispados,  recordando el asedio de los indígenas, más de cuatro se hubieran desbandado.

         Aplacados los ánimos, embarcados y nuevamente proa al norte, llegaron al día siguiente a otra encrucijada. El navío nuevamente cambió su rumbo, virando a babor. Luego de unas pocas horas de navegar hacia el oeste, divisaron en la orilla norte, un asentamiento compuesto de varios cobertizos de adobe y ramas.

         No más iniciaron la maniobra de atraque, notaron la gran actividad que en ese momento desplegaban los asentados, levantando cobertizos, afirmando veredas y por primera vez, desde su partida de España, mujeres, que también se afanan en sus tareas. Era un hormiguero de gentes, que trabajaban duro, como impelidos por una extraña fuerza, que los recién llegados no acababan de comprender.

         Con las primeras noticias, supieron que el asentamiento fue llamado de La Asunción y estaban en plena labor de construir abrigos y defensas por la cercanía de los pueblos guaraníes y matacos, estos últimos famosos por su ferocidad. En el alto de una barranca que domina el río, se erguía recién construido, el fuerte con su torre del vigía y dos barracones, albergue de las tropas, y una sólida construcción de troncos y techo de juncos, morada del Gobernador de la colonia Don Francisco Ruiz Galán.

         Dentro del recinto formado por una empalizada de troncos, también se levantaban en aquel momento varias viviendas, cobertizos y al fondo una pequeña construcción que lucía una cruz de madera, revelando la presencia de la santa iglesia. Fray Benucio de la Rivera, contento por tal presencia, apuró el paso para visitar la casa de Dios, erigida en tierras tan apartadas  y paganas.

         La presencia de mujeres, avivó instintos casi adormecidos, entre los expedicionarios, por el transcurrir de tanto tiempo embarcados, aunque muy pronto cayeron en cuenta de las pocas posibilidades de saciar sus apetitos, porque las féminas acompañaban a sus hombres y eran las primeras familias que colonizaban aquellas remotas tierras. Había un par de rechonchas mozuelas,  que en el mejor de los casos serían promesa para dentro de unos años. Ahora, ¡dale no más al ojo y resígnate con la perra suerte!, fue el pensamiento de muchos.

         El contingente de hombres que había transportado El Intrépido, desembarcó en su totalidad y todos quedaron para establecerse, ya fuera trabajando en sus propios oficios o en lo que cuadrare. Por lo pronto, había que construirse refugios o morir de frío.

         Con la llegada de El Intrépido, fue desbordado el espacio que se había liberado para la construcción del fuerte y el asentamiento, hubo entonces que ganarle terreno al monte a golpe de hacha y machete.

         Desbrozaron zarzales y talaron enormes árboles, despejando un redondel de unas ocho o diez cuadras, alrededor del fuerte y a los pocos días brotaban las chozas abigarradas y casi en desorden, pero firmemente construidas con la madera de los árboles talados, cubiertas con adobe y techadas con paja brava, una gramínea de bordes filosos como navajas, que crecía en los bañados aledaños y daba una cobertura a prueba de agua.

         Transcurridas algunas semanas, ya instalados, cada cual se dedicó a la tarea que las circunstancias le deparaba, y así Orestes Gonzalo González se amañó para servirse de sus artes de conductor de caballos, para arrastrar con un bruto añoso y bichoco pero aún fuerte, en unas parihuelas, un tonel con agua desde la cachimba abierta en el vientre de la roca de una lomada, hasta el asentamiento. Juan María Rodríguez y Quinteros, instaló en un cobertizo su banco de ebanista, anunciando con la talla en un cartel, que colgaba de dos postes en el frente: “Ebanistería y Carpintería de Juan María Rodríguez y Quinteros”, constituyendo el primer negocio de construcción y servicios en La Asunción. Su primer dependiente fue El Portugués, que demostró su habilidad manual, transformándose rápidamente en un buen carpintero.

         Fray Benucio, encontró gravemente enfermo al vicario, atacado por un mal  que le producía atroces dolores en el vientre, vómitos e incontenibles diarreas, totalmente deshidratado, con la piel color tierra, reseca y cuarteada, no daba muestras de poder soportar muchos días aquel suplicio.

         A pesar de los solícitos cuidados del fraile médico, entregó su alma al Señor, dejando acéfalo el cargo encomendado por la nunciatura.

         Luego de los oficios y sepultura, Fray Benucio de la Rivera, tomó cargo de la casa de Dios, comenzando un ministerio, que lo tendría en aquellas tierras por muchos años, siendo testigo del proceso de crecimiento del asentamiento.

         Pedro Armengol García y Llanos, al no tener bitácora que llevar, se ocupó, por su encargo, de llevar las cuentas del gobernador. Su hermano, Francisco, no consiguió cocina para preparar sus asquerosos mejunjes, felizmente para los comensales, pero su fuerza y destreza lo destacaron como hachero.

         Otros, campesinos hortelanos, iniciaron los trabajos de preparación de tierras de labradío, para con la primavera plantar sus primeras huertas, mientras que los que tenían espíritu de pastores, apacentaban los pocos rebaños en los pastizales allende los montes, luchando con predadores y alimañas que los mantenía en permanente vigilia.

         José y María de Benalcazar no consiguió ocupación productiva que le conviniera, al igual que Gaspar de Ávila. Su carácter aventurero no le permitía atarse a ninguna ocupación que le obligase a asentarse y Gaspar era el vivo reflejo de su personalidad. Se ocupaban de encargos circunstanciales, que les permitieran sobrevivir y cultivaban amistad con todos los habitantes, rehuyendo obligaciones.
          
         El principal pasatiempo de ambos era deambular por los montes en busca de caza y muchas noches pernoctaron al descubierto, bajo las estrellas.

         Evidentemente, con la ascendencia que Josmaría ejercía sobre Gaspar, era el conductor y guía en todas sus aventuras montaraces y el mozo no escatimaba esfuerzos y gozaba enormemente de aquellas jornadas.

         En una ronda de caza, cuando se refrescaban en la susurrante corriente de un arroyuelo, percibieron lo que parecían débiles quejidos, provenientes de un espeso zarzal que se extendía al pie de un altísimo roquedal coronado por frondosa arboleda.

         Prestamente, tomando las debidas precauciones, guiados por los gemidos, sorteando matas y en máximo silencio llegaron al pie del acantilado en el que, con la frente cubierta de sangre, rebullía un nativo que aparentaba no mas de catorce o quince años, quien persiguiendo alguna pieza de caza se había precipitado por la cuesta, con tal mal fortuna, que rebotando en ramas y rocas, había terminado en el fondo, con la cabeza medio rota.

         Atontado por los golpes y con la vista nublada por el baño de sangre, no reparó en que sus auxiliadores eran extranjeros, de la raza que ya tantos sobresaltos y dolores les habían causado.

         Ni Josmaría ni Gaspar, entendían los guturales sonidos, que profería el herido, pero se sobreentendía que sentía gran dolor y aflicción.

         Gaspar corrió al arroyo, volviendo con un trapo de su alforja empapado en agua fresca, con el que mojaron los labios y lavaron la herida, en total silencio para no asustar al magullado indígena. Grande fue el asombro de éste al ver a sus salvadores, pero el intento de huída fue frustrado por el mareo que lo dejó nuevamente por los suelos, sin poder pararse, por mas esfuerzos que hiciera.

         La calma y solicitud, con que Josmaría lo atendía, poco a poco tranquilizó al mozalbete y a pesar de la desconfianza no intentó una nueva fuga. Después de un buen rato, se le aclaraban las ideas y con la ayuda de sus dos bienhechores, pudo tenerse en pie, aunque ni cerca de poder caminar.

         Fue menester sostenerlo entre ambos hombres para que pudiera dar unos pasos, aunque el mareo persistía y cuanto lo dejaban valerse por sus propios medios, se derrumbaba al suelo. El nativo comprendió, que los desconocidos, solamente se desvivían por ampararlo y no tenían intención de agredirlo, por lo que su actitud de desconfianza fue cediendo paso al asombro y al agradecimiento.

         Ninguno pudo comprender las palabras que intentaban cruzarse, pero tenían bien claro, las buenas intenciones de ambas partes.

         Al rato, luego de varias idas de Gaspar al arroyo para empapar el trapo y refrescar la frente del herido, este consiguió mantenerse en pie y antes de dar media vuelta y desaparecer en la fronda, simplemente apoyó su palma derecha en el hombro de cada uno de sus bienhechores en señal clara de saludo y agradecimiento.

         Las gentes del asentamiento, habían ya tenido varios contactos muy furtivos con nativos del pueblo guaraní, pero para Josmaría y Gaspar era la primera experiencia y les resultó extraordinariamente extraña, por las circunstancias en que se produjera.

         A los muchos días, en ocasión de una de sus frecuentes cacerías, cuando descansaban adormilados a la sombra de la frondosa arboleda, fueron sorprendidos por la silenciosa presencia del mozo guaraní, que apoyado en un arco de algo más de una braza de altura, los observaba desde el borde de la espesura.

         Casi de un salto se pusieron de pie, pero el nativo en lugar de huir o tomar alguna actitud ofensiva, lentamente se aproximó, saludándolos en la misma forma que lo hiciera días atrás, cuando fuera socorrido por los extranjeros. Estos correspondieron el saludo, apoyando también la mano derecha en el hombro del indígena.

         A pesar de la incomprensible lengua del guaraní, valiéndose de señas y gestos, consiguieron una comunicación, que hasta se hizo fluida y comprendieron la invitación para emprender la cacería juntos.

         No sin ciertos recelos, aceptaron el ofrecimiento. La habilidad que enseguida demostró el nativo, en el manejo del enorme arco, cazando escurridizas liebres con sus certeros flechazos y la indisimulada alegría por contar con sus dos nuevos compañeros, generó la confianza y el entusiasmo de éstos.

         Cuando el sol, cedía a las sombras y el monte se poblaba de nuevos sonidos, como para dar por concluida la cacería, el diestro arquero ofreció las mejores piezas cobradas a sus  acompañantes, y con su voz gutural y el saludo habitual se despidió, emprendiendo ágilmente un sostenido trote, con una ristra de liebres al hombro.

         Los encuentros se volvieron asiduos y al poco tiempo el entendimiento, era casi total. Supieron que el indígena, se llamaba Tabobá y su tribu estaba establecida bastante cerca de La Asunción. Tabobá trataba de pronunciar los nombres de sus compañeros y poco a poco, todos fueron aprendiendo, voces desconocidas hasta aquel momento.

         Gaspar de Ávila, era quien aprendía más rápidamente la lengua guaraní, siendo un buen intérprete para auxiliar a Josmaría en la comprensión de las largas conversaciones de Tabobá.

          Una tarde, siguiendo las indicaciones de Tabobá, se dirigieron a una planicie, casi totalmente libre de árboles, que se extendía hasta el horizonte, de una grandiosidad inigualable, en la que resaltaba el color verde esmeralda de los pastos, surcada por las leves corrientes de algunos arroyuelos,  emprendiendo la cacería más extraña, jamás pensada por los extranjeros.

         El nativo en lugar del arco y su carcaj de flechas, llevaba como única arma, dos bolas de piedra unidas por un tiento trenzado de unas tres brazas de largo, que Gaspar ni Josmarían entendían su uso, quedando muy atentos al accionar del indio.

         La primer sorpresa, fueron las raras aves que Tabobá señalaba en la ladera de una hondonada: enormes, de patas gruesas como ramas, la cabeza  achatada terminaba en un pico de un palmo, el cuerpo redondo y cuando corrían con una velocidad imposible de igualar, agitaban unos alerones que si no les servían para remontar vuelo, servían para equilibrarse en la carrera, dándoles un cadencioso bamboleo. Después de observar las evoluciones de la manada, elegida la pieza, bajo la atenta mirada de sus compañeros, el nativo hizo girar sobre su cabeza el par de piedras, y en plena carrera, las arrojó hacia el ñandú que apartado de sus congéneres  corría ladera arriba. Las boleadoras silbando en el aire, alcanzaron al pobre bicho y arrollándose en sus patas, lo hicieron rodar como un ovillo, quedando totalmente inmovilizado.

         Tabobá, pisándole el cogote para evitar los furiosos picotazos, prestamente le arrancó un buen matojo de plumas de los alerones y de la despoblada cola, liberándolo luego para que con su bamboleo más aparatoso, emprendiera nuevamente la huída.

         Seguidamente, se puso a hurgar entre las matas, hasta que encontró el objeto de su búsqueda, la nidada de los ñandúes. Dos huevos enormes, más grandes que las balas del cañón de El Intrépido, los que pasó seguidamente a Gaspar, para continuar la búsqueda, hasta encontrar tantos nidos que fueron suficientes para llenar las alforjas de los tres.

         Las plumas serían adorno del tocado y el cinturón del cazador y los huevos serían el manjar a degustar en la comida.

         Aquella cacería, prolongada en la vastedad del pastizal, fue coronada con varios tatúes, los sabrosos armadillos que poblaban aquellos campos y una liebre de muy buen porte, que Josmaría con certero trabucazo casi le voló la cabeza. Tabobá siempre miraba con recelo el uso de aquel palo de trueno y fuego, que mataba sin explicarse de que manera, pero poco a poco se fue acostumbrando a su terrible estruendo, y observaba con extremo cuidado cuando su compañero, aprontaba la mortífera arma.

Las frecuentes cacerías, los unieron en una sincera amistad. Hasta que Tabobá los invitó a visitar su toldería y conocer a su padre el cacique Caupolicán, quien se sentiría muy honrado de recibir a los salvadores de su hijo. Quedó concertado el viaje para el día siguiente y temprano en el linde del monte, esperaría el indio, para guiar a los visitantes.

         Después de algunas horas de recorrer intrincados vericuetos del monte, llegaron a un descampado donde una veintena de chozas, construidas de gajos y cueros de animales, dispuestas en círculo en derredor de una más grande, constituían el primer poblado nativo que conocerían los dos españoles.

         Un tropel de rapaces desnudos  y perros de todos los pelos, formando un  real revoltijo, profiriendo una gritería y ladridos infernales, fueron al encuentro de los recién llegados, enredándose en sus piernas, afanados por curiosear aquellos personajes de tan extraños atuendos, hasta ese momento desconocidos. Sorteando tal acoso, más varios puercos y gansos, que poblaban el espacio circundante de las chozas, se dirigieron a la mayor.

         Por el vano, que un pliegue del cuero recogido a un lado descubría, se entreveía el interior, donde sentados sobre mantas de cuero, varios hombres de semblante adusto, formaban un semicírculo, en completo silencio, que contrastaba con la algazara de los pilluelos y perros, y el gruñir de los puercos, mientras que por los vanos de las otras chozas se asomaban mujeres de todas las edades, cubriéndose únicamente el vientre con taparrabos. Jóvenes con senos firmes y erectos, mujeres de más edad amamantando sus críos y ancianas con bolsas colgantes, vacías, marchitas.

         Los pocos varones jóvenes, apartados, formaban un circulo huraño, de mirada llena de desconfianza.

         Guiados por Tabobá, cruzaron el portal de la choza mayor, deteniéndose en el centro. Después de cambiar algunas palabras con su hijo, el cacique Caupolicán, incorporándose, en señal de saludo y bienvenida, apoyó su mano derecha en el hombro, primero de Josmaría y después de Gaspar.

         Cumplido aquel ritual, a un golpe de palmas del cacique, aparecieron varias jóvenes con cazuelas repletas de comida y bebida que ofrecieron a todos los congregados. Había cazuelas con carnes aderezadas con hierbas, otra con patatas, la de más allá con una especie de guiso con gran cantidad de desconocidos ingredientes pero que despedía un agradable tufillo, otra más con variedad de pescados, una con frutas, otras con bebidas, siendo una de color verde claro, traslúcida, agradable de sabor, pero no bien comenzaba a beberse se convertía en fuego y al poco rato se sentía la embriaguez de su alcohol, otra blanca como la leche, que los visitantes apenas pudieron probar por su desagradable sabor y finalmente otra cazuela llena de hojas verdes, ovales y brillantes.

         Pasaban de mano en mano, y cada comensal elegía el bocado a su gusto y en silencio fueron vaciando de víveres todas las marmitas, primero las carnes, pescados, y guiso, luego las frutas, todas acompañadas por largos sorbos de las bebidas, dejando para el final las de hojas verdes, que los nativos masticaban, escupiendo al rato la pasta que de ellas quedaba.

         Los extranjeros, probaron la coca, aunque con la embriaguez producida por las bebidas, no alcanzaron a masticar más que una o dos hojas.

         Terminado el banquete, pareciera que la bebida y la coca desató la lengua y mediando Tabobá de interprete, las horas de la tarde se deslizaron en forma inadvertida para Josmaría y Gaspar.

         Junto al cacique Caupolicán, a su derecha, se sentaba el chamán de la tribu, quien con su poder e influencia sobre el cacique, le seguía en importancia y sus consejos siempre eran escuchados y tomados muy en cuenta. A la izquierda, su hijo mayor y luego seguían dos hombres de mediana edad, algo mayores que aquel. Por la derecha se agrupaban tres ancianos de presencia venerable, tocados como el cacique, con una tiara cubierta de plumas, sobre la frente, prolongándose por ambos lados en caída hasta la cintura.

         Los visitantes supieron, que los venerables ancianos integraban una especie de consejo, y eran los que dirigían la siembra y la cosecha, mientras que el chamán, convocando los espíritus de sus antepasados, cuidaba que vinieran las lluvias, cuando sus plantíos necesitaban agua y alejaba las tormentas, para que no dañaran las cosechas.

         El chamán, además de sus funciones religiosas, era quien curaba los enfermos y heridos, empleando emplastos de hojas o raíces machacadas y brebajes preparados con distintas plantas. Tenía un gran conocimiento de las propiedades curativas de un sinfín de arbustos, zarzas y árboles.

         Les contaron de sus cultivos  de papas, mijo, maní y tabaco, de sus animales, tales como gallinas, patos y puercos, de las relaciones con otras tribus cercanas y lejanas, de sus rivalidades con los vecinos abipones aliados de los chacas y de cómo sus antepasados trajeron las primeras plantas de coca desde la lejana tierra de los coyas, cuyas hojas estaban reservadas para el cacique y su consejo mascarlas, en ocasiones solemnes o muy especiales.

         Luego, cuando el sol ya declinaba, comenzaron a regresar grupos de cazadores con morrales repletos, agricultores con sus picas y algunas mujeres con vasijas llenas de agua y otras con brazados de ramas y frutos. La algarabía aumentaba momento a momento y las mozas formaron un circulo, en el espacio abierto frente a la choza del cacique, mientras, en su centro, unos mozos usando pedernales encendieron una enorme fogata que con su fragor refulgente encubría el retiro del astro.

         A poco, golpeando acompasadamente sobre troncos huecos con cortas varas, los músicos amenizaron la danza, que los cazadores iniciaron en derredor de la fogata, blandiendo sus armas, dando pequeños brincos y modulando en su lengua gutural, ininteligibles cánticos.

         Se plegaron a la danza, un grupo de mozas, ataviadas con collares, muñequeras y tobilleras de ristras de cuentas o pedruscos de brillantes colores y taparrabos adornados con hebras o fibras también de vivos y diversos colores. El jolgorio, se generalizó y todos participaron, ya sea acompañando con golpes de palma o cantando su letanía.

         Repentinamente, dejaron de sonar los troncos, se acallaron las voces y cesaron los contoneos de la danza, para dar paso a la comida, similar a la que ya habían compartido con el cacique y su consejo, pero ésta, con la complaciente participación de todos los habitantes de la tribu, menos los pequeños que ya estaban en sus dulces sueños.

         Con aquella visita a la toldería guaraní, que sería repetida con mucha asiduidad, Josmaría y Gaspar, empezaron a enterarse de sin número de aventuras y leyendas, de aquel pueblo de agricultores, pacíficos, que solamente usaban armas, en sus cacerías. Como asimilaban bastante la lengua, el entendimiento, cada día era más cabal, y los recelos de todos desaparecieron completamente, permitiendo a los españoles, entrar al poblado cuando pretendiesen, trabando relación con hombres y mujeres, viejos o jóvenes, llegando a ser dos habitantes más, muy apreciados y siempre complacidos por sus anfitriones.

         Entre las tantas leyendas e historias, contadas en las innumerables tertulias, les sorprendió el conocimiento que los guaraníes tenían del lejano imperio inca y de sus enormes riquezas, del metal dorado refulgente como el sol que usaban en sus adornos y vasijas. También les había llegado noticias de que habitaban chozas enormes, construidas con materiales para ellos totalmente desconocidos y que sus tierras se extendían por varias regiones que lindaban con un gran río, tan ancho, que no tenía fin.

         Inmediatamente, Gaspar unió el relato guaraní con el de Josmaría cuando a bordo de El intrépido, atrajo la atención de un gran auditorio.

         Ya de regreso a La Asunción, a instancias de Gaspar, comenzaron a hablar sobre los desconocidos inca, y nuevamente surgió la frase de El Portugués: “Lindo p’ra juyirnos p’al tal Birú”.

         Esta vez tenían un motivo mucho más serio para soñar con un viaje al imperio de los inca, porque de un pueblo totalmente desconocido para ellos, el pueblo guaraní, habían recibido noticias de la riqueza y poderío de aquel lejano pueblo.

         A los pocos días, la mayoría de los habitantes de La Asunción comentaban, el loco proyecto que José y María de Benalcazar y Gaspar de Ávila, querían emprender. Se habían instalado en el cobertizo de la ebanistería de Juan María, para reclutar un grupo de hombres que quisieran emprender la aventura y planificar su ejecución.

         Tabobá y otro mozo guaraní bastante mayor que aquel, de nombre Vaimaca, fueron asiduamente a La Asunción a reunirse con Josmaría y Gaspar, llevándoles datos que pudieran serles útiles.

         Vaimaca, que había remontado en su canoa, hasta las nacientes del río Paraguaí y muy lejos por el Pilcomaio, trajo noticias de lo difícil, o casi imposible que era atravesar las enormes montañas blancas, que se extendían al poniente, en cuyas laderas moraban sus amigos coyas. Estos, a pesar de  conocer muy bien la región, no sabían la forma de atravesarlas y contaban que muchos habían perdido sus pies, que por el frío se resquebrajaban como ramas pisoteadas.

         La idea, cobraba cuerpo, y ya habían varios hombres que participaban del proyecto y estaban decididos a emprender viaje. La decisión aún no tomada, era la ruta que seguirían, porque la línea mas o menos recta hacia el poniente, había sido descartada, por las dificultades que significarían las montañas.

         Josmaría y El Portugués, planeaban dirigirse al sur en busca de un pasaje en las montañas y luego de atravesarlas, remontar la ruta de Almagro en su viaje a la conquista de Nuevo Toledo, viajando por la vertiente oeste de las montañas.

         Reunieron una buena tropilla de caballos de silla y mulos de carga que llevarían vituallas y herramientas. Orestes Gonzalo Gonzáles, abandonó el acarreo de agua, labor que transfirió a otro mozo que no pensaba en aventuras, y se ocupó de los animales que iniciarían la travesía, apacentándolos en los pastizales y tomándose buenos ratos para cepillarlos cuidadosamente y mimarlos sobremanera, pero obteniendo una excelente tropilla.

         El grupo que ya formaban Josmaría, Gaspar, El Portugués, Orestes, Francisco José García y Llanos. su hermano Pedro Armengol, Pedro Arcajo, El Andaluz, Tabobá, Vaimaca y unos cuantos más, entre los que se contaban un par de jóvenes guaraníes, bajo la atenta mirada de Juan María Rodríguez y Quintero que no participaría en el viaje, pero no escatimaba consejos, discutían todos los pormenores, con la intención de que el emprendimiento, fuera coronado con el éxito.

         Los preparativos seguirían por varias semanas, antes de hacerse a la aventura y La Asunción era todo actividad, y nadie restringía esfuerzos para alentar y brindar ayuda al grupo.

















Capítulo III


Un duro invierno al pie de la gran montaña


         En la mañana de un soleado día, del otoño del año de mil y quinientos treinta y ocho, como lo hubiera asentado, Pedro Armengol García y Llanos, en la bitácora de “El Intrépido”, con todos los pobladores presentes en las barrancas del río Pilcomaio, iniciaba aquella aventura.

         Los pobladores despedían a los viajeros con vítores y toda muestra de aliento que pudiera ocurrírseles. 

         El Capitán de “El Intrépido”, don Gustavo Sotomayor y Quesada y el ebanista Juan María Rodríguez y Quintero, también habían ido a despedirlos y se confundieron en apretado abrazo, con aquellos que fueran sus compañeros de viaje, en la travesía del mar y finalmente amigos, unidos en el infortunado arribo a la tierra más al sur del malogrado puerto, que fuera su original destino.

         Fray Benucio de la Rivera, había impartido su bendición a los viajeros, cristianos y gentiles, encomendándolos a la protección del Señor. Los nativos, que participarían en el viaje, entusiasmados por la aventura, poco caso hicieron al fraile, que les trazaba la señal de la cruz en la frente, cosa que no entendían.

         Cuando ya culminaban las despedidas, aparecieron desde el monte que bordeaba el río, el cacique Caupolicán, el chamán y los consejeros, seguidos de un grupo de nativos, que también querían ver partir a sus hijos, que acompañarían a los extranjeros, en la aventura.

         Primero, Caupolicán puso la palma derecha sobre el hombro de su joven hijo y luego tomándole ambas manos, se mantuvieron en solemne silencio por unos segundos, para terminar recomendándole paciencia y bravura, paciencia para evitar riesgos inútiles y bravura para enfrentarlos cuando fueran inevitables, lealtad a su tribu y lealtad a sus compañeros de viaje, deseándole venturas y pronto regreso. Similar despedida tuvo con los otros indígenas, que se aprontaban a partir.

         Tocándole el turno al chamán, después de una breve letanía, encomendó a los dioses y al espíritu de sus antepasados, la protección de sus paisanos, entregándole a uno de ellos, que hasta ese momento había pasado casi desapercibido, un saco de fibras repleto de distintas raíces y hojas y una botija con algún brebaje, dándole una sarta de recomendaciones sobre el debido uso de todo aquello, como desde hacía mucho tiempo le había enseñado.

         Los integrantes del consejo y demás gentes, se despidieron debidamente de todos y antes de que partieran los viajeros, se retiraron en la misma forma que aparecieran, desapareciendo en la espesura.

Mientras una cuadrilla comandada por  Orestes Gonzalo González, bordeando el río, conducía los caballos y mulos hacia el poniente, en busca de un vado para atravesarlo, el resto se embarcaba en varias chalupas para remontar la corriente y más arriba desembarcar, para unirse con la caballada.

         El Capitán don Gustavo Sotomayor y Quesada, ordenó una despedida acorde con las circunstancias y desde la proa de “El Intrépido”, aún surto en el puerto, su artillero descargó el cañón, recargando y repitiendo varias veces su estruendoso saludo a los aventureros.

         A cosa de una legua del puerto de La Asunción el río se encajonaba entre dos murallones y más abajo, su cauce sobre un piso de pedruscos, ofrecía un paso seguro para las caballerías y sobre la playa de la orilla sur atracaron las chalupas, reuniéndose ambos grupos. Emprendían la marcha, sesenta y dos hombres con más de setenta caballos y veinte mulas.

         El Portugués y Pedro Arcajo,  se ocuparon de organizar los distintos grupos y con Orestes distribuyeron las caballerías, que inmediatamente fueron albardadas por cada uno de los viajeros, tomando a su cargo su manutención y cuidado, las restantes fueron dejadas sueltas para ser conducidas por dos hombres, mientras las mulas ya cargadas con las vituallas fueron unidas en una larga ringlera, para que ninguna se extraviara.

         Antes de iniciar la partida, despidieron efusivamente a los remeros, que volvían en sus chalupas a La Asunción, cortando de esa forma, quizá por mucho, el vínculo con la civilización.

         Ya estaban en marcha, dirigiéndose a lo desconocido. En los primeros tramos del viaje, harían de guía los guaraníes, aprovechando el conocimiento que tenían de aquellos salvajes parajes, visitados en varias oportunidades en sus excursiones de caza.

         Josmaría comandaba la partida y Gaspar era su lugarteniente. El rumbo y las decisiones eran exclusivamente impartidos por el Capitán Josmaría, y Gaspar se ocupaba de verificar su cabal cumplimiento. Se había impuesto como condición, su fiel acatamiento, para ser enrolado.

         Los seis españoles y  dos guaraníes que iniciaron, con Josmaría y Gaspar, los primeros planes para el viaje, prestaban incondicional apoyo a éste y sus decisiones serían respaldadas por todos sin que les asaltara la más mínima duda, estando dispuestos a afrontar todos los sacrificios que la aventura les deparase.

         Los primeros tramos, después de salir del ralo monte que bordeaba la orilla del río, a campo traviesa, no tuvieron ninguna novedad digna de mención, hasta que llegaron a una planicie que se perdía en el horizonte, cubierta por chaparrales y zarzales que les dificultaba el paso.

         Estaban llegando a la región de los matacos, tribu guerrera, que aliada con sus vecinos los chacas, habían incursionado en los territorios guaraníes, con grandes aflicciones para este pueblo de agricultores, que rechazaba la violencia.

         Se debían tomar muchas precauciones, para no ser sorprendidos por aquellos traicioneros nativos.

         Josmaría dispuso que diez hombres armados, al mando de El Portugués, y con dos guaraníes como rastreadores, se abrieran en abanico adelante y por los costados de la caravana, en previsión del encuentro con alguna partida de guerreros. Los rastreadores demostraron  sus cualidades para descubrir entre pastos o pedregales, una ramita rota o un pedrusco desplazado de su posición original o una leve huella, para detectar la presencia de animales y hombres. Encontraron rastros de unos siete u ocho hombres que habrían cruzado por aquella vereda hacía más de medio día, en dirección al este.

         Como el sol ya declinaba, aprovechando el abrigo de una barranca cubierta de matorrales, Josmaría ordenó acampar y pasar la noche en aquel lugar, disponiendo turnos de guardias que cubriesen hasta el despuntar del  día, para reiniciar temprano, la nueva jornada de marcha.

         Con los primeros claros del nuevo día, uno de los guardias percibió a algo más de una cuadra, extraños movimientos de unos matojos de zarzas. Primero creyó que se trataba de algún animal que merodeaba, pero la quietud en que repentinamente quedó el zarzal, le alertó y salió de su otero para investigar. Para su mala suerte, el otro vigía que le acompañaba en aquel momento, se había apartado unos metros para atender apremiantes necesidades orgánicas.

         Fue la primer baja. Al rodear el matorral, se topó con dos nativos en actitud belicosa, que no le dieron mucho tiempo, ni siquiera para dar la alerta. Como llevaba su trabuco preparado, cuando el primero se le abalanzó con la chuza en ristre, tronó el arma llevándose media cara del salvaje y con ella su alma, pero el otro no le dejó posibilidad de defensa. Sintió el ardor paralizante, cuando el chuzazo le atravesó el riñón derecho, apareciendo la punta por su vientre, entre borbotones de sangre que encharcó el pasto sin dejarle más respiro. El pobre desgraciado, con un solo lamento se deslizó blandamente al sueldo pronunciando un casi inaudible, Jesús...

         El trabucazo alertó a todos y atropelladamente tomaron sus armas por lo que aconteciera, mientras unos cuantos hombres corrieron hacia los zarzales agitados por la lucha. Nada pudieron hacer por el compañero, que ya había entregado su alma a Dios, pero pudieron ver como el ladino indio se escapaba a toda carrera entre los matorrales.

         Zapicán reconoció la chuza que atravesaba el cuerpo del muerto, como perteneciente a los chacas y al encontrar entre las matas, unos metros más lejos, el cuerpo del otro indio, caído por el trabucazo, lo confirmó.

         Juntándose con Tabobá y Vaimaca, estuvieron deliberando sobre el acontecimiento, quedando hondamente preocupados porque no encontraban explicación para que dos batidores chacas, anduvieran tan lejos de sus tierras. Dieron su parecer a Josmaría, quien dispuso dar cristiana sepultura al caído y también al indio, para que los carroñeros no se ensañasen con él,  organizar una buena fuerza de batidores, incluyendo por indicación de Tabobá, algunos guaraníes, y partir enseguida.

         Entre las desventuras, transcurrió gran parte de la mañana, pero el otoño era benigno y un viento fresco que soplaba del poniente, permitía movilizarse con comodidad y cuando el sol anunciaba el mediodía, ya estaba a unas tres leguas del lugar de los tristes hechos.

         No encontraron rastros de indios, pero el que había escapado pasaría la noticia de la muerte de su compañero y muy pronto tendrían que luchar, porque ya consideraban inexorable un encuentro con los feroces chacas, más si consideraban que estaban atravesando sus tierras.

         Las mulas que llevaban la carga de perdigones y pólvora de los trabucos, se vieron aligeradas de peso. Josmaría hizo distribuir doble cupo de cargas para las armas y los guaraníes aprontaron sus arcos y llenaron las aljabas con flechas, atándose las boleadoras a la cintura.

         Al tercer día, vieron sobre una loma, una treintena de indios que sin ningún disimulo los observaban, pero sin intentar acercarse. Pasaron sin que se planteara ningún inconveniente, pero a las pocas horas cayeron en cuenta que el grupo de indios los estaban siguiendo a corta distancia y que su número había aumentado, llegando como a cincuenta. No los seguían por detrás, sino que habían tomado un derrotero paralelo al de ellos, como planteando una observación de todos sus movimientos, o aprontándose para un ataque en cualquier momento.

         Josmaría y El Portugués, cuando estaban por entrar a un pequeño desfiladero, que podía prestarse para una emboscada, pero momentáneamente los dejaba fuera de la vista del grupo de indios, aprovecharon para hacer una maniobra que los convertiría en perseguidores. La buena caballada de Orestes, en lugar de atravesar el desfiladero remontaría la cuesta, para tomar al grupo de indios por detrás, sorprendiéndolos y si había que pelear se haría con la ventaja que pudieran lograr.

         Bien parapetados al costado de las mulas cargadas y unos pocos montados, doce hombres siguieron el camino por entre las dos barrancas, mientras que el resto remontó el repecho, tomando por detrás a los infieles, en el momento que empezaban a mandar una lluvia de flechas sobre las mulas y los primeros hombres. El estruendo de los trabucazos y la gritería de los indios era infernal, y el desbande fue cosa de minutos. Quedaron por el suelo un buen número de chacas muertos y heridos, mientras que del grupo de viajeros no hubo un solo rasguño. Solamente una mula se ligó una flecha que atravesando los arreos apenas se le clavó en el anca.

         Los chacas se arremolinaron a la distancia, como con intención de volver a la carga, pero la decidida galopada que unos diez hombres emprendieron hacia ellos, haciendo una cerrada descarga de su fusilería, terminaron con las actitudes belicosas y arrancaron en carrera, como liebres asustadas, perdiéndose en el chaparral.

         Aquella victoria, no confió a los expedicionarios, sino que sirvió para establecer un plan de viaje más protegido, tomando precauciones extras.

         Zapicán, como no tuvo heridos que curar, se dedicó a poner un emplasto de yuyos en el anca de la mula herida, que se revolvía nerviosa o dolorida por el chuzazo que recibiera. Al rato más calmada, ya estaba pronta para seguir la marcha.

         Y efectivamente, en marcha se pusieron. Ese día les esperaban otras sorpresas, unas buenas, pero otra no tanto.

         En el horizonte, divisaron la línea verde oscuro de un gran monte. Podía ser abrigo de chacas o podía ser un buen refugio para ellos acampar.

         Antes de llegar al monte tuvieron que vadear varios arroyuelos, que debían ser tributarios del río que posiblemente encontrarían más adelante, y un extenso bañado en el que habitaban gran cantidad de alimañas, destacándose unos yacarés de más de dos metros de largo desde el hocico a la punta de la cola, que más de un ataque tuvieron que sufrir las caballerías. Felizmente, más que algún caballo encabritado por el ataque de los reptiles, no hubieron consecuencias que lamentar, y entre algún que otro sobresalto, llegaron a la espesura.

         Habían tomado todas las precauciones posibles, y los batidores no encontraron rastros de nativos, por lo que aprovecharon un claro para establecer el campamento.

         Establecidas las guardias, bien alimentados, tendieron sus jergones para dormir. De repente, el silencio de la noche fue interrumpido, por estridentes y horribles chillidos, que a más de uno le puso los pelos de punta. Enseguida unos alados,  grandes como cuervos,  se abalanzaron sobre los acampantes, hombres y caballerías, prendiéndose con garras como garfios en sus cuerpos, haciéndolos bramar de dolor, entablándose una lucha feroz  contra aquellos inmensos murciélagos, sedientos de sangre. Cuando parecía que los habían espantado y trataban de restañarse las heridas y los terribles rasguños, volvía la bandada a la carga y empezaba de vuelta la encarnizada pelea.

         Fue una noche terrible y nadie pudo conciliar un mal sueño.

         Al amanecer, gran trabajo tuvo Zapicán, habían varias heridas muy feas que tenía que limpiar y curar muy bien para evitar infecciones.

         Dos mulas muertas, prácticamente desangradas por las alimañas, quedaron tiradas entre las matas. Los demás equinos, todos desaparecidos. A los primeros ataques de los terribles alados, sobrevino la estampida y en la huída solo dejaron pedazos de las correas que los mantenían atados, pisoteando vituallas y provisiones.

         Orestes, después de curada una mordida en la mano izquierda, organizó una partida, para salir a buscar las caballerías que huyeron espantadas.

         No podían perder tiempo y tampoco querían pasar otra noche en paraje tan maligno, por lo que inmediatamente amanecido, comenzaron a juntar y acondicionar todo lo esparcido por el campamento. Parecía que habían soportado un vendaval, que así lo era, pero no de agua y viento sino de feroces y sanguinarias alimañas.

         Felizmente, casi toda la caballería fue recuperada; además de las mulas muertas, una yegua apareció en el fondo de una barranca con una pata rota y hubo que sacrificarla, además de un caballo desaparecido, siendo éstas las únicas bajas.

         Cada uno que Zapicán daba por curado, emprendía una frenética tarea, ya componiendo bultos despanzurrados por la estampida, ya cargando las mulas con las vituallas y provisiones o enjaezando los caballos recuperados. A media mañana estaban algo maltrechos, pero prontos para alejarse de aquellos parajes.

         La partida que a primera hora de la mañana, Josmaría enviara para reconocer los montes hacia el sur, regresó con la noticia que a cosa de una media legua un anchuroso y raro río atravesaba la fronda.

         Hacia el sur emprendieron el camino y al poco rato ya divisaban la corriente. Aquella agua, si se podía llamar tal, daba escalofríos, bermeja como de sangre, arremolinada, amenazante, hizo pararse el pulso a todo el mundo. Los nativos, fueron los primeros en retroceder, prefiriendo las garras de los murciélagos a la sanguinolenta correntada.

         Nadie estaba dispuesto a atravesarla, siendo la primer vez que todos tomaron la decisión, antes que Josmaría hablara.

         No había ninguna posibilidad de atravesarla, por lo menos en aquel lugar, no por el terror que su color había despertado en todos, sino por los furiosos remolinos, que significaban una muerte segura en sus abismos. Josmaría dispuso seguir el curso hacia el poniente a poca distancia del río, alejándose  urgentemente de aquel inhóspito paraje.

         Después de varias horas de camino, cansados y hambrientos, notaron que el paisaje cambiaba, la arboleda era distinta y parecía más acogedora. En un claro, se detuvieron para que un pequeño grupo hiciera una batida por el monte lindante, para poder decidir si pernoctaban allí.

         Desde el claro, se escuchaba el tronar de una cascada que se presumía muy cercana, aunque el fragor venía del frente, no del río. Había que asegurarse muy bien del sitio en que habían acampado y Josmaría al frente de cinco hombres bien armados, se puso en camino hacia el oeste a reconocer especialmente aquella zona, que resultaba amenazante por el desconocido estrépito.

         A poco llegaron a un río no muy caudaloso que se precipitaba entre un roquedal desde unos doce o trece metros, entre saltos y espuma, produciendo el fragor que a cuadras se escuchaba. A pocas brazas, aguas abajo, se abría un remanso bordeado de césped y musgos de distintas tonalidades, que contrastaba con el horror de la noche anterior y el bermejo del río en el que seguramente desembocaba a muy poca distancia.

         Lo bordearon por la suave orilla que los condujo hasta la furiosa correntada de sangre. Era un contraste nunca visto por ojos, tan acostumbrados a variedad enorme de paisajes, en ambas partes del mundo.

         La decisión de Josmaría, fue muy razonada y le llevó buen tiempo para tomarla. Trasladarían el campamento para pernoctar al otro lado de la cascada, en un espacio cubierto por fina hierba, disponiendo que para aquella noche armaran unas tiendas de campaña, que aún no habían sido usadas por innecesarias. Debían prevenirse contra el ataque de las alimañas nocturnas, aunque parecía que aquella parte del monte no ofrecería abrigo a los alados de la noche.

         Las caballerías serían resguardadas junto al roquedal, con buena aguada y quedarían de centinelas varios hombres, que mantendrían una fogata encendida, armados con antorchas para alejar a los murciélagos si llegaban hasta aquel lugar con intención de ensañarse con mulas y caballos.

         Todo dispuesto, recién tuvieron tiempo para saciar el hambre, cuando el cielo ya estaba poblado de estrellas y la luna llena se levantaba por encima del monte. Las desconfiadas y temerosas miradas de los hombres se dirigían a la otra ribera, rogando porque no vinieran las alimañas de la noche anterior.

         La noche transcurrió tranquila, porque no hubieron ataques, pero muy poco durmieron, ya que al mínimo ruido todos despertaban nerviosos y casi en vela, los encontró el amanecer.

         Después de una batida por una amplísima zona en derredor del campamento, asegurándose que el lugar era realmente seguro, Josmaría resolvió quedarse un par de días para reponer fuerzas y luego, más descansados, continuar la marcha hacia el oeste.

         La parada calló como bálsamo en el ánimo de los viajeros, más en varios que tenían heridas infectadas, que les producían escalofríos y eran la preocupación del buen Zapicán, que pasó todo el día machacando sus hierbas y aplicando los emplastos en las llagas. Los colmillos de aquellos bichos, que se hincaban en cualquier animal del monte, producían tremendas gangrenas, que podían llevar a la muerte, si no se atendían debidamente, y algunos hombres tenían llagas de labios renegridos, que no tranquilizaban nada.

         Cuando cedió la fiebre de los enfermos, a los cuatro días del ataque, Josmaría dispuso levantar el campamento y reemprender nuevamente el viaje.

         Remontaban una extensísima serranía, que día a día se hacía más abrupta y diariamente salía una partida a buscar algún vado en el río, que les permitiera retomar el derrotero al sur. La noticia hasta entonces era la misma, el río no cambiaba, seguía torrentoso, arremolinado y siempre bermejo.

         Los hombres con mayores conocimientos, se rompían los sesos en busca de un explicación del extraño color de aquellas aguas, pero la mayoría sentía pavor y corrían la voz, que era la sangre de los sacrificados por los alados de la noche. Ya se estaba convirtiendo en una certeza para muchos, y cuando les tocaba integrar las batidas, se veía el terror reflejados en sus desorbitados ojos,

         Josmaría con firmeza los conducía, no permitiendo en ningún momento el menor intento de desobediencia, obligando a los remisos a ponerse al frente junto a él, cuando se dirigía a batir la orilla del terrorífico curso.

         A los veinte días desde la mala noche del ataque de los murciélagos, llegaron a una zona de llanuras donde  las bermejas aguas borrascosas, corrían más apacibles, pero no habían vados para que las caballerías intentaran atravesarlas, por lo que siguieron siempre al poniente.

         El otoño llegaba a su fin. Un temporal de viento helado y lluvias torrenciales fue al anuncio del invierno. Los viajeros tuvieron que recurrir a sus capotes para cubrirse de las inclemencias y por cinco días soportaron aquel vendaval que transformó la tierra en un fangal intransitable. Se encontraron con cañadas desbordadas, que les obligaban a grandes rodeos para vadearlas. Cuando al sexto día, vieron brillar el sol y que los nubarrones daban paso a un cielo límpido, vieron con asombro como de los cerros cercanos, formando terrazas, bajaban barrancas de tierra bermeja como las aguas del río.

         Lo que para algunos fue la comprobación de que el río y aquellos cerros estaban tintos en sangre, para otros fue la explicación del color de las aguas. El río al atravesar aquellas tierras ferruginosas, arrastraba enorme cantidad de partículas de la misma, que mezcladas con el agua les daba el bermejo color. Las explicaciones no convencieron a los más atemorizados y Josmaría prefirió continuar camino al oeste.

         No sin temores atravesaron los cerros rojos, para salir nuevamente al descampado, con una serie de ondulaciones que se remontaban en la lejanía, como anunció de la cercanía de la gran montaña.

         El río se veía torrentoso, pero su agua parecía más normal al no presentar el color bermejo. Al fin encontraron un vado y pudieron, no sin muchas dificultades, atravesarlo, tomando nuevamente rumbo el sur.

         Pedro Arcajo que había recibido como obsequio del Capitán de “El Intrépido”, una brújula para orientarse y un astrolabio para poder calcular la posición en que se hallaren, hizo sus mediciones, comprobando que estaban casi frente a la parte de las montañas que podrían ofrecerles un paso al poniente, por lo que Josmaría ordenó un leve cambio de rumbo, derivando hacia el sud-oeste.

         En ese rumbo siguieron, cuando a los pocos días nuevamente, los sorprendió el temporal de viento, agua y frío. Cuando en una noche, cubiertos por las tiendas a resguardo del aguacero, trataban de secar sus ropas tendidas frente el fuego, sobrevino otra catástrofe.

         El torrentoso arroyuelo a cuya margen, levantaron sus tiendas, salió de madre, arrasando con parte de las vituallas de los viajeros y El Andaluz, sorprendido durmiendo sobre su jergón, terminó en la madrugada arrastrado por las aguas, horquetado entre las ramas de un enorme timbó, que le salvó de entregar su alma al señor. Empapado y aterido de frío, fue rescatado por sus compañeros, que con varias jarcias, que se utilizaban para atar la carga a las mulas, hicieron una cadena de hombres y cuerdas hasta llegar al árbol, que entre sus brazos acunaba al pobre maltrecho.

         La pérdida fue importante. Aunque pudieron rescatar aguas abajo, algunos bultos, pero el que llevaba la mayor parte del charqui, la sal y dos toneles de vino, no aparecieron por ninguna parte. El vino podía obviarse, el charqui, con la abundante caza se recuperaría, pero la sal era vital y no había forma de conseguirla en aquellas soledades.

         La comida, sin sal, desabrida, les recordó a la mayoría, las comidas con que Francisco José García y Llanos, los torturara durante la travesía por el mar.

         El mal tiempo persistía, pero el barrizal no detuvo a los viajeros que continuaron avanzando contra viento, lluvia y granizo, hasta que después de un mes de tiempo malo, ya en pleno invierno, llegaron a otro río caudaloso, pero que ofrecía buenos lugares para vadearlo. Antes de intentar el cruce, hicieron una parada para descansar unos días y secar las mojadas ropas, vituallas y alimentos.

         Gran sorpresa para los recién acampados, cuando trataron de saciar su sed en las aguas del río. No era agua dulce, sino que tenía un sabor salobre, que la hacía intomable. Ni las caballerías soportaron beber en aquella corriente.

         Cuando Josmaría recibió la noticia, pensó que en las nacientes del río que suponía no muy lejanas, habría una salitrera y si la mina no era muy profunda podrían proveerse de algo de sal, que atemperara el sabor que tantos días soportaban en los mejunjes que tenían que comer. La falta de sal y el moho que por la constante humedad se había enseñoreado de muchos alimentos, los estaba haciendo padecer hambre, ya que había mermado la caza y con la crudeza del clima, no tenían muchas oportunidades de conseguir alguna pieza.

         Se organizó un grupo que cargando dos mulas con herramientas y cubos, se dirigió hacia las nacientes del río.

         Fueron tres semanas de trepar cerros y sortear profundas quebradas, para llegar a la fuente de la corriente. Probaron la cristalina agua, que brotaba entre las rocas y se encontraron con la más deliciosa y pura que se pudiera imaginar. Si había salitrera no era en las nacientes y seguramente cuando tuvieron que alejarse del cauce para sortear alguna barranca, no advirtieron el lugar en que cambiaba el sabor del agua.

         Emprendieron el regreso, pero por el cauce, chapoteando y levantando una nube de finas gotas con los cascos de las bestias y cada pocas cuadras, se apeaban para probar el agua. Así siguieron por varias leguas, hasta que llegaron a una profunda garganta, imposible de seguirla a lomo de sus caballerías por la serie de saltos y cascadas que les impedían el paso.

         Mientras los caballos fueron conducidos, dando un gran rodeo, hasta el final del despeñadero, Josmaría y otros dos hombres se hundieron en las heladas aguas y valiéndose de pértigas y cuerdas bajaron por el pedregal, hasta donde la corriente desaparecía, casi completamente, tragada por un remolino, que se hundía en los abismos abiertos bajo una roca plana, que cual un puente se extendía por encima del cauce. A cosa de unas dos cuadras emergía nuevamente entre los guijarros, susurrante y espumosa.

         Josmaría ahuecó la mano, como un cuenco, y llena del líquido la acercó a los labios. El sabor salobre, lo hizo escupir ruidosamente y limpiarse con la manga, como tratando de quitar el mal gusto. Habían encontrado la salitrera, pero el problema era llegar a la mina, que imaginaban bajo tierra.

         Mientras uno de los hombres continuaba aguas abajo, para traer las herramientas y ayuda, Josmaría y el restante exploraban los alrededores en busca del lugar adecuado para iniciar la excavación. A pocas yardas del lugar donde el río desaparecía bajo la roca, empezaba un despeñadero en cuyo fondo discurría un fino hilo de agua, que también desaparecía tragado por el pedregal.

         La exploración los llevó hasta aquel cauce, que entre los duros matorrales que se extendían hacia el barranco, vieron el blanco casi puro de la sal gema a flor de tierra, lamida por la límpida corriente.

         Cuando llegaron el resto de los hombres que junto a Josmaría, emprendieran la exploración hacia las nacientes del río, éste y su compañero, usando únicamente sus navajas y las manos,  ya tenían un buen montón de sal que solo restaba cargar en sacos y transportar a los toneles. Consiguieron una buena provisión de sal extremadamente pura, que cargaron en las mulas y emprendieron el regreso, para encontrarse con el grueso de la expedición.

         Gran alegría despertó en los acampados, que durante casi un mes esperaban, cuando vieron la llegada de Josmaría y demás compañeros, con tan preciada carga.

         Después de salar una buena cantidad de carne, producto de una eficaz partida de caza, todos se prepararon para reanudar la marcha.

         Dejaron atrás los montes del río salado, y se internaron nuevamente entre los chaparrales, que hacia el poniente se elevaban continuamente, como siguiendo las estribaciones de una montaña, aunque aquellas elevaciones se perdían en el horizonte, sin verse cerros o montañas que entorpecieran la vista, por lo que dedujeron que la gran montaña, aún estaba lejos.

         No tanto, al amanecer de un nublado día, cuando el tímido sol invernal, pudo correr un jirón del velo que lo cubría, vieron como entre las nubes descollaban los picos blancos, cubiertos de nieves eternas, de una cadena montañosa que cerraba totalmente el paso como una barrera extendida de sur a norte.

         Una sola semana de viaje y se encontraron con la más inaccesible  montaña jamás vista. Después de explorar aquellas empinadas laderas, cuya cima no alcanzaban divisar, ya que enfilaban al cielo y se perdía en algodonosas nubes, Josmaría dispuso armar un buen campamento para esperar la primavera para intentar el cruce.

         Fue el invierno más cruel, del que tengan memoria. Un viento helado cargado de nieve y granizo, casi terminó sepultando el campamento. Una avalancha de nieve, piedra y barro, que pasó tronando a algo menos de una cuadra del reducto, se llevó por delante no menos de diez caballos, que hurgaban el suelo helado buscando alguna brizna.

         El catarro y la gripe, afectaban a la mayoría y Zapicán aplicaba emplastos calientes en el pecho de los enfermos y los abrigaba con mantas extras, para poder tolerar el frío glacial. Muchos recordaron la noche de los murciélagos y hasta decían preferir luchar con ellos a soportar aquella friolera.

         Escaseaba la leña seca y se volvía difícil mantener una hoguera, los abrigos no bastaban, no encontraban caza y el charqui se acababa, solamente pudieron cazar unos flacos conejos, que no resultaban más que un pobre bocadillo. El fragor de la tormenta zarandeaba las tiendas y se colaban ráfagas heladas, que como estiletes parecían clavarse en los atormentados cuerpos.

         Cristianos e infieles, rogaban a sus dioses, que terminara aquel sufrimiento y que les mandara una primavera cargada de sol.

         El tiempo parecía haberse detenido, bajo una permanente tempestad, que apenas permitía ver un gris plomizo durante unas horas y luego la noche sin una estrella, sin una claridad, se abatía nuevamente. Así, enfermos, mal alimentados y temblando por el frío, esperaron la llegada del buen tiempo.
















Capítulo IV


La montaña


          El diez de octubre del año de mil y quinientos treinta y ocho, amaneció despejado, y el sol, después de tantos meses de permanecer oculto por la borrasca, acarició a los atormentados expedicionarios, calentando sus ateridos cuerpos.

         Como ya la primavera alejara el vendaval, Josmaría ordenó prepararse para emprender nuevamente el camino y para el día quince, ya repuestos y mejor avituallados, se ponían en marcha por la vertiente de la imponente montaña, que con el buen tiempo se veía en toda su magnificencia y esplendor.

         Marchas y contramarchas, en busca del lugar por donde abordar la mole, fue cosa de todos los días, penetraron por desfiladeros que después de horas de marcha se cortaban por una pared o un profundo barranco. Treparon por veredas hasta alturas increíbles, pero el regreso se imponía y tuvieron que desandar el camino.

         Josmaría conferenciaba mucho con Vaimaca, quien insistía con seguir más al sur, e intentar el cruce por la ladera del gran cerro que según la leyenda de los coyas, era el nido de las grandes aves que planeaban sobre las montañas con sus alas de más de tres metros, viajando solitarias por aquellas inmensidades.

         No  podían hacer otra cosa, que seguir por la vertiente de la montaña hacia el sur, tratando de encontrar el ansiado paso.

         El resto de la primavera y casi todo el verano cabalgaron, atravesando torrentes, sorteando barrancos y desfiladeros, sin otra vista que las montañas y sus crestas de nieve eterna. Al final encontraron una garganta que se internaba en la montaña y por una vereda que por momentos se angostaba tanto entre la pared y el precipicio, dejando paso apenas para un caballo, ascendieron continuamente por cuatro días, pernoctando en pequeñas explanadas que a veces no eran suficientes para todos y algunos debían buscar abrigo más adelante o desandar algo de camino.

         Después del cuarto día, divisaron en la lejanía, al final de una enorme serranía que permanentemente ascendía, la gran mole del cerro, que por su forma debía ser el nido de los cúntur. Quince días más demoraron, para atravesar los despeñaderos, cerros y gargantas que los separaban del Gran Cerro. Por momentos desaparecía detrás de la pared de un desfiladero, o aparecía casi al alcance de la mano, para volver a alejarse, arisco, inaccesible.

         Al final llegaron al pie de la montaña, que se alzaba imponente entre  algodonosas nubes. Ascendieron por una vereda a una plataforma cubierta de pedruscos, que ofrecía espacio suficiente para establecer el campamento, y en una pequeña hondonada, hasta había hierba que las caballerías podrían disfrutar. La tarde recién empezaba y el sol se deslizaba por el borde de la escarpa, destellando sus rayos en las pulidas piedras, con un chispero de refulgentes colores.

Ya establecidos, se preparaban a saborear el chancho salvaje que se doraba sobre el fuego, ensartado en una pica, cuando el sol se ocultó detrás de una enorme bestia, que con las alas extendidas, se abalanzaba hacia el campamento. El desconcierto y el temor se adueñó de todos y cuando intentaban cubrirse, la enorme ave se posó suavemente en un peñasco, a unos  cuarenta o cincuenta metros más arriba de la cornisa, dejando caer blandamente de entre sus garras, un guanaco joven, con el espinazo roto por las garras, atontado por el dolor de sus laceraciones.

El pobre guanaco, en minutos fue descuartizado por los furiosos picotazos de los polluelos del cúntur, que entre estruendosos graznidos, daban cuenta de él. Después del festín, solo aparecían, emergiendo de una corona de ramas, las enormes cabezas calvas con sus picos abiertos, graznando en demanda de más comida.

Abrumados por el terrible espectáculo que acababan de presenciar, pocas ganas de comer les quedaba a los expedicionarios, y del puerco asado, sobraron buenas raciones. Pero no se podía desperdiciar comida, y Francisco José García y Llanos, acondicionó los sobrantes para la cena.

Mientras sus polluelos comían, el cúntur se mantuvo atento a todos sus movimientos y los viajeros pudieron contemplar en toda su magnificencia la enorme ave. Aferrado al peñasco con garras de medio metro, se alzaba sobre dos zancos como columnas, articulados en una rodillas prominentes y huesudas, entre las que apoyaba la quilla de su pecho, del tamaño de diez ñandúes juntos y las enormes alas medio extendidas, como prestas a levantar vuelo, rematando aquel imponente conjunto, una cabeza calva, enorme, terminada en un pico ganchudo, afilado y fiero, más largo que las propias garras, sobre un también calvo cuello de casi un metro de largo, grueso como el tronco de una palma, con una leve inclinación que le daba el aspecto de un gigante corcovado.

El cúntur, cuando sus polluelos hubieron dado cuenta del guanaco, recién reparó en el revuelo que se producía en la cornisa, más abajo de su nido. Inclinando levemente su enorme cabeza, enfocó con un ojo amarillento, del tamaño de una cazuela, los extraños seres que se arremolinaban, invadiendo sus dominios. Aquella mirada causó gran desasosiego entre los expedicionarios, pensando alguno que terminaría en el buche de la bestia. Pero con total indiferencia, el cúntur extendió sus alas y dándose impulso con sus enormes zancos, levantó nuevamente el vuelo perdiéndose entre las crestas de la montaña.      
        
         La presencia del cúntur, sería una constante compañera, mientras los expedicionarios merodearan por la montaña helada, y aquel que vieran alimentando sus polluelos no sería el de mayor tamaño. Cada vez que la presencia de la enorme ave, planeando entre las crestas se acercaba a los viajeros, cundía el temor, pero ni los hombres ni las caballerías les resultaban apetecibles, continuando su majestuoso vuelo.

         Permanecieron dos días en aquella cornisa, a la vista del nido con los hambrientos polluelos, presenciando muchas veces la llegada de los cúntur, quizá padre y madre, con suculentas piezas para alimentar a los insaciables.

         Después de haber explorado algunas veredas y gargantas, prosiguieron ascendiendo, hasta llegar a la entrada de un desfiladero por el que se internaron sorteando rocas porosas, de color negro humo, que tapizaban el fondo, formando en algunos lugares montones que les cerraba el paso, debiendo abrirse brechas a golpe de pica. Llegada la primer noche de haber emprendido el pasaje, que se abatió, cerrada, obscura, en pocos minutos, sin darles tiempo a reconocer el terreno, pernoctaron contra el farallón, protegidos por una cornisa que se extendía como un verdadero techo hasta la mitad de la garganta.

         El amanecer fue brusco, sin alborada, ya que en aquella oquedad, las sombras únicamente cedían al sol.
         Hecho un breve reconocimiento, comprobaron que a las pocas cuadras, la cornisa se unía con el otro lado de la garganta, transformándola en enorme cueva.

         La decisión no era fácil de tomar, internarse en la cueva con la esperanza de encontrar alguna salida al otro lado de la montaña, o retroceder, perdiendo un mes o más para buscar otro pasaje.

         Josmaría no sabría nunca explicar la decisión, de lo que sí estaba seguro, era el cansancio y hastío de los hombres. Quizá fue esta certeza que lo impulsó a ordenar que se prepararan una buena cantidad de antorchas, por lo menos cuatro por cada hombre, enristrar las mulas, enjaezar los caballos, montar y partir hacia la oscuridad de la cueva.

         Cuando la oscuridad era casi total, se prendieron una antorcha por cada cinco hombres y la pálida luz fulguró en mil colores en las paredes de la gruta, fría, espaciosa hacia los lados, prolongándose por el fondo en una bóveda de tinieblas. Hacia allí se dirigieron, primero Josmaría seguido por unos quince hombres, luego las mulas y finalmente el resto de los hombres, cerrando la columna El Portugués.

         Por la negra lobreguez, cabalgaron horas, quizá más de un día, sin escuchar otra cosa que el rítmico paso de las caballerías y la agitada respiración de todos. Se consumieron las primeras antorchas y se encendieron otras, una por cada cinco hombres, y continuaron la marcha hasta llegar a una sala oval, inmensa, cuyo techo parecía sostenido por mil columnas de finos caireles que destellaban a la luz de las teas. Sorteando las pilastras llegaron al fondo, donde se habrían dos pequeños portales, por los que para pasar un hombre montado, debía doblarse contra las crines del bruto.

         Otra difícil elección para Josmaría, el portal de la izquierda o el de la derecha. El de la derecha, se internaría en las entrañas de la montaña, mientras que el otro, posiblemente los llevara a una salida en la ladera. Sin embargo una corriente de aire inclinaba las llamas hacia la derecha.

         Se tomaron un respiro y comieron frugalmente, aunque el cansancio agobiaba a hombres y bestias había que continuar la marcha y Josmaría optó por la arcada de la derecha. Con sumo cuidado, pegados a las cruces de sus caballos, avanzaron un trecho hasta notar que el techo se elevaba, haciendo más holgado el desplazamiento y a los pocos pasos en un recodo de la cueva, los sorprendió un vivo resplandor rojizo, que anunciaría el fin del viaje por el interior de la montaña, en el momento del crepúsculo.

         Apuraron el paso con la ilusión de ver nuevamente el cielo,  pero la ilusión no fue más que eso, una quimera. El resplandor no era el ocaso, sino el fragoroso fuego que elevaba fumarolas y columnas de humo desde las profundas entrañas de la montaña, que hervía como un caldero lleno, con la sangre de mil puercos. Se les cerraba el paso, porque la grieta ardiente cortaba totalmente la galería.

         Decepcionados, cansados, hambrientos, no tenían más que voltear y volver. Cuando ya estaba decidido, antes de partir desandando el camino, Josmaría desmontó para explorar cuidadosamente todo el lugar. A un lado del abismo, sobre una corta rampa daba inicio una vereda que bordeando el precipicio se perdía en un recodo. Con muchas precauciones, tanteando pared y piso, Josmaría se deslizó hacia delante, soportando los vahos sulfurosos y el calor sofocante, hasta sortear el recodo. Más allá, la vereda se ensanchaba hasta cerca de cinco o seis metros y bruscamente se comprimía dejando apenas el paso apretándose contra la pared.

         Más de una hora, siguió aquel camino a la vista del turbulento fuego, hasta donde la vereda terminaba cubriendo toda la grieta y desembocaba en una cornisa, que como una balconada de la galería, que se extendía al otro lado, ofrecía la vista del espectáculo imponente, de aquel infierno en llamas.

         Cuando regresó Josmaría, el nerviosismo trastornaba a sus compañeros de aventuras y algunos ya lamentaban la pérdida de su capitán, devorado por las rojas llamaradas, reclamando un regreso urgente. Gaspar de Ávila, enérgicamente aplacaba los ánimos, mientras El Portugués y Francisco José García y Llanos se plantaban en la entrada del túnel, impidiendo alguna deserción.

         En ese plan los encontró y el nerviosismo se trocó en vítores. Josmaría ya estaba decidido a intentar atravesar la garganta de fuego y remontar la galería descubierta que suavemente se elevaba inclinándose a la izquierda.

         Planteó su plan, detallando todos los riesgos que correrían, y con energía tuvo que imponerlo a más de uno que quería volver. Pasarían uno a uno, con un caballo o una mula de la brida, dejando una distancia entre pareja y pareja de varios metros, para evitar que si alguno tenía la mala fortuna de despeñarse, arrastrase a otro.  Cada cual, dependería de su sangre fría y coraje para atravesar aquel infierno.

         Josmaría, encabezaría la marcha, El Portugués, Gaspar, Tabobá y el Andaluz, se intercalarían entre cada cuatro parejas, de hombre y caballería, cerrando esta columna Zapicán, mientras que el resto esperaría el regreso de El Portugués y doce hombres que dejarían sus bestias al cuidado de Josmaría y los demás que cruzaran, para volver conduciendo otras, en una segunda travesía. De esta forma podrían cruzar todas las mulas y caballos.

         Como los caballos piafaban nerviosos al acercarse al abismo, Josmaría ordenó cubrirles los ojos con trapos y sostenerlos firmes de las bridas, con la recomendación terminante, de que si alguno se despeñaba, soltaran la cuerda enseguida para no seguirlos al infierno.

         En silencio, se pusieron en camino los primeros veintiún hombres, cada uno con una mula o un caballo de la brida. La primer curva hizo temblar a varios, pero la superaron y continuaron sin novedad, y sin novedad, pero sudorosos y  con un nudo en el estómago, llegaron todos a salvo a la galería que a los pocos metros se abría en un anchuroso círculo, donde las tinieblas contrastando con el fulgor del fuego, ofrecía abrigo y algo de tranquilidad, al haber superado, aquel tremendo escollo.

         El regreso de El Portugués y sus doce compañeros, fue bastante fácil y rápido y a poco más de una hora ya estaban con el resto de la partida, organizados para emprender nuevamente la travesía. El tiempo ya no contaba en aquella oquedad, no tenían idea si era noche o día, el único pensamiento era salir nuevamente al cielo abierto. El cruce de la grieta ya les urgía.

         Eran cincuenta y dos hombres y restaba pasar cincuenta y nueve bestias, por lo que después de organizada toda la columna, se atarían a la última mula, en ristra, las siete caballerías restantes. Encabezaría la marcha, El Portugués y se intercalarían cada cuatro parejas, El Andaluz, Pedro Arcajo, Orestes Gonzalo González, Pedro Armengol García y Llanos, Francisco José García y Llanos, Tabobá, Vaimaca, Zapicán, un negro africano que se había ganado la confianza del capitán, cerraría esta parte de la columna y uno de los rastreadores guaraní, lo seguiría a cargo de una mula y  la ristra de siete caballos y finalmente el otro guaraní con el último caballo.

         Todo dispuesto, se inició la marcha, con muchas precauciones, teniendo en cuenta que esta columna era más numerosa que la primera y las órdenes y advertencias de El Portugués no llegaban al final, sino como por postas, a viva voz, de uno a otro de los intercalados, responsables de sus cuatro seguidores inmediatos.

         La mitad del recorrido no ofreció mayores problemas, hasta que un gorgoteo en las profundidades y una fumarola que superando la vereda se perdió en la oscura oquedad del techo, abrazó una mula cargada con vituallas, la que encabritada, en su desesperación se precipitó al abismo. La pobre bestia y su carga se hundieron en la lava sin dejar el más mínimo rastro, más que una oleada de nauseabunda humareda. Por suerte el hombre que la llevaba, no sin horror, cuanto vio que la bestia se desbarrancaba, soltó la brida, salvándose de ser arrastrado a la muerte.

         Aquel angosto tramo, daba pavor a los que seguían a la desgraciada mula y apuraron el paso para salvarlo. Siguió la caravana internándose en la caverna, mientras a cada paso, el calor abrasaba con mayor intensidad, volviendo cada momento más nerviosas a la bestias. La mulas se negaban a seguir y los caballos piafaban, sobreviniendo las dificultades. Cuando El Portugués, ya tenía a la vista el final de la cornisa, más atrás se desencadenaba la catástrofe.

         El tordillo que llevaba por la brida Zapicán, se encabritó y lanzando un furibundo relincho, se paró en las patas traseras girando con tanta mala fortuna que al chocar con la pared, saltó de costado y hacia atrás, aplastando en su caída al hombre que le seguía a poca distancia. La caída al abismo del caballo y del pobre hombre, era inevitable y cuando el potro se desbarrancaba con tan tremendo estrépito, desató la reacción de la caballada que lo seguía, formando un revoltijo de bestias y hombres que pisoteados y aterrorizados, terminaban  cayendo como racimos en la lava hirviente.

         Se hundieron en las profundidades del abismo, además del tordillo los cuatro hombres que le seguían con las cuatro bestias que conducían, el africano, su mula y toda la ristra de caballos y la última mula que en su locura arrastró al rastreador guaraní que la llevaba, quien a último momento prendido de una saliente quedó columpiándose en el borde del precipicio. Para su suerte el otro rastreador que cerraba la fila, controló su caballo y tuvo tiempo y coraje para arrojarle  una cuerda y salvarlo de una horrible muerte.

         La congoja, se apoderó de los viajeros, cuando hicieron el inventario de las pérdidas. Fueron tragados por el abismo, cinco hombres,  seis mulas con sus correspondientes cargas y siete caballos.

         Los que iban más próximo a los desgraciados hombres y bestias desbarrancados, que asistieron impotentes a la estampida, no encontraban consuelo y no salían de su espanto. Nuevamente la palabra serena pero firme de Josmaría, impidió un amotinamiento. Sabiamente, después de calmados los ánimos, reunió a su lugarteniente y demás allegados, que no eran otros que los primeros reunidos, hacía tanto tiempo. en el cobertizo de la Ebanistería y Carpintería de Juan María Rodríguez y Quintero, para deliberar y resolver sobre los próximos pasos.

         Después de un breve cambio de palabras, Josmaría comunicó a todos los integrantes de la partida, que descansarían en aquel lugar, por algunas horas, comerían y si alguno así lo quería, dormiría, para luego continuar la marcha por un pasadizo, que por la fuerte corriente de aire que inclinaba la llama de las antorchas, presagiaba una salida no muy lejana.

         Como el cansancio era general, se establecieron guardias por hora, en parejas, para poder estar tranquilos si se adormecían. Al poco rato todos, menos los dos guardias de turno, dormían profundamente, pero con un sueño entorpecido por terribles pesadillas, que los hacían revolcarse, nerviosos, en sus jergones.

         Cuando habían transcurrido cuatro guardias, la mayoría estaban despiertos, aprontándose para la marcha.

         Emprendieron la subida, suave, a veces tenían que sortear alguna aguja que se levantaba como una columna del piso o algún pozo o grieta que se abría traicioneramente. Así siguieron varias horas, hasta que el túnel se desviaba hacia la izquierda y se angostaba abruptamente, con un piso desparejo y lleno de cascajos sueltos, dificultando la marcha. De repente, la negrura de la cueva se tachonó de estrellas, y un viento helado golpeó sus rostros. Estaban nuevamente, al aire libre, con graves bajas, pero fuera de los abismos.

         Por la negrura de la noche, no podían ver más allá de la luz de las antorchas, por lo que resultaría muy peligroso aventurarse a continuar, y el cansancio y las aflicciones pasadas, parecía que les agarrotaban las piernas. La orden fue rápida, cada cual a conseguirse un lugar para descansar. Al poco rato, salvo los centinelas, todos arrebujados en sus jergas, dormían profundamente.

         El sol, ya brillaba sobre las crestas de la montaña, cuando comenzaron a despertar. Haber salido con vida de los horrores del fuego del abismo, les había dado un poco de sosiego, para dormir varias horas de corrido, aunque varios tuvieron espeluznantes pesadillas, en las que se veían quemar lentamente, sufriendo atroces dolores, o siendo perseguidos por lenguas de fuego, que cuando les daban alcance, se extendían por el cuerpo, llagándolos y derritiéndolos, chorreando las babeantes carnes como una cascada gelatinosa, que lentamente formaba un humeante charco, mientras ellos, sufrientes, no hacían más que mirarse, como se convertían en un espantajo de huesos, incrédulos, impotentes. Aquellas pesadillas terminaban en un despertar sudoroso y sobresaltado, y el calor de las llamas se trocaba en el verdadero frío de la mañana, aumentado por la traspiración que parecía congelarse, siendo escaso el abrigo de  las jergas y las mantas.

         Josmaría, Gaspar y El Portugués, fueron los primeros en estar en pie y prontos para reconocer el lugar y valorar la posición en que estaban, y ver el rumbo que tomarían después. De aquel lugar no podían ver nada más que montañas, hacia el poniente, el sur y el este, mientras que al norte, se elevaba la mole del cerro. Por lo que se podía distinguir entre las nubes, que cubrían los picos y crestas más elevados, estaban en la mitad de la montaña y debían continuar rápidamente el viaje, para aprovechar aquel frío, pero buen tiempo.

         Gaspar, trepó en un peñasco, que a modo de mirador, le permitió otear más lejos, viendo que hacia el poniente la montaña cubierta de nieve, se extendía en ondulaciones suaves, aparentando un fácil camino. No se veían grietas ni terraplenes, que resultaran inaccesibles. Atendiendo a los gritos de Gaspar, Josmaría trepó hasta la atalaya, mostrándose de acuerdo con su lugarteniente.

         A partir de allí, tendrían que procurarse comida, cazando, porque la mayor parte de las provisiones fueron tragadas por el abismo de la montaña. También un tonel de perdigones para los trabucos se había perdido, les quedaba apenas un medio y la provisión que cada uno disponía del reparto último, por lo que debían ahorrar munición.

         No podían calcular, cuantos días pasaron en las entrañas de la montaña, podían haber sido cinco o seis, o quizá siete u ocho, pero sí sabían de las pérdidas tremendas que habían tenido. No podrían determinar cual era el día que estaban viviendo, pero sí sabían que uno de esos días, habían perdido cinco compañeros.

         Josmaría, ordenó levantar un túmulo de piedras, al lado de la boca del túnel por el que salieran la noche anterior y clavar en su cima una cruz hecha, toscamente, con dos ramas atravesadas, en cuyo pie ataron firmemente, seis más pequeñas, con los nombres grabados a filo de navaja, de los cinco compañeros muertos y en el más de abajo una fecha: 18/04/1539.

         Hacía justo once meses, que habían partido de La Asunción, habían perdido seis compañeros de aventura, estaban en el corazón de la montaña desconocida, hambrientos, con pocas provisiones, casi en la entrada del invierno y con un incierto futuro. Aquellas condiciones amilanaría a muchos, pero aquellos curtidos aventureros, no hicieron otra cosa, después del sencillo homenaje a los caídos, que prepararse para continuar hacia la tierra del Inca.

         Con la esperanza de encontrar caza, que pudiera ser abatida por Tabobá y los demás guaraníes, empleando sus arcos y boleadoras, emprendieron la marcha. Toda la mañana recorrieron veredas y descampados, atravesaron gargantas, grietas y terraplenes, adelantando bastante, pero lo único que se movía por aquellas soledades eran unos peludos conejos y unas ratas grises, que no valía la pena perseguir. Esperarían mejores lugares, más adelante, para procurar algo más suculento.

         A medida que avanzaban, la mole de la derecha, parecía reducirse en altura, pero presentaba unas paredes prietas, lisas como pizarras, que impedirían cualquier intento de escalarlas. Más arriba los hielos eternos.

         El buen tiempo, duró cuatro días, pero piezas de caza, nada más que los conejos. Se mostraban tan confiados, que ni siguiera trataban de huir de los extraños, brindándose a quien los quisiera. Tabobá, sin gastar ni una sola de sus flechas, trajo un morral lleno de los pobres animalitos. Simplemente los acorralaba contra cualquier peñasco donde esperaban temblorosos y sin ofrecer resistencia, ni amagar la huída, dejándose enganchar con un lazo de cuerda, que hábilmente el guaraní les enrollaba en el cuello.

         Al quinto día de marcha, cuando el sol ya empezaba a declinar, empezó a soplar una furiosa ventolera, que arrastraba enormes nubarrones del sur. Fue cosa de una hora, cuando empezaron a caer los primeros copos de nieve. Apenas terminaban de guarecerse en una pequeña cueva en la pared del cerro y protegían a las caballerías en una hondonada al abrigo de unos peñascos, cuando el vendaval ya se había abatido. Aquel final de otoño presagiaba otro duro invierno.

         Nevó toda la noche, hasta muy entrada la mañana siguiente, cuando una brisa del norte, que bajaba por las laderas del cerro, fue despejando el cielo y hasta vieron brillar tímidamente el sol antes de ocultarse. Aquel resto de día, lo dedicaron a despejar la entrada del refugio, en la que se había amontonado como un metro de nieve y acomodar mejor los caballos y mulas, por si durante la cercana noche se abatía nuevamente la tormenta. En caso que no nevara, emprenderían la marcha, temprano el próximo día.

         Fue una noche serena y descansaron bastante bien en el abrigado refugio, y temprano, luego de un frugal desayuno, ya estaban todos en pie prestos a hacerse nuevamente al camino.

         Por suerte, el tiempo fue benigno y pudieron viajar sin mayores sobresaltos, durante varios días, hasta que la inhóspita naturaleza les deparaba otra experiencia, por demás aterradora.

         Una noche, mientras descansaban, abrigados en una profunda hendidura que partía horizontalmente la pared del cerro, abriendo una enorme boca a poco más de un metro de la vereda que seguían, fueron despertados por un fragor tremendo, siendo zarandeados como peleles,  rodando por el suelo, como si un gigante aventara las jergas, atronando con sus resuellos y pateando los peñascos que rodaban por todas partes. Grande fue el desconcierto, y más grande el terror que sobrevino, al estruendo con que la montaña se precipitaba. Todo se estremecía y el piso de la caverna, en estertores, parecía el oleaje embravecido por una tormenta en alta mar.

         Después del tremendo sacudón, sobrevino el silencio, solo interrumpido por lejanos estrépitos de avalanchas. Parte de la caverna se había desmoronado, sepultando vivos a quien sabe cuantos. Alguien encendió una antorcha, iluminando montañas de escombros y pocos hombres de aterrorizada mirada. Buscaron la salida pero la enorme boca se había reducido a una pequeña abertura, por la cual pasaría un hombre delgado. Del fondo, debajo de los escombros, se oían gemidos, pero los que estaban sanos, no atinaban a hacer nada, cuando sacudiéndose la tierra, salió Josmaría de entre dos rocas caídas, que para su suerte, apoyándose una en la otra, formaron una oquedad, protegiéndole. Inmediatamente, empezó a dar las debidas ordenes. Primero remover los escombros para ayudar a los compañeros aprisionados, después se vería.

         Eran unos catorce o quince hombres, entre ellos Gaspar, El Andaluz, Zapicán, y Vaimaca, además de Josmaría. Empezaron a mover rocas, usando las propias manos, eran toneladas y no conseguían encontrar a ninguno de los compañeros. Cavaban con desesperación, desangrándose las manos, hasta que orientados por un quejido, llegaron al primer cuerpo, era Pedro Arcajo cubierto por los escombros, inmóvil, la cara ensangrentada, lanzando un sibilante jadeo, trató con la mano libre ayudarse, pero su cuerpo estaba totalmente entumecido y no sentía las piernas. Con gran esfuerzo le quitaron la roca que le aprisionaba desde el vientre hasta los tobillos. El pobre tenía la pierna izquierda rota sobre el tobillo y en carne viva el  muslo y la cadera. A pesar que la pierna derecha estaba ilesa, el dolor le impedía todo movimiento.

         Continuaron cavando, apartando escombros y oyeron desde el medio del roquedal, una voz pidiendo ayuda. Consiguieron mover un peñasco  de más de un metro de altura y descubrieron una estrecha entrada que daba al hueco que formaba una enorme losa desprendida del techo de la cueva y en  raro equilibrio se sostenía por un lado contra la pared y por el otro sobre un montón de piedras. Allí, entre tierra y piedras, se movían con dificultad varios hombres, pechándose en la oscuridad. Cuando llegó el auxilio de los compañeros, alumbrados por las antorchas, componían un cuadro desolador. Eran veintidós con heridas leves, que después de recuperar el dominio de sus facultades, que parecían adormecidas por el horror del terremoto, se plegaron a la tarea de salvamento, junto al Portugués, que integraba este grupo, Josmaría organizó mejor el trabajo.

         Debajo de un montón de cascajos, asomaban los pies de un desgraciado. Sacando una a una las rocas fueron descubriendo el cuerpo, que aparecía sucio, pero sin ninguna herida, hasta que llegaron a la altura de los hombros. La siguiente piedra, ovalada con cascaduras filosas como navajas, le había aplastado cabeza y cuello, transformando aquellas partes vitales en una masa ensangrentada, en la cual sería imposible percibir un solo rasgo. Era el primer muerto que aparecía, después de la catástrofe. La desazón y el horror, paralizó por un momento a los hombres que luchaban por desenterrar a sus compañeros, pero casi enseguida, superando los sentimientos de dolor, prosiguieron con la dura tarea.

         Después de horas de incesante trabajo y cuando se filtraba la claridad del nuevo día por la pequeña abertura de la cueva, habían recuperado a casi todos, lamentablemente los muertos llegaban a diez y faltaban tres expedicionarios que no aparecían por ningún lado, tampoco tenían noticias de los dos vigías que cuidaban la caballada, en el momento del desastre.

         Un piquete de hombres despejó la entrada de la caverna, saliendo al aire libre. El paisaje había cambiado, había desolación por todas partes, la cornisa en que se había acomodado la caballada ya no existía. A la distancia, desperdigados se veían varias mulas y caballos, pero de los dos vigías ni rastros.

         Esta noticia sobrecogió a los que aún seguían cavando y retirando escombros en busca de los tres desaparecidos, pero no cejaron en su labor y al poco rato se toparon con un brazo asomando entre aquel caos. Con mucho cuidado retiraron la tierra y piedras que los cubrían y lentamente fueron descubriendo el resto del cuerpo, que lamentablemente no daba señales de vida, hasta que retiraron la última piedra. Aparecía tieso, sin un hálito y la cara aún presentaba una mueca de dolor. Trataron de moverlo pero estaba fijo al suelo, lentamente lo hicieron rodar de costado y se fue separando de la aguja de piedra que le atravesaba los pulmones, destellando el cuarzo con tintes rojos por la sangre. Ya sumaban once los muertos.

         En el preciso instante en que apoyaban el cuerpo, junto a los otros diez cadáveres, dispuestos ordenadamente contra la pared de la cueva más cercana a la salida, la tierra se estremeció nuevamente. El sacudón no fue muy fuerte, pero la breve oscilación echó por tierra a más de un hombre y cayeron algunos  cascotes del averiado techo. La situación no se agravó con aquel sismo, pero Josmaría, y otros cuatro hombres se apresuraron en sacar de la cueva, los cadáveres de los compañeros muertos, alineándolos cuidadosamente en un lugar limpio de la vereda.

         Con muy pocas esperanzas, seguían removiendo escombros, pero se habían propuesto rescatar a los dos restantes, ojalá vivos. Ya el sol, casi llegaba al cenit, cuando un leve sonido, como de golpes acompasados, alertó a los rescatadores y febrilmente reemprendieron la tarea, sacando grandes losas que se amontonaban en un rincón de la cueva. Grande fue la emoción cuando al retirar un peñasco, se toparon con los dos cuerpos postrados en cruz, uno encima del otro, y como el que estaba arriba, con su plato metálico, seguía con el golpetear de socorro. Ambos estaban vivos, con muy pocos raspones, pero medio asfixiados, por la falta de aire en el pequeño cubículo en que el terremoto los amontonó y cubrió con escombros.

         Faltaba encontrar los dos centinelas que pernoctaron afuera, para cuidar la caballada, luego enterrar los muertos y finalmente tratar de juntar las bestias que no hubieran sucumbido en el terremoto.

         Zapicán, tuvo mucho trabajo aquel día, siendo Pedro Arcajo el más grave. Lo primero fue inmovilizar la pierna rota, que hábilmente lo hizo, usando su propia pica, que ató firmemente con trozos del pantalón del herido, que tuvo que cortar para limpiar las heridas y preservarlo de más daños. Lavó cuidadosamente las tremendas laceraciones del muslo y la cadera, con un poco del líquido que contenía el botijo, que le entregara en el puerto de La Asunción el chamán de su tribu,  cubriéndolas con una pasta de hojas y raíces machacadas, cubriendo todo con hojas de un fuerte color marrón. Finalmente le mojó los labios, con el brebaje del botijo, y Pedro Arcajo se hundió en un sopor, que le duró hasta el día siguiente.

         Tabobá, tenía un brazo roto y algunas raspaduras en el rostro. Para el aprendiz de curandero de la tribu, repararlo fue cosa de un momento, aunque alguna mueca de dolor se dibujó en la cara del herido. Pedro Armengol García y Llanos, después de curado un tajo, que saliendo de sobre su oreja izquierda recorría la parte superior de la cabeza, para terminar en la ceja derecha, terminó como un moro con ostentoso turbante, hecho con el faldón de su propia camisa. A pesar del tajo, salió mejor parado que su hermano Francisco José, que en aquel momento se alineaba con los otros diez que tiesos, esperaban el abrigo definitivo de la tierra.

         Cuando dentro de la cueva ya no quedaban hombres ni vituallas que rescatar, fueron a revisar los restos de la cornisa donde estaban los caballos y mulas, cuando sobrevino el terremoto.

         Bajaron a una profunda grieta, que el día anterior no existía, en el fondo encontraron las primeras bestias muertas, una mula y tres caballos, a unos pocos metros, boca arriba, acostado en la tierra rasa, estaba Orestes Gonzalo González, como sumido en profundo sueño. Y profundo era, pues ya no despertaría. La caída de la cornisa en la grieta abierta por el sismo, lo había arrastrado al abismo y su cabeza partida en la nuca por alguna roca. Al final, la muerte. Desolados por la nueva pérdida, en algo se sintieron reconfortados, viendo la cara de paz, con una leve mueca de incredulidad, que revelaba la muerte súbita, sin sufrimientos.

         El otro centinela, ya casi al anochecer, lo encontraron vagando sin rumbo en el fondo de un barranco, sin heridas visibles, pero totalmente atontado, quizá por el susto o por algún golpe recibido. Con un sorbo del potaje de Zapicán, fue suficiente para dormirlo plácidamente, cuando despertara, ya habría tiempo para ver las consecuencias.

         Aquella tarde, hubieron varios sacudones, que si bien no causaron ningún otro daño a los expedicionarios, el terror los sobrecogía cuando veían oscilar la tierra y ramalazos de nausea los asaltaba.

         Cavaron una gran fosa y alinearon en el fondo los doce cadáveres. Cada uno de los sobrevivientes fueron echando puñado a puñado la tierra, lentamente, hasta cubrirlos. Finalmente levantaron un gran túmulo de piedras sobre toda la tumba, en el más profundo silencio. Clavaron doce cruces, en cuyos pies lucían el nombre de los doce caídos, y la fecha: 04/05/1539, tallados en la misma forma que lo habían hecho días atrás en el túmulo en homenaje a los caídos en el abismo de fuego. Pedro Armengol, volvió luego con un matojo de cardos, encontrados quien sabe donde, con un remedo de flor, que depositó junto a la cruz que ostentaba el nombre de su hermano.

         En silencio juntaron los pocos bártulos que pudieron salvar, haciendo un informe montón, y en silencio también, salieron a buscar los caballos y mulas que estuvieran vivos.

         Sin importar el inventario de bestias muertas, lo que había que hacer era buscar las vivas, para alejarse de aquellos horribles parajes lo más pronto posible. Encontraron cuarenta y seis caballos y ocho mulas. El recuerdo de aquella montaña, no sería jamás borrado de la memoria de aquellos hombres.

         Aquella noche, durmieron todos a cielo abierto, deseosos del nuevo amanecer para partir.

         Todos montados, sobraban solamente dos caballos de refresco, las mulas casi sin carga que transportar se bastaban, por lo que si faltaban caballos habría que cabalgar alguna mula.

         Temprano, recién amanecido, cabizbajos, tristes, dirigiendo una última mirada a la hilera de cruces, como despidiéndose, partieron.

         Todos en fila, siguieron por el fondo de una hondonada que serpenteaba entre las cimas, ora transformándose en desfiladero, ora ensanchándose como una llanura, sobre un suelo cubierto de piedras y nieve, en que las caballerías resbalaban constantemente. Sin parar, comieron algunos trozos de charqui y otros mendrugos. Cuando calló la noche, Josmaría ordenó detenerse.

         Seguían todos silenciosos, y así armaron un campamento para pernoctar al abrigo de unas pocas peñas, dejando los caballos y mulas todos atados muy cerca, para al día siguiente continuar el camino, no bien rayara el alba.

         Contrariamente al propósito de alejarse lo más pronto posible de aquellos parajes, no pudieron salir con el alba como se había dispuesto. Pedro Arcajo no pudo ponerse en pie. Ardía de calentura y las laceraciones de la cadera, habían tomado un tinte cárdeno, mientras que la rotura de la pierna estaba inflamaba y al mínimo movimiento sentía atroces dolores, estando postrado y sumido en un sopor.

         Zapicán pidió a Josmaría, descansar por lo menos un día, para tratar de bajarle la fiebre y atender mejor a Pedro. Así se dispuso.

         Tabobá, también estaba muy dolorido y el brazo roto presentaba inflamación, pero no padecía escalofríos.

         Después de limpiar las laceraciones con el mejunje del botijo y aplicar un emplasto de hojas machacadas y hacerle morder unas hojas de coca, Zapicán dejo a Pedro Arcajo sobre un jergón, arropado con varias mantas, para dedicarse a curar a Tabobá y otros heridos leves.

         Cuando estuvieron terminadas las atenciones a los heridos, Zapicán se dedicó a hacer una elaborada angarilla. Con dos varas largas, cortadas de los pocos árboles que crecían en aquellas soledades, unidas cerca de uno de los extremos y al medio por otras más cortas, formó un rectángulo que por el frente se prolongaba en dos pértigas, dejando en la parte trasera unas dos brazas de sobrante. La parte interior del rectángulo fue cruzada por varias cuerdas que formando un cuadriculado, sirvieron de base para un colchón que formó con las ramas del árbol derribado, terminándola arriba con una jerga.
         Cuando Pedro Arcajo despertara y estuviera en condiciones de continuar el viaje, lo acostarían en el mullido lecho y la angarilla sería unida a una mula de carga muy mansa que lo remolcaría y el enfermo podría viajar sin ningún esfuerzo.

         Dos días pasaron velando el sopor en que se había sumido Pedro Arcajo, los demás poco hablaron durante aquella obligada parada, pero se dedicaron a procurar caza. En tal sentido, hubo buena suerte, porque cobraron varios conejos y dos alpacas, que además de la buena carne les dejaban sus abrigadas pieles.

         El Gran Cerro, ya se elevaba al noreste, por lo que podían considerar que la parte más difícil ya quedaba atrás. Aquella certeza más los acicateaba a alejarse, y cuanto Pedro Arcajo estuvo en condiciones de abordar sus angarillas, partieron.

         Pedro, a pesar que aún persistían sus dolores y a momentos le venían los ramalazos de escalofríos, estaba de buen talante y tuvo hasta coraje, para jaranear con sus compañeros, ofreciéndoles “cama de viaje”, por conejo asado, para burlarse de su médico, que no le permitía otro alimento que infusiones de hojas y el consabido brebaje del botijo.

         Aquel tratamiento, si bien lo enflaqueció a ojos vista, curó sus tremendas heridas y sus huesos rotos estaban soldando bien. Lo que preocupaba mucho a Zapicán era el escalpe casi total del muslo, que había arrasado con una buena masa de músculos y tendones, dejando una pierna mucho más delgada que la otra y con el riesgo de no poder valerse de ella. Las heridas cicatrizaban bien y pronto sabrían los reales resultados.

         Ya habían pasado varios días de la dolorosa experiencia del terremoto y el buen tiempo les había permitido progresar bastante en su camino. Un buen tiempo que había que aprovechar al máximo, porque en pleno otoño, en medio de la montaña, aquello en cualquier momento podía terminar.

         Así continuaron, hasta muy entrado el mes de junio, cuando ya se notaban los días más cortos y la presencia del invierno, se anunciaba con el viento helado, que por momentos barría la inmensidad de la montaña.

         En un mediodía gris, bajaban un terraplén cuando Josmaría notó que hacia el poniente los picos y las crestas habían desaparecido, dando paso a una sucesión de hondonadas y desfiladeros, por donde se precipitaban torrentes espumosos y en la lejanía se veían tonos verduscos que contrastaban con el blanco de la nieve y el negro de las rocas.  Estaban ya bajando las estribaciones occidentales de la gran montaña y si el Señor los protegía, pasarían aquel invierno en alguna llanura al abrigo de las terribles ventiscas.

         El Señor así lo quiso, y cuando llegaron a las primeras grietas cubiertas de matorrales y espinos, miraron hacia las cumbres, que hacía pocos días, habían dejado atrás, y solo vieron la negrura de la tempestad. El frío era tremendo, pero tenían buena leña para calentarse y un paraje con muchos buenos lugares para guarecerse. Los horrores de la montaña habían quedado definitivamente atrás. Tenían que seguir hacia el poniente, quizá unos tres o cuatro días más y encontrarían el camino, que según las cartas del primo de Josmaría, don Sebastián de Belalcázar, sería la ruta que llevó al conquistador Almagro a  Nuevo Toledo.

         Las heridas de sus cuerpos estaban curadas, pero quedaba el gran dolor por los compañeros caídos. Juan Arcajo, recuperó sus fuerzas, aunque la pierna lacerada, quedó casi sin movimientos por la falta de músculos y tendones y a unos centímetros sobre el tobillo izquierdo se le había formado una protuberancia que le daba el aspecto de un tercer tobillo, pero por delante, Tabobá había soldado perfectamente el brazo y seguía siempre primero en las partidas de caza.

         Al amanecer del día siguiente, el tiempo se presentó calmo, sin rastros de la tempestad que había azotado las cumbres, y la marcha fue tomada prestamente.

         Siguieron el curso de una quebrada en cuyo fondo serpenteaba un torrentoso arroyuelo, alimentado por las aguas recientemente caídas en la montaña.

         El paisaje cambiaba continuamente y a medida que bajaban las estribaciones de la montaña, se encontraban con bosques cada vez más espesos y la caza abundaba, a pesar del frío, con que se había presentado el invierno. Era común encontrarse con manadas de llamas y ciervos, que contribuyeron en mejorar sensiblemente la dieta de las últimas semanas y nuevamente los guaraníes, sorprendieron por su habilidad en curtir las pieles de aquellas bestias, convirtiéndolas en suaves mantas muy abrigadas.

         Habían dado en llamar padri a Josmaría, considerándolo, a pesar de sus edades similares, un verdadero padre, por como velaba por todos los integrantes de la expedición, preocupado por todos y cada uno de los compañeros, sin mirar raza, edad, ni condición.

         Aquellos cinco nativos, que en su juventud se deslumbraron con la oportunidad de visitar y conocer a los famosos inca, después de las calamidades sufridas en un viaje, que ya llevaba alrededor de quince meses, veían asombrados, la cercanía del ansiado contacto. Eran solo actividad, desplegada ansiosamente, como si de esa forma pudieran aproximar el final de la aventura y ver ellos mismos, las maravillas que los viajeros coya, a menudo referían.

         A Josmaría, le agradaba el aprecio que supo ganarse, no solo de los nativos, sino también de los demás españoles y lejos de envanecerse, su llaneza reafirmaba la estima y  el también bien ganado respeto. La condición impuesta al enrolamiento, de acatamiento a su mando, si en un principio pareció desproporcionada, a esta altura era un acontecimiento natural.

         Terminar el descenso de la montaña, les llevó diez días y aún no habían encontrado el camino de Almagro. Atravesaron algunas veredas que serpenteaban de norte a sur, pero eran permanentemente interrumpidas por zarzales, que les obligaban a cambiar nuevamente el rumbo y seguir hacia el poniente.
        
         Como ya eran demasiados días, Josmaría decidió derivar hacia el norte, con la esperanza de encontrar algún camino transitable o alguna partida de colonizadores que suponía ya estarían estableciéndose en aquellos parajes, que les dieran alguna noticia de Nueva Granada o del mejor modo de seguir su nueva dirección.

         En ese plan siguieron por varios días, despacio, aprovechando el benigno invierno, que parecía ya anunciar la primavera. Aquella sabana surcada por infinidad de pequeños torrentes, que bajaban bulliciosamente, entre los pedregales de las laderas, con apariencia del verdadero paraíso, albergaban grandes rebaños de llamas, guanacos, vicuñas y ciervos de extensas cornamentas que pastaban mansamente, solamente interrumpidos por algún predador que como los expedicionarios también realizaban sus cacerías.

         Los últimos días de aquel mes de agosto, no les deparó novedades dignas de comentar, aunque la incertidumbre, por no localizar la senda,  preocupaba sobremanera a Josmaría y por momentos dudaba en la dirección a tomar. Solamente se guiaban por la aparente posición del sol y las estrellas porque el astrolabio y la brújula de Juan Arcajo, habían sido perdidos en el terremoto y el paisaje no les ofrecía referencias que les pudiera orientar.

         La vegetación, por momentos se volvía achaparrada y rala y hacia las montañas, se veían grandes porciones de terrenos pobres, en los que crecían únicamente unos cardos amarillentos y resecos. Ya no tenían muchas esperanzas de encontrar un camino transitado y siguieron internándose en aquella llanura interminable. Con un clima tan benigno, había que aprovechar para avanzar lo más posible.




























Capítulo V


Un encuentro inesperado


         La primavera, los encontró en el más desolado territorio, no habían encontrado el tan ansiado camino de Almagro y al proseguir al norte, tozudamente, se internaron en el más inhóspito desierto, que se perdía hacia los cuatro puntos cardinales, sin ofrecer más que tierras pardas y pedregales. Siguieron aquel deambular, agobiados por el calor del día y furibundos ventarrones que los cegaba con las nubes de arena terrosa, y por las noches  soportando el tremendo frío que les calaba los huesos.

         No tenían que preocuparse por alimentos, porque de la buena caza que tuvieron en las praderas, hicieron una buena cantidad de conserva, que los abastecería por unos tres meses. Lo que si  preocupaba a Josmaría era la escasez de agua. Ya hacía cuatro días que no encontraban ni un mísero arroyo y las bestias padecían sed, las mulas se negaban a continuar y los caballos piafando, golpeaban con los cascos el pedregoso suelo. Había que encontrar agua o no resistirían mucho tiempo.

         Se detuvieron, guareciéndose de los ardientes rayos del sol, debajo de unos magros arbustos cubiertos de espinas y en los mejores caballos, partieron rumbo a las montañas tres hombres con el encargo de localizar algún arroyo o poza que les pudiera suministrar el vital líquido. Llevaban además dos buenos caballos, con dos toneles cada uno, para transportar el agua que consiguieran.

         Cabalgaron unas cuatro horas sin detenerse, hasta que divisaron a la distancia un monte que coronaba una quebrada. La presencia de tanta fronda presagiaba la cercanía de alguna fuente de agua. Precisamente en el fondo corría un débil hilo, pero suficiente para salir de la difícil situación en que se encontraban. No sin muchas dificultades, consiguieron llenar los toneles y después que bebieron, hombres y bestias, abundantemente, emprendieron el regreso. El retorno se hizo más lento, en virtud de la carga, pero algo entrada la noche se reunieron con los demás compañeros.

         Aquella agua, fue una bendición para los sedientos. Ya más calmados extendieron sus jergones y bien provistos de mantas se aprestaron a enfrentar la fría noche.

         Un nuevo amanecer y prestos a la marcha. Aquella mañana bien provistos de alimentos y agua, partieron con nuevos bríos, enfrentando la aridez del desierto. La temperatura no era tan extrema como los días anteriores y aprovecharon aquella benignidad para alargar un poco más la mañana, deteniéndose recién, cuando el sol declinaba visiblemente. Tomaron un rápido almuerzo y continuaron la marcha, con cierta alegría, porque aquel día les resultaría de muy buen rendimiento.

         Cuando el sol ocultó sus últimos destellos en el lejano horizonte, asomaba una redonda luna llena, que invitaba a prolongar también la tarde. Como los caballos denotaban cierto cansancio, Josmaría ordenó detenerse y pernoctar en aquel lugar, al amparo de unos barrancos coronados por un achaparrado monte de espinos. La noche no fue muy fría y pudieron, hombres y bestias, descansar como hacía muchas, que no lo hacían.

         A poco de reiniciar la marcha en la madrugada siguiente, tuvieron que vadear un profundo acantilado, en cuyo fondo una barrosa corriente suministró agua por lo menos a las bestias, significando un considerable ahorro de la recogida ya hacía dos días.

         El desierto, día a día se volvía más árido, y las bestias resbalaban y tropezaban constantemente con el pedregal suelto. El andar se hacía más difícil y empezaba a escasear el agua. Dos días siguieron sin cambios, pedregal, falta de agua y aumento de las dificultades. Al tercero la reserva de agua tocaba a su fin y también se hacía necesario reponer algunas provisiones, por lo que se formó una partida de unos quince hombres bien montados, con ocho caballos para carga, cuatro de ellos con dos barriles cada uno y los otros con enormes morrales para transportar la caza. El resto de la expedición levantó un campamento bajo el abrigo de  una rara formación rocosa, que se elevaba considerablemente en el medio de aquel mar inhóspito de tierra y piedras. Las rocas eran visibles desde gran distancia, siendo una buena referencia para los compañeros encargados de encontrar caza y agua, a la vez que resultaba, una buena atalaya para otear muy lejos, en busca de alguna traza de gentes o caminos.

         Gaspar de Ávila, trepaba ágilmente, de tanto en tanto, a la cima, con la esperanza de divisar algo.

         Tres días, permanecieron en aquel refugio, debiendo soportar una ventolera que casi los cubre completamente de tierra, consumiendo casi por completo la magra provisión de agua, en estricto racionamiento. La tormenta de viento, que a pesar de algunos truenos y relámpagos no les trajo ni una gota de lluvia, sí trajo el amargo sabor al desconsuelo, por la demora de sus compañeros y las penurias que les esperaban si no volvían con provisiones y fundamentalmente con agua.

         Esa noche, ya cuando hacía buen rato que el sol había desaparecido,  escucharon a lo lejos el repiquetear cansino de los cascos de muchos caballos. Inmediatamente, echaron bastante leña a la hoguera para hacerla bien visible a los compañeros que regresaban. Las noticias no eran del todo buenas, agua traían en buena cantidad, caza muy poca y ni noticias de gentes, caminos o el fin del desierto.

         Temprano, levantaron el campamento y nuevamente se pusieron en marcha. Todos habían saciado la sed y continuaban bien alimentados, pero era imperioso implantar un estricto racionamiento de víveres y agua. Pedro Armengol García y Llanos, que durante las últimas semanas, más precisamente desde el terremoto en la montaña, se había mostrado taciturno y reservado, reflejando en su rostro una profunda tristeza, seguramente por la pérdida de su hermano, pareció reanimarse cuando Josmaría le encargó un registro de las existencias de alimentos y agua y organizar un racionamiento de por lo menos un mes, tiempo en que tenían la esperanza de salir de aquella desolación. También sería el encargado del estricto control del cumplimiento de sus estimaciones, advirtiendo a todo el grupo que no admitiría ninguna desviación de las instrucciones de Josmaría, en tal sentido, y que daría diariamente  el parte correspondiente al capitán.

         Racionamiento en ejecución, los altos para comer, se hacían cortos y todos sufrían el cambio, porque hacía un buen tiempo que no sabían de restricciones. Después de los rápidos almuerzos, se tiraban sobre sus jergas, a descabezar un sueñito, en una siesta a que todos se estaban acostumbrando.

         En pleno descanso de toda la expedición, en el silencio del mediodía del desierto, el alarido sonó más desgarrador, si es que podía serlo. El sobresalto que produjo el patético grito, levantó a todos como sacudidos por un muelle. Se arremolinaron en derredor del pobre Andaluz, que se revolcaba con desesperación por entre la piedras, aferrándose desesperadamente la muñeca derecha, mientras un enorme alacrán negro verdoso, de un palmo de largo, se escurría con la cola de brillante aguijón levantada, entre unos matojos de breñas resecas.

         La expresión de Zapicán, al recoger el arácnido, que acababa de matar con un golpe certero de su pica, no presagiaba nada bueno. Para el veneno, potentísimo, de la alimaña, no tenía en su bagaje de yerbas, ninguna que sirviera como antídoto y si no se tomaba un decisión rápida, en pocos minutos el pobre Andaluz, entregaría su alma a Dios.

         Prestamente, con la punta de la daga, que El Portugués le alcanzara, practicó un profundo tajo en la zona de la mordedura del alacrán y sorbió con fuerza escupiendo la sangre renegrida, varias veces, hasta que parecía que la mano de El Andaluz, estaba seca. Con un trozo de soga, formó un torniquete rodeando el antebrazo y luego aplicó una buena cantidad del brebaje de su botijo en la herida abierta y seguidamente la cubrió con un emplasto de hojas. Seguidamente,  se valió de compresas frías que puso en la frente y el pecho, usando trapos que nunca faltaban en su alforja, empapados en agua, para evitar la fiebre. Finalmente lo trasladó a un lugar aireado debajo de unos arbustos, que aparentaba estar más fresco. Solamente había que esperar.

         La reacción no se dejó esperar. Desde la fea herida, se extendían hilos azules renegridos, que progresaban a ojos vista, extendiéndose hacia el lugar del torniquete, mientras que la inflamación formaba un halo que por momentos cambiaba del tono rosa al cárdeno, y cubría la tumefacta mano.

         Zapicán, explicó a Josmaría que si no se mutilaba el brazo enseguida, El Andaluz no se salvaría. Difícil decisión, pero había que tomarla. Ni se podía consultar al herido, porque ya estaba sumido en un sopor, que le obnubilaba totalmente y entre fuertes estertores se arqueaba sacudido por las convulsiones.
        
         Al pobre podían practicarle cualquier corte, que ni se enteraría, pues la acción del veneno, era tan rápida y potente que ya estaba sumido en el delirio y ningún dolor sería más fuerte que el corroer de la ponzoña.

         De su alforja el curandero guaraní, sacó un finísimo estilete de piedra, afilado como una navaja de la más fina manufactura española, cortando hábilmente la piel en torno a la muñeca, descubrió el manojo de tendones, nervios y venas. Desviándolos, profundizó hasta la articulación para luego separar los huesos en la unión. Cuando tuvo la mano colgando únicamente de venas y ligamentos, uno por uno los fue ligando con finos cordeles, para luego cortarlos y separarla definitivamente. El Andaluz quedó con el muñón descansando en un colchón de hojas machacadas y cubierto también con el mismo emplasto, mientras las convulsiones seguían y el delirio aumentaba.

         Aquello no cambiaba, ya pasaban dos días y el desgraciado no volvía en sí, seguía en una permanente calentura y los calambres le retorcían todo el cuerpo, y por momentos parecía que no soportaría mucho más. El fresco de la tercera noche, pareció despejar un poco la mente del enfermo, teniendo algunos ramalazos de conocimiento, para luego caer en el abismo profundo de las alucinaciones.

         Fueron días amargos para todos. Todo hacía pensar que perderían otro compañero. Sin embargo a la semana, cuando ya eran pocas las esperanzas que alguno abrigaba, cedió la fiebre y El Andaluz abrió los ojos. Zapicán que había velado permanentemente el atormentado sueño del enfermo, renovaba las compresas de su frente, cuando vio el  parpadeo y los alucinados ojos que recobraban su brillo normal. Quedamente  le sostuvo, evitando que se incorporara, pero igual no pudo evitar la arcada que naciendo del estómago vacío, convulsamente subía hasta la garganta, repetidamente, provocando dolores insoportables.
        
         En uno de aquellos ramalazos, que parecían partirle el pecho, El Andaluz quiso llevarse la mano a la boca, como evitando el vómito. El horror de aquel muñón fue más insoportable que el atroz dolor. El temido momento había llegado y Zapicán tendría que contener al herido, en su reacción primera de arrancarse los emplastos y descubrir el renegrido remedo de puño. Tuvo que comprimirlo contra la jerga con el peso de su cuerpo, para evitar que El Andaluz, saliera disparado; y los gritos desesperados fueron escuchados por todo el campamento.

         Fue cosa de un momento, para que todos estuvieran rodeándolo, demostrando de mil manera su apoyo y el gozo por verlo vuelto a la vida. Pero nada podía contentarlo, solo clamaba por su mano perdida. Al rato, agotado por el esfuerzo y la debilidad, volvió nuevamente a caer en un agitado sopor, que lo mantuvo adormecido el resto del día y casi toda la noche. En la madrugada, cuando recién despuntaban los primeros claros, El Andaluz despertó bastante despejado y aparentemente más tranquilo. Cuando Zapicán, cayo en cuenta que su paciente había despertado, hacía rato que mirando su muñón, se exprimía el magín, tratando de desentrañar lo que le había pasado.

         Con suma paciencia, Zapicán le contó el incidente con el alacrán y que cortarle la mano fue la única forma de salvarle la vida. El Andaluz no pronunciaba palabra y obsesionado  miraba y remiraba su mutilado miembro, sin siquiera pensar en el cambio que tendría su vida al disponer de una sola mano. Por momentos se adormilaba y después de un rato sumido en aquella modorra, abría los ojos para volver a mirar su horrible muñón. No había consuelo posible para el pobre y parecía que además de la mano había perdido la voz. Cuando no miraba su herida, paseaba lentamente los ojos por el rostro de todos los compañeros que lo rodeaban, sin articular ninguna palabra, como si con aquel silencio rogara una ayuda, que ninguno podría dispensarle.

         La fiebre cedió totalmente y la herida cicatrizaba bastante bien, a pesar del feo aspecto que presentaba.

         El tiempo que El Andaluz estuvo enfermo, no fue desaprovechado por los viajeros. Josmaría envió varios grupos hacia el oriente en procura de agua y caza a la vez que debían buscar algún rastro de vereda que pudiera parecerse al camino hasta ahora no encontrado. Una de aquellas partidas, de la que formaban parte Vaimaca y Tabobá, se toparon en el medio de un chaparral cercano a las primeras estibaciones montañosas con un grupo de nativos, que trataban de ocultarse atemorizados.

         Después de tranquilizarlos, Vaimaca consiguió acercarse y vencer de a poco, aquel temor. Eran la avanzada de una tribu  diaguita, que se trasladaba, obligada por el avance de los extraños guerreros, cubiertos de brillantes vestidos en los que no penetraban sus flechas, que arrasaban con su pueblo y se robaban a sus mujeres. Ellos batían aquellos parajes en búsqueda de alguna partida de aquellos guerreros, para alertar al pueblo que les seguía, con el propósito de evitarlos. La presencia de los extraños asustó a los nativos y por eso, trataron de esconderse.

         Después de vencer la desconfianza de los diaguitas, pudieron acercarse los demás y entablar un dialogo, plagado de dificultades por la diferencia de lengua, que con gran esfuerzo Vaimaca y Tabobá se afanaban en interpretar. Allanados los trances lingüísticos, pudieron enterarse que los conquistadores españoles, ya estaban establecidos bastante al sur del lugar en que se encontraban y que las tribus habían sido diezmadas en el avance. Ellos pretendían llegar a las llanuras allende las montaña, donde moraban gran cantidad de sus hermanos.

         Les hablaron de la vereda que muy cerca de la vertiente de la montaña se extendía y era usada por los guerreros invasores. De la gran actividad que aquellos guerreros desplegaban, yendo y viniendo permanentemente en grandes grupos, y que arrasaban con todos los nativos que se les ponían en el camino.

         Estas noticias, alegraron a Josmaría y demás compañeros, porque ahora sí, estaba muy cercano el momento del contacto con sus compatriotas.

         Una vez que El Andaluz, estaba mejorando y empezaba a alimentarse, fue acostado en una angarilla similar a la que construyera Zapicán para Pedro Arcajo, y reiniciaron el viaje, pero no hacia el norte, sino en una dirección noreste, con la intención de avanzar lo más posible y acercarse a la vez a la vereda que no habían podido encontrar y que ahora sabían por donde corría.
        
         A medida que derivaban hacia el oriente, el terreno se volvía menos árido y las caballerías encontraron pastos más sustanciosos y alguna pequeña aguada en que saciar la terrible sed que el desierto les producía.

         El Andaluz, ya repuesto de su mutilación, usaba para cubrir su feo muñón, un guante manufacturado finamente por Tabobá, con la muy bien curtida piel de un pecarí, que en algún momento dorado a las brasas, fue un delicioso manjar. Al principio, la falta de aquella mano, le causó sinnúmero de dificultades, pero poco a poco fue acostumbrándose a manejarse con la mano izquierda, aunque a veces tenía que ayudarse con el muñón. Su ánimo se había recompuesto, al sobrellevarse con su carencia y ponía gran empeño por disimular los apuros. Hasta en algunos momentos se mostraba chancero, gastando bromas a los compañeros, al extremo de invitar socarronamente a Pedro Arcajo a buscar al Capitán Gustavo Sotomayor y Quesada y entre los tres con tripulantes muy osados, fletar un nao y lanzarse al negocio de la piratería, porque el Capitán con un parche en lugar de ojo, Pedro con una pata de palo y él con una garfio en lugar de mano derecha, serían el comando ideal para un navío bucanero. Estas bromas de El Andaluz, eran muy festejadas por todos y así sobrellevaban las penalidades, continuando su derrotero hacia el centro del imperio inca en busca del ansiado oro.

         El once de noviembre, cuando se preparaban para tomar el almuerzo, amparados de los rayos solares debajo de una rala arboleda, alguien percibió en el horizonte, adelante y un poco a la derecha de su derrotero, una polvareda que denunciaba la presencia de jinetes. Inmediatamente Josmaría ordenó a Gaspar de Ávila y Tabobá que tomaran dos buenos caballos y  fueran en su encuentro. Sin especular en la posibilidad, todos tenían cifradas esperanzas en encontrar soldados o colonos.

         Fue una cabalgata de más de una hora. A medida que se acercaban a la polvareda, empezaban a distinguir algunos detalles. Eran alrededor de setenta cabalgaduras montadas por soldados, que aparentemente escoltaban algunas carretas que se dirigían al sur.

         Una vez llegados los jinetes, fueron conducidos ante el comandante de la partida de soldados. El comandante había tenido noticias de la expedición que desde La Asunción, pretendía llegar a Nueva Granada, aventura que hasta ese momento pensaba imposible de realizar. Informó a Gaspar de Ávila, que ellos constituían una avanzadilla del grueso del contingente que comandaba el Capitán don Pedro de Valdivia, que Almagro había sido ejecutado por orden de Pizarro y que su capitán tenía el encargo de avanzar en la conquista de Nuevo Toledo. También le dio detalles de cómo emprender el camino al norte, evitando la parte más árida del desierto atacameño, cuya parte menos difícil de atravesar, era aquella que justamente dejaban atrás.

         Después del nutrido cambio de informaciones y de recibir una buena provisión de aguardiente y vino, obsequio del comandante para el valiente José y María de Benalcazar, a quien mandó además del presente, un efusivo saludo, los dos jinetes volvieron grupa y partieron raudos al encuentro de sus compañeros de expedición.

         Josmaría, recibió con mucho gusto el regalo y la información, pero no dejó de lamentar la ausencia de noticias de su primo Sebastián. Lo único que aportó el comandante de la avanzadilla de Valdivia, fue que sabía de las expediciones que Pizarro le había encomendado a un tal Belalcázar, hacia el norte y el este de Nueva Granada, pero desconocía si se trataba del primo de Josmaría y cuáles eran los resultados y el actual paradero del nombrado.

         Aquel encuentro tonificó los ánimos de todos y con nuevos bríos, tomaron dirección a las montañas del oriente, donde discurría el camino de Almagro.

         Fueron dos días de alegre andar y ya estaban transitando por una vereda perfectamente empedrada, amplia, por donde trotaban hasta cuatro cabalgaduras holgadamente.

         Llevaban diez días de cabalgar por la ruta de Almagro, descansando cada noche en alguno de los  tambos, que los incas habían establecido para los viajeros oficiales y que se diseminaban por todas las rutas a distancias regulares de un día de viaje, que ahora estaban bajo el mando de los colonizadores españoles y se ofrecían a todos los que transitaban las distintas carreteras. Ya no dormían a cielo abierto y el viaje se hacía rápido y seguro.

         Hasta el gran lago de la montaña, los llevaría aquella ruta. Si todo seguía bien, en poco más de un mes verían las aguas azules del Titicaca y en unas pocas jornadas más llegarían a Cuzco, la capital del gran imperio de los inca. Después se reorganizarían para proseguir hasta las remotas minas que  proveían de oro al Inca, para laminar sus palacios con el dorado metal.

         En verdad, la mayoría de aquellos aventureros, se habían enrolado en la expedición, no por la codicia de obtener riquezas en oro, sino por la aventura misma y otros en busca de un lugar con mejores tierras y menos inhóspito que La Asunción. Quizá los que sí, especulaban con la obtención de oro, eran Josmaría, Gaspar, El Portugués y algún otro.





















Capítulo VI


El camino de los valles

         Los encuentros con soldados y colonos españoles, era cosa de todos los días, hasta que estaban muy cerca del lago. De un momento a otro no hubieron más encuentros, la vereda estaba vacía, solamente la recorrían    ellos, y cuanto más ascendían, más sentían el peso de aquella soledad, soledad aterradora, silenciosa, hasta los pájaros parecían desaparecidos. Los matorrales que la bordeaban parecían amenazadores, como si en cada recodo se escondiera un siniestro peligro. No hubieron acontecimientos, en los primeros tres días de soledad en aquella vereda, que fueran motivo de inquietud, pero persistía aquella sensación de peligro. Era una sensación inexplicable, pero todos los viajeros la sentían y la reconcentrada atención los mantenía tensos, atentos al menor ruido.

         Cuando estaba llegando la noche, en instantes estuvieron completamente rodeados de amenazadores guerreros nativos. No tenían ninguna posibilidad de presentarles combate, porque su número los superaba largamente. Rondaban los seiscientos, armados y fieros. Sin la menor tentativa de usar sus armas, Josmaría intentó entablar diálogo con quien parecía comandar el grupo, adelantándose acompañado por Vaimaca, para que le sirviera de intérprete.

         Al separarse del grueso de la expedición, los nativos los rodearon obligándolos a desmontar, siendo conducidos a empujones ante el jefe. No ofrecieron la más mínima resistencia, a fin de no agravar la situación. Vaimaca, identificó los guerreros como integrantes de alguna tribu antis, que tenían un contacto muy íntimo con los coya,  sus vecinos del lejano norte.

         Como entendía muy bien la lengua de los coya, Vaimaca articuló un saludo y al notar que era entendido por el jefe, empezó a explicarle el origen de la expedición, que venían de la tierra guaraní, que eran amigos de los coya, que viajaban en son de paz y que sus compañeros no eran guerreros, que traían presentes para ellos y que serían honrados de ser recibidos como amigos. Inmediatamente indicó a Josmaría, que le obsequiara un barril de aguardiente de los que recibiera del comandante de la avanzadilla del Capitán Valdivia.

         Josmaría, se dirigió a una de las mulas, bajo la atenta mirada de los guerreros, que le mantenían las chuzas contra sus costillas, sacando un barril que alcanzó a Vaimaca. Este obsequiosamente se lo alcanzó al jefe del grupo antis, que destapándolo olió su contenido, haciendo una mueca en señal de aceptación. De esa forma, sin pronunciar ninguna palabra, con un gesto, dio por finalizada la reunión, indicando a sus guerreros que los condujeran junto a los demás viajeros.

         Mientras un grupo de antis, parlamentaban con su jefe, los expedicionarios permanecían bajo la amenaza de las chuzas y la atenta mirada de sus captores.

         De esa forma los sorprendió la noche, siendo obligados a desmontar e internarse en la espesura, para acampar en una meseta cubierta de tupida fronda. Sin ser apremiados de ninguna forma por los antis, aunque rodeados y observados atentamente,  tendieron sus jergones y mantas y en silencio todos se dispusieron a descansar, pensando en el posible desenlace que tendría aquel encuentro en la próxima mañana.

         Sin perjuicio de sentirse como prisioneros, durmieron plácidamente toda la noche y los guerreros antis, obedientes a la orden de su jefe, establecieron las guardias y el resto tomó sus posiciones, también para descansar.

         Cuando el sol se levantaba bastante sobre el horizonte y los expedicionarios empezaron a despertarse, los antis ya habían prendido varias fogatas en las que se doraban varios pecarí, puercos y distintas aves. Las gotas de grasa chisporroteaban al caer sobre las brasas, despidiendo un exquisito olor que auguraba un suculento desayuno. A pesar que nadie les indicó, los viajeros se fueron arrimando a los fogones y sintiéndose invitados, no fueron remolones en tomar algún buen trozo de carne.

         Durante aquel día, permanecieron custodiados por un buen grupo de guerreros, aunque no hubo ningún cambio de palabras, a pesar de la inicial insistencia de los viajeros. Los antis, dejaron bien sentado con sus actitudes, que los viajeros, eran sus prisioneros y a pesar de no dirigirles la palabra, al menor intento de alejarse, los custodias con airados gestos, les indicaban que  debían volver.

         El campamento era todo actividad y los chasquis, llegaban y partían permanentemente, trayendo y llevando recados y novedades a sus jefes. Josmaría al percibir que mientras se mantuvieran en aquellas condiciones no estarían en peligro, indicó a sus hombres, que se sometieran a las indicaciones de los antis, sin oponer ninguna resistencia y de esa forma estarían seguros, quedando a la espera del momento oportuno para iniciar algún tipo de negociación.

         Al anochecer, fueron convocados a la presencia del jefe, Zapicán, Vaimaca  y Josmaria. A pesar de cierto nerviosismo que causó entre los viajeros, aquella convocatoria, no hubieron reacciones de ningún tipo y los convocados, fueron conducidos hasta el lugar, que iluminado por el fuego de la hoguera, estaban reunidos en semicírculo, el jefe y cuatro antis más.

         Vaimaca, que entendía muy bien la lengua de los coya y por esa vía podía comunicarse con el jefe antis, sería el portavoz del grupo. Prudente y respetuosamente se detuvo a unos cuatro o cinco pasos de los reunidos y con la palma derecha levantada, ofreció su saludo, en un claro ademán de paz. Fue correspondido por parte del jefe con un ademán similar, acompañado de un yau,  e invitado a sentarse sobre una amplia piel de vicuña, extendida frente al jefe. El guaraní, sin realizar ningún comentario, se sintió aliviado y sorprendido al escuchar el saludo del jefe, idéntico al coya, apresurándose a contestarle en igual forma. Imitando la actitud de Vaimaca, sus dos compañeros procedieron en igual forma y también fueron invitados a ocupar una posición sobre las pieles.

         Sentados todos, el jefe inició el diálogo, diciendo en su lengua quechua, la misma que hablaban los coya, que un gran número de antis, distribuidos por los valles de la gran montaña, no aceptaban al extranjero que había sojuzgado a sus hermanos de Cuzco y de las tierras bajas y que habían emprendido la guerra, mientras se replegaban hacia el interior de los valles, el grueso de su pueblo. Ellos eran un pequeño grupo, que protegía aquella parte de la vereda, impidiendo el paso de los guerreros extranjeros, hacia los territorios del Antisuyo, legítimos de su pueblo.

         Las expresiones fueron trocadas al español por Vaimaca, para que Josmaría y Zapicán lo entendieran, haciéndole saber al jefe, que sus compañeros no hablaban su lengua.

         Al haberse asegurado que las intenciones de los viajeros eran de paz y no correrían ningún peligro con ellos, el jefe antis les invitó a compartir su campamento y luego acompañarlos en su traslado a los valles, para conocer su pueblo. Alguno de los acompañantes del jefe, expuso su desconfianza hacia los viajeros, porque hablaban la misma lengua de los invasores y podían haberse presentado con engaños, a lo que aquel contestó que según la información traída por los chasquis, los viajeros hablaban con la verdad.

         De esta forma los viajeros fueron huéspedes de aquellos nativos, guerreros en las actuales circunstancias, pero deseosos de llegar a sus valles a apacentar sus ganados de llamas, vicuñas y guanacos, trabajar sus minas y cultivar sus valles.

         Durante varios días y según las noticias que traían los chasquis, el jefe disponía levantar el campamento y trasladarlo a otro lugar, replegarse hacia la entrada de los valles cercanos, u hostigar alguna partida de invasores, en un permanente movimiento de avances y retrocesos. Los viajeros acompañaban a los antis, salvo cuando se disponían a atacar a los invasores, que eran obligados a permanecer en el campamento con un contingente de guardias.

         Salvo en esos momentos, la libertad era absoluta y podían disponer del tiempo a su antojo. Después de algunos días, con la ayuda de Vaimaca, la mayoría de los nativos se comunicaba sin mayores dificultades con sus huéspedes extranjeros y éstos empezaban a comprender los apremios, que realmente estaban pasando aquellos pueblos.

         Finalmente, un día el jefe ordenó levantar el campamento e internarse en los valles, dado que ya todas las tribus de su pueblo, se consideraban a salvo de los conquistadores y se estaban estableciendo en sus comarcas.

         Siguiendo un camino perfectamente empedrado, el andar se hacía rápido y seguro. El recién iniciado verano, se presentaba con temperaturas muy benignas, para los aventureros españoles y sus compañeros guaraní, acostumbrados a los tórridos veranos de sus patrias. Los valles entre las montañas, con picos cubiertos por el manto blanco de las nieves perpetuas, suavizaba de tal manera el clima, que hacía parecer una prolongación de la primavera.

         Sin ningún acontecimiento que les obligara a una detención, rápidamente, llegaron al primer tambo, en cuyo alrededor había surgido una considerable cantidad de construcciones, algunas de piedra, otras de madera y algunas de adobe, todas con tejados de paja, conformando un poblado. Los caminos y tambos, que estuvieran reservados únicamente para los funcionarios del imperio, desmembrado éste, con la muerte de sus últimos emperadores, el Inca Atahualpa y el Inca Huascar, éste a manos de los seguidores de aquel y aquel a manos de los españoles, las distintas tribus y pueblos, los utilizaban sin restricciones.

         En un momento en que varios pueblos se negaban a someterse, la actividad en los tambos era extraordinaria, y muchos fueron convirtiéndose en verdaderos poblados, como aquel llamado Calamarca, al que acababan de llegar los antis y sus huéspedes.

         Pernoctaron y temprano, al día siguiente, reemprendieron la marcha y de esa forma se fueron adentrando en los valles, pasando por sucesivos tambos y poblados. Dejaron atrás en menos de cinco días Patacamaya y Sicasica, para establecer un gran campamento, con otro contingente de guerreros aymará, vecinos y camaradas de los antis, en las afueras de Machacamarca.

         En aquel reducto, Josmaría y sus hombres, tomaron contacto con el pueblo más extraordinario que jamás podrían suponer.

         Un guerrero aymará, se mostró muy interesado en los españoles, que viajaban con los guaraníes, desde sus lejanas tierras. A poco, entabló una animada charla, con Josmaría y Gaspar, que ya entendían bastante bien las distintas lenguas de aquellos pueblos nativos. El aymará, al saludar a los dos españoles, a modo de presentación, les dijo que su nombre era Huayna, igual que el gran emperador, padre de los Incas Atahualpa y Huascar.

         Huayna además de guerrero, era gran conversador, alegre, y virtuoso músico. Ejecutaba su música con una quena hecha con varios tubos de caña, de distintas dimensiones, unidas entre sí con cuerdas fuertemente atadas, de la que arrancaba hermosas melodías.

         En las asiduas charlas que mantenía con sus nuevos amigos, los dos españoles, les contaba de la vida de su pueblo, que no estaba muy alejado del campamento, siguiendo el camino empedrado por el que habían llegado a Machacamarca, después de pasar los tambos de Poopó, Challapota y Sevarujo, la siguiente parada era en su pueblo, Chaqui.

         Manifestada la intención del jefe antis, de proseguir hasta Sevarujo, a rendir informe personalmente a su cacique, principal curaca y huno del territorio, Josmaría, se apresuró a aceptar la invitación de Huayna a visitar su pueblo.

         Tantos los guerreros antis, como los aymará, en los anocheceres, se reunían en torno a las hogueras para comentar los acontecimientos de la guerra y después de la comida, se juntaban los músicos a interpretar sus melodías. Huayna era uno de los músicos más aclamados por el auditorio y cuando formaban un grupo de cinco o seis quenas y una docena de tambores y algunas maracas, la música parecía tomar un ritmo contagiante y se prolongaba la fiesta por horas. Zapicán, en varias oportunidades se integró, como músico, a algún grupo, tocando sus maracas de curandero guaraní.

         Llegó el día de la partida y ambos contingentes de guerreros, acompañados por los viajeros españoles y guaraníes, levantaron el campamento y se pusieron en marcha.

         En seis días de marcha, llegaron a Sevarujo y los guerreros antis se dispersaron, por distintos senderos y veredas para reunirse con sus familias,  tomando cada uno el camino a su morada, mientras, los guerreros aymará establecieron su campamento en las afueras, para pernoctar y continuar al día siguiente.

         Josmaría, reunió a todos los integrantes de su expedición para conferenciar y resolver el camino a seguir. Se apresuró a informar a sus compañeros que él seguiría hasta el pueblo de Huayna, para conocer sus trabajos de orfebrería y alfarería y después, posiblemente volviera hacia el norte, con la intención de ubicar el paradero de su primo, para continuar juntos la búsqueda de los soñados tesoros, dejando en libertad de elección a los demás, aunque recalcó su deseo de que lo acompañaran.

         Los cuarenta y tres hombres que le acompañaban, resolvieron continuar con Josmaría hasta el pueblo de Huayna. Ya habría tiempo de cambiar los planes iniciales. Todos podían tener motivos particulares distintos, para seguir el viaje, aunque a todos, finalmente, los decidía la fidelidad, al capitán, para los españoles, o al padri para los guaraníes. De aquella manera resuelta la cuestión, se dispusieron a dormir, para a la mañana, continuar la marcha.

         El camino se hizo rápido y al atardecer del día siguiente, llegaron a Chaqui. Una alegre multitud, recibió a sus guerreros con honores y enseguida, en la plaza central, alfombrada con una suave y fresca hierba, inició la fiesta más hermosa, que los españoles pudieran imaginar.

         El contingente de guerreros, cada uno acompañado por una doncella, ataviada con galas impresionantes por el colorido y el brillo de la filigrana de oro, desfilaron por todo el contorno, al son de las quenas y los tambores, entre la algarabía y los vítores de los nativos.

         Las doncellas aymará, lucían pectorales de filigrana de oro, collares y brazaletes del precioso metal bellamente trabajados, faldones con coloridos detalles en lana de vicuña, contoneándose cadenciosamente al son de la música, mientras que los guerreros orgullosos por los honores, se balanceaban al mismo ritmo, blandiendo alegremente sus armas.

         Cada doncella portaba una canastilla de fina manufactura, con su regalo personal para el guerrero que acompañaba, como brazaletes de oro, cazuelas de fina cerámica con coloridos dibujos, tiaras, con adornos también de oro con incrustaciones de pedrería, jarros de plata con elaborados detalles de filigrana de oro y un sin fin de distintos objetos, que serían entregados durante la fiesta.

         Finalizado el desfile de niñas y guerreros, dio inicio a las danzas, y al son de los instrumentos, zapateaban y brincaban con graciosa cadencia cientos de nativos. Dada la insistencia de Huayna, Josmaría y Gaspar se sumaron a la bulliciosa bailanta y al poco rato todos los españoles, brincaban y gimoteaban al igual que los aymará, contagiados por el armonioso ritmo. Los guaraníes fueron los primeros en incorporarse a la fiesta y acompañaban su danza con guturales cánticos, muy celebrados por los aymará.

         Finalmente llegó el momento culminante de la fiesta. El chaman, agradeció a Viracocha, la ventura de su pueblo por haber recibido a sus guerreros todos sanos y sin ninguna baja, que por su gloria, alejaron a los invasores, gracias a la estrategia sabia de sus caciques. A la luz de las hogueras, el principal curaca del pueblo, recibió el saludo de todos los guerreros, que enseguida se dirigieron a las doncellas para recibir sus obsequios. Era una fiesta hermosa, a la luz de la luna llena y con un clima fresco que invitaba a deleitarse con el perfume del césped. Muchos guerreros y doncellas, terminarían aquella fiesta con el descubrimiento del amor, que les llevaría a vivir futuros días de gozo.

         La fiesta continuaba, mientras los músicos seguían emitiendo hermosas melodías con sus instrumentos, los demás disfrutaban de abundante y variada comida y bebida. Finalmente terminó, porque muchos rendidos de cansancio y embotados por las libaciones, dormían su borrachera desperdigados por el césped, mientras que los demás regresaban a sus hogares, las familias juntas, algunas doncellas tomadas de la mano de sus guerreros embelesadas por la recién descubierta miel del amor, todos alegres y felices.

         Había sido la fiesta del reencuentro de las familias con sus hijos, y el deleite superaba el cansancio. Se seguía escuchando el dulce sonido de la quena, que brotaba de todos los rincones de la noche, como un ensueño de melodía, haciendo olvidar los temores pasados por la llegada de los invasores.

         Ya estaba alto el sol, cuando despertaban los que durmieron la borrachera en el césped de la plaza y las alegres guasas de los más madrugadores, hacían reír a todos los que iban llegando al lugar.

         Josmaría y Gaspar, ambos durmientes de la plaza, sumergían la cabeza en la fuente, dentro de la que caía en cascada el agua fresca que emergía del acueducto, traída quien sabe de donde, por aquella maravilla de la ingeniería aymará, tratando de espantar la modorra que la borrachera les dejara, cuando ruidosamente se acercaba Huayna, llamándoles para comparecer ante el cacique y curaca del pueblo y huno del territorio, que no era otro que su propio abuelo paterno.

         Antes de visitar al anciano cacique, como disponían de tiempo suficiente, quisieron conocer el pueblo y guiados por su anfitrión, recorrieron las distintas veredas llenas de recovecos para sortear las construcciones que no aparentaban orden de ninguna especie. Las enormes casas familiares, donde moraban familias numerosísimas constituidas por varias generaciones, se entremezclaban con los edificios de carácter colectivo, como la cede del Ayllu,
la casa ceremonial y colosales monumentos. Por un lado del pueblo se veía la mole del acueducto que se perdía más allá de los bosques aledaños.

         Los viajeros, no salían de su asombro, al ver tanta maravilla, en aquellas montañas tan alejadas del resto del mundo.

         Terminada la recorrida, ingresaron a la cede del Ayllu, donde su jefe el cacique y curaca, los recibiría.

         El curaca, anciano de noble estirpe, gobernaba con firmeza su pueblo y su territorio, mientras que una cohorte de funcionarios, desplegaban una febril actividad en la organización de la mita, los chamanes disponían los distintos oficios ceremoniales y los jefes militares organizaban la defensa del pueblo y su región de la posible irrupción de los invasores. En medio de aquella barahúnda, el anciano curaca, parecía multiplicarse para intervenir, aconsejar u ordenar a sus jefes y funcionarios.

         A pesar de su gran actividad, inmediatamente vio entrar a los visitantes, abandonó sus tareas, para recibirles, acompañado de sus jefes militar y religioso.

         El saludo fue frío por parte de los anfitriones, presagiando un difícil entendimiento. Después de los saludos de rigor, que los viajeros ya conocían tan bien, les invitó a sentarse en unos palanquines de altos respaldos, que estaban ubicados en un rincón de la gran sala, recostados a la pared, frente a otros similares pero de más regia manufactura, que ocuparon el curaca y sus jerarcas. Aquella diferencia de bancos, causó en los españoles la sensación de que los aymará, querían dejar marcada la diferencia desde el primer contacto con los visitantes, expresando de esa forma, que su estirpe superior consideraba a los viajeros como inferiores, tales como trabajadores libres o tal vez siervos o esclavos y también se hacían evidentes las aprehensiones en su contra.

         Huayna no fue invitado a la reunión y los españoles tendrían que arreglárselas solos, para entender la lengua aymará y poder comunicar claramente las intenciones de su viaje. Con muchas dificultades al principio, poco a poco fue haciéndose más fluida la charla, poniendo muy buena disposición y esfuerzo de ambas partes. Las pocas palabras que los españoles comprendían y podían pronunciar en la lengua de sus anfitriones, sirvieron para poco a poco, ir rompiendo la frialdad inicial.

         Diestramente Josmaría, omitió el motivo fundamental de la expedición, expresando que él y sus compañeros españoles, querían asentarse en algunos terrenos de aquellas regiones, para establecer plantíos de distintas especies de frutos y legumbres traídas de su patria y algunos desarrollar sus habilidades en distintos oficios que profesaban, remarcando la voluntad de paz que los animaba.

         De tal forma se fue desarrollando la entrevista, que al poco tiempo la hábil locuacidad de Josmaría, con un muy reducido lenguaje, fue ganándose la confianza del curaca, aunque sus acompañantes siguieran con el seño adusto, interponiendo en muy contadas ocasiones, sus muy escuetas razones.

         Finalmente el curaca, les comunicó que accedía complacido a que permanecieran en su pueblo el tiempo que desearan y si querían instalarse, habrían tierras feraces para explotar y espacio suficiente para construir sus casas, con la única exigencia de aceptar la mita como forma organizativa del trabajo comunitario, obligándose a la obediencia de las leyes tribales.

         Josmaría y Gaspar, agradecieron la muestra de confianza que les había dispensado el curaca y le prometieron que tendrían muy en cuenta lo conversado, para el momento que decidieran con sus demás compañeros de expedición, el camino a seguir, asegurándole que no traicionarían su buena voluntad.

         Después de despedirse, se reunieron nuevamente con Huayna, para comentar los resultados de la entrevista.

         Josmaría resolvió establecer un campamento con todos sus hombres en un bosquecillo de las afueras del pueblo, muy cerca del camino que se alejaba hacia el oriente, adentrándose en lo más profundo de los valles. Después de establecido el campamento, conferenciaría con los expedicionarios para que cada uno fuera pensando en la actitud a tomar y el camino a seguir.

         Aquel campamento, sería el último que establecerían con todo el contingente de la expedición.

         A los pocos días de haber acampado en las afueras de Chaqui, Vaimaca, Zapicán y los otros tres guaraní, pidieron permiso al padri, para regresar a su tribu, cerca de La Asunción, explicándole que según averiguaran con los cazadores aymará, muy cerca del pueblo, siguiendo el camino a cuya vera acampaban, estaban las nacientes del río Pilcomaio y si seguían su corriente, después de sortear los rápidos y despeñaderos torrentosos, que encontrarían en los desfiladeros por los que atravesaba las montañas, llegarían a la tierra de sus amigos coya y en pocos días más, la mansa y caudalosa corriente los llevaría hasta La Asunción.

         Josmaría no negó su permiso, pero quiso asegurarse de la veracidad de las averiguaciones realizadas, organizando una pequeña partida de exploración, compuesta por los cinco guaraníes, Tabobá, El Portugués y cuatro hombres más, habiendo invitado a Huayna para que les acompañara e incluyera dos guías aymará.

         Temprano por la mañana, aprovechando el airecillo fresco que bajaba de las altas cumbres, se pusieron en marcha los quince hombres, españoles y guaraníes, montados en buenos caballos, los aymará confiaban más, en sus fuertes piernas, llegando al promediar la tarde al agreste lugar por donde serpenteaba la corriente torrentosa, sobre la cual se extendía un cómodo y seguro puente colgante. Como aparentaba ser menos abrupta la ribera oriental, atravesaron el puente para seguir la corriente en busca de algún lugar que les permitiera acercarse lo más posible al cauce.

         Los guías, que conocían perfectamente la región, los condujeron a un lugar donde la corriente discurría sobre un fondo de pedruscos atravesando un prado con algunos frondosos árboles, que ofrecía un buen abrigo para pernoctar. Como ya caía la noche, allí mismo establecieron el campamento y encendieron una buena hoguera, en la que al poco rato se doraba un pecarí despidiendo un apetitoso aroma, que aseguraba una muy buera comida.

         A la mañana siguiente, continuaron su exploración, cabalgando varias leguas, percibiendo como la corriente se ensanchaba por la cantidad de pequeños arroyuelos y torrentes que tributaban sus espumosas aguas, venidas de las cumbres heladas que el sol veraniego derretía.

         Los guías aymará, aseguraron a Josmaría que aquel torrente, se convertía realmente en el gran río que atravesaba el territorio coya y después de muchas lunas pasaba por tierras guaraní.

         Al regresar, tranquilo por la decisión de permitir el regreso por aquella vía a sus compañeros guaraní, se abocaron a ayudarles a preparar la travesía. Establecieron un campamento en el prado donde pernoctaran a la orilla del torrente, donde tenían buena madera para construir unas buenas piraguas, fuertes y livianas para enfrentar las peligrosas aguas de los desfiladeros y si fuera necesario, cargarlas por la ribera, para sortear alguna cascada.

         En menos de una semana, estaban listas dos piraguas y una balsa en la que cargarían las vituallas y comida, formando un pequeño, pero seguro convoy, con el que emprenderían el arriesgado regreso.

         El día de la partida, fue un día de fiesta, todos los demás compañeros de expedición que permanecerían en Chaqui, fueron a despedir a los guaraníes y  encargar recados, para las gentes de La Asunción.

         Tabobá, con un dejo de tristeza despidió a sus amigos, pidiéndoles que portaran sus saludos y respeto a su padre el cacique Caupolicán, que le aseguraran de su fidelidad y cariño, y que volvería pronto. Josmaría les pidió que les llevaran las noticias de la expedición y un cordial saludo a sus caros amigos de La Asunción, el ebanista Juan María Rodríguez y Quinteros y el Capitán don Gustavo Sotomayor y Quesada. Y de esa forma, todos los demás enviaron saludos y noticias para sus vecinos y compañeros de La Asunción.

         Cuando en un recodo del poco caudaloso torrente, se perdieron de la vista, todo el contingente que fueran a despedirles, emprendieron el regreso a Chaqui.





























Capítulo VII


El criador de cúntur

         Vueltos al campamento, los expedicionarios decididos a pasar algunas semanas en Chaqui, se dedicaron a distintos quehaceres. Aún eximidos de la mita, porque todavía eran considerados huéspedes, disponían de todo el tiempo para explorar los intrincados rincones del pueblo y trabar conocimiento con sus pobladores.

         Josmaría, siempre guiado por Huayna, visitó todos los monumentos y grandes edificios colectivos, para luego recorrer las afueras, maravillándose con las técnicas agrarias del los aymará, como también de un sin fin de actividades artesanales, que protegidos en grandes tinglados de techo de paja, llevaban a cabo.

         Los orfebres producían preciosas piezas  de oro fundido, repujado o martilleado y Josmaría se maravillaba de tanta belleza. Habían pectorales de filigrana, poporos de fundición con trabajadas tramas de repujado, brazaletes y tobilleras con pequeñísimos dijes en sartas enhebradas en finos hilos del mismo metal, tiaras y un sin fin de adornos a cual más regio. Los plateros, presentaban delicados vasos de plata, hermosamente labrados, jarras y cuencos de la más elegante y delicada forma, cuchillos ceremoniales con bellas figuras de pedrería y oro, además de muchas pequeñas piezas de fina manufactura.

         Los hilanderos, de sus telares, obtenían bellas telas con los finos hilos de lana de vicuña. Las telas de apretada urdimbre presentaban diseños de animales estilizados, figuras geométricas y distintas representaciones ceremoniales.

         En el taller de los alfareros, habían un sinnúmero de vasijas, cuencos, ánforas y pequeñas esculturas de fina cerámica. Diestros en el manejo de la cerámica y de los colores, destacaban las piezas talladas en bajorrelieve y pintadas con distintos tonos de ocre y rojo con algunos toques de negro.

         En cestería, destacaba la gran variedad de canastillas, cestos y otras piezas elaboradas con flexibles tallos descortezados y juncos entretejidos, pintados con distintos colores.

         También, aunque en menor escala, habían artesanos que trabajaban pequeñas piezas en madera, generalmente con forma humana, con cabezas coronadas por elaborados adornos. Escultores que tallaban la piedra a punta de pica y cincel y otros que se dedicaban a pulir las pequeñas piedras de colores, donde predominaban los cuarzos de colores violáceos y las amatistas multicolores, con las que se elaborarían adornos o se engarzarían en pectorales y tiaras, formando una bella combinación con el oro.

         En las faldas de las altas cumbres, formando grandes terrazas, los agricultores, cultivaban el maíz, la cebada, la quina, la coca y la papa. Habían desarrollado una red de canales de regadío, que les aseguraba el agua suficiente para sus cultivos. Los canales recogían el agua que bajaba de las cumbres heladas y zigzagueando recorrían los distintos escalones.

         Todos trabajaban con ahínco, siendo su producto distribuido, para consumo de la comunidad, por el ayllu y los excedentes para comercializar con los ayllu vecinos, o con otros pueblos más lejanos. A pesar de la muerte del Inca, las tierras del soberano y las tierras de Inti, también eran cultivadas, aunque su producto, al no tener su legítimo dueño, también se distribuían como los del ayllu.

         La vista de tantas maravillas, principalmente las de oro, avivó en sus mentes el original propósito de la expedición. Josmaría pidió a Huayna, lo llevara a visitar alguna mina del precioso metal.

         Después que Huayna, obtuvo el correspondiente permiso del curaca, una madrugada muy temprano, partieron junto a un gran contingente de mineros nativos, hacia un profundo desfiladero, donde en la fina corriente del torrente por el cual discurría, empleando grandes cuencos chatos, los buscadores de oro lavaban las arenas aluviales, obteniendo las partículas que luego serían fundidas. No era la única forma de obtener el metal, dado que también, explotaban canteras de cuarzo donde abundaban las veta de oro, de cobre y de plata. Josmaría no fue autorizado a visitarlas, por lo que no pudo conocer la forma de extracción.

         En una de las tantas exploraciones por las montañas, siguiendo una vereda que bordeando crestas y precipicios, trepaba hasta una alta cima, llegaron al reducto de un anciano cacique aymará, conocido como “el criador de cúntur”, que junto a su reducida tribu, había adquirido fama entre su pueblo por la habilidad que había desarrollado, para domesticar las enormes aves que surcaban los cielos por encima de las más altas cumbres.

         El anciano recibió gustoso a los visitantes, ofreciéndoles abundante comida y bebida, en una gran fiesta, organizada en su honor, en la que participaron todos los componentes de su pequeña tribu, que haciendo todo tipo de demostraciones del gozo que sentían por recibirles, les ofrecieron distintos manjares y atenciones.

         Una grácil  doncella, que se encargaba, entre otras, de servir los distintos manjares, no paraba de tener finas atenciones con Gaspar de Ávila, aquel mozo curtido por la intemperie, distinto de los aymará, pero bello a los ojos de la niña. Atenciones que no pasaron desapercibidas para el cacique, quien después de una larga observación, invitó a la joven a ocupar un lugar en la gran manta de pieles de vicuña, frente a Gaspar.

         En la sencillez de aquella casa familiar, ante tan finas atenciones, Gaspar halagado visiblemente, le dirigió algunas entrecortadas frases a la niña, quien con las mejillas arreboladas, contestaba prestamente, naciendo un animado diálogo entre ambos. Terminada la comida, la niña demostrando gran regocijo, tomó la mano de Gaspar, invitándolo a acompañarla.

         El español no estaba seguro de la actitud a tomar, por lo que se dejó llevar por la bella aymará. Alegremente, brincando entre las rocas, la niña conducía a Gaspar hacia la cima, una meseta de piedra negra en cuyo borde occidental se elevaba un túmulo de piedras y un enorme tinglado de madera entrecruzada, con raros avíos y unos enormes nidos hechos de piedras y ramas, donde anidaban varios pichones de cúntur, mientras que por encima volaban mansamente varias enormes aves y otras posaban con sus enormes patas en las peñas de la cresta.

         Allí, en aquella meseta, en la lejana época de su juventud, el cacique había creado su vínculo con las grandes aves y toda su familia compartía con los cúntur de la crianza de los polluelos. Eran voraces y devoraban todo lo que se le acercara al enorme pico, fuera traído por sus progenitores o por sus amigos, los aymará de aquella tribu.

 Los cúntur, con sus alas extendidas podían amparar a todos los habitantes de la tribu, y de alguna forma lo hacían, porque la fama que habían obtenido por la extraña amistad con aquellas aves, además de conocérseles como los criadores de cúntur, el guaranga de aquel territorio aymará, los exoneró del cultivo de las tierras del Inca y de Inti, permitiéndoles encargarse a pleno de la crianza de los enormes pichones. Aquella exoneración fue avalada, gracias a la intervención del huno del pueblo aymará del Antisuyo por el Inca Huayna Cápac y reconocida por todos los confines del imperio.

         Hannan, enseñaba a Gaspar, como alimentaban a los pichones y como las grandes aves, permitían acercarse a ellas y hasta se dejaban acariciar el áspero plumaje. Con cuanta docilidad aceptaban compartir el cuidado de los pichones y como pacientemente aguardaban que despejaran el reducido espacio en los bordes de los nidos, para posarse suavemente a pesar de su enorme envergadura.

         Era una relación increíble, puesto que la presencia de los enormes cóndores, causaba una sensación de temor, por la imponencia de sus garras y ganchudos picos, que sin ningún esfuerzo desmembrarían en pocos minutos a un hombre, por grande que fuera. Pero después del primer contacto, se podía apreciar que la mirada, desmedidamente aguda pero con cierto dejo de dulzura, infundía confianza. La leve inclinación de su descomunal cabeza, para mirar a los nativos, parecía acentuar la mutua intimidad.
        
         Después de mostrarle todos los nidos y demás medios con que se valían para cuidar los pichones, Hannan cogió la mano de Gaspar para iniciar el descenso de la cima, deteniéndose a medio camino, en una terraza cubierta de hierba. La vista era maravillosa, perdiéndose la mirada en aquella sinfonía de suaves colores que se deslizaban de valle en valle, de distintos tonos de verde y  ocre, coronados por blancos picos nevados y surcados por profundos desfiladeros, con los cabellos mecidos por la suave y olorosa brisa, se sentían invitados a gozar de aquella paz y belleza y sin mediar palabras se sentaron en el mullido suelo.

         Sumidos en la magia de la montaña, permanecieron mucho tiempo sin articular palabra, tiempo que no podía medirse, porque solo transcurría. Hannan, tomándole ambas manos acercó su rostro al de Gaspar para rozar varias veces sus narices, en una caricia totalmente desconocida para el español, pero suficiente para transportarlo a través de los años transcurridos desde su salida de la Extremadura natal, a momentos de amor y pasión vividos con hermosas mozas de su ciudad. La pasión hizo eclosión y aquel tímido roce de sus narices, podía transformarse en el desborde apasionado de todos aquellos años de deseos contenidos, pero la niña con la misma ternura e inocencia de su caricia, se incorporó manteniendo las manos unidas como en una invitación a que también Gaspar se parara.

         Gaspar tuvo un primer intentó de abrazar a la joven y dar rienda suelta a sus reconcentrados deseos, pero aquella actitud de inocencia fue el freno que impidió el desenlace apetecido.

         Para Hannan, no pasó desapercibida la pasión que había desatado en el joven y tuvo la certeza que aquel extranjero era su hombre.

         Tomados de la mano, lentamente siguieron el descenso y ya cuado caía la noche entraron al pequeño reducto de la tribu. Gaspar acompañó a la niña hasta la casa familiar y después de saludar, junto a Josmaría y Huayna, lentamente, volviendo la cabeza a cada pocos pasos, tomó el rumbo del campamento. Desde el vano de la entrada, Hannan, cada vez que el joven volvía la cabeza para mirarla, le correspondía con un gracioso mohín de su nariz.

         Ambos habían comprendido que el amor había golpeado en sus corazones. Los esperaba una noche de ensueños y días de incertidumbre.

         Temprano, después del correspondiente desayuno, Gaspar  se dirigió a la montaña, con la intención de encontrarse con Hannan, pero fueron infructuosos sus esfuerzos. Por ningún rincón encontró a su enamorada y no tuvo el coraje suficiente para llegar a la casa familiar. Fue un día de espera y de ilusiones, pero sin ningún resultado.

         Por la noche, llamó a Josmaría aparte de todo el grupo, para comentarle su aventura de la tarde anterior y pedirle consejo, ya que se sentía inseguro, por la diferencia de raza y cultura y no atinaba con la actitud conveniente a seguir, pero no tenía duda de lo que sentía en su corazón, por la joven aymará.

         Josmaría le prometió que hablaría con Huayna, francamente, de todo lo que les había acontecido e indagaría sobre cual sería la actitud de la tribu.

         Huayna, le dijo a Josmaría que su pueblo estaba en franca oposición a los invasores y dispuestos a presentarles batalla si pretendían sojuzgarlos, pero que ellos habían llegado y habían sido recibidos en paz y los consideraban sus amigos, pero nunca habían tendido ocasión de juzgar un caso como el que se le planteaba, agregando que el amor y la unión siempre la decidieron únicamente los dos enamorados, que sus tribus solamente velaban por la felicidad total de sus familias, aunque no podía decir cual sería la decisión del cacique criador de cúntur.

         Con aquellas informaciones, en lugar de tranquilizar al pobre Gaspar, lo sumieron en un mar de dudas y después de cavilar un rato, decididamente se dirigió a la cima del cúntur.
        
         Sin pensar en lo que debía hacer o decir, trepó hasta el asiento de la tribu del criador de cúntur, plantándose ante el vano de la entrada de la casa familiar. Cuando se devanaba los sesos pensando en que hacer, apareció el anciano cacique, que le invitó a traspasar el umbral. En aquel momento habían más de quince personas en la enorme habitación principal, entre hombres y mujeres, de todas las edades, ancianos, adultos, jóvenes y  niños.

         Gaspar, en medio de toda aquella gente no sabía que hacer, pero sin mediar ninguna palabra el cacique se dirigió a Hannan y tomándole de la mano la condujo hasta frente al joven. La niña, parándose en la punta de sus pies, con un gracioso mohín, rozó un par de veces su nariz con la de Gaspar y tomándole de la mano en silencio, haciendo una leve inclinación con la cabeza, como dirigiéndose al cacique, arrastró al  desconcertado joven hacia el exterior.

         Fue un día inolvidable para ambos, no sintieron cansancio, ni hambre ni sed, parecían libres y únicos en la inmensidad de aquellas montañas. No hubieron senderos por los alrededores, que aquel día no conocieran sus livianos pasos, ni prados que no les hubieran recibido en el abrazo perfumado de sus pastos. El desborde de amor, de caricias, de palabras dulces como la miel, ocuparon todo el tiempo y el espacio. Hannan y Gaspar no cabían en sí del gozo que sentían por cada momento que vivían y recién se percataron de lo leve que había transcurrido el tiempo, cuando el sol declinaba por sobre las cumbres del poniente. Fue cuando tomados de la mano regresaron al pequeño reducto.

         Gaspar, al percatarse de que habían faltado un día completo, recién tomó conciencia de lo grave que podía resultar aquella desatinada ausencia  y con verdadera aprehensión se acercó al grupo que formaban ante la entrada de la casa, los familiares de la niña. Contrariamente Hannan, desprendiéndose de su mano, con gracia y henchida de alegría, corrió a refugiarse entre los brazos de una joven, esbelta y bella, su madre, quien la cubrió de caricias.

         Acto seguido, todos empezaron a tomar un lugar sobre las enormes mantas de piel, extendidas en el césped, momento en que Hannan aprovechó para tomar nuevamente de la mano a Gaspar, para invitarlo a sentarse a su lado. La niña no renunciaba a dedicar sus caricias a Gaspar, haciéndolo con  amor y naturalidad, ante la aprobadora mirada de toda su familia.

         El joven, sin articular ninguna palabra, para intervenir en la animada charla familiar, observaba y dejaba hacer a su amada, quién abandonaba sus caricias y muestras de amor, solamente para ofrecerle el mejor trozo de carne asada o la mejor porción de cada manjar.

         Cuando la comida tocaba el final, un mozo joven, apenas un poco mayor que Hannan, se puso de pie y dirigiéndose a Gaspar le invitó a que lo siguiera. En una pequeña construcción de piedras y techo de paja, cuya entrada daba casi frente por frente con la casa familiar, se detuvieron y después de un momento de indecisión, Topa, el joven aymará, le dijo a Gaspar que su hermana, la ñusta Hannan, y su tribu se sentirían muy honrados si aceptaba pernoctar en su casa y que habían preparado su lecho en aquel albergue. Gaspar no salía de su asombro, con muy pocas palabras agradeció la bienvenida y dijo que también se sentía muy honrado por compartir una habitación de su familia.

         La habitación, espaciosa, iluminada por la llama que se elevaba desde el pabilo en el centro de un cuenco de arcilla lleno de grasa de vicuña, ofrecía un confortable lecho, formado con varias mantas de abrigada lana, que aseguraba un muy apacible descanso.

         Después de tantas muestras de amabilidad y simpatía que todos los integrantes de aquella familia de montañeses aymará, le dedicaran, Gaspar de Ávila se decidió a entablar un dialogo más amplio con el hermano de Hannan, pero el joven silenciosamente ya había desaparecido.

         Fue una noche de sueño inquieto y cargado de sobresaltos. Al mínimo ruido, Gaspar despertaba sobresaltado, esperando que fuera su amada, en una furtiva visita para consumar aquel inmenso amor que habían descubierto. Pero la aparición de los primeros claros, convenció al enamorado que esa noche, su amor aún no sería completo, y cayó en profundo sueño, perturbado recién, cuando el hermano de Hannan, lo despertó ruidosa y alegremente, notando que el sol ya estaba alto en el cielo.

         Fue un despertar hermoso, a los pocos pasos de la entrada de la casa que le sirviera de albergue, se dibujaba la silueta de Hannan, coronada por los rayos del sol que arrancaba destellos de su azabache cabellera, que con su sin par sonrisa de bienvenida, le esperaba con ambas manos extendidas.

         Un cortejo de niñas, la cubrían con una lluvia de olorosos pétalos y entre nerviosas sonrisas se acercó a acariciar a Gaspar y decirle que su abuelo el cacique Huacac, Criador de Cúntur, le convocaba a la casa ceremonial, después que tomara sus alimentos, porque quería conferenciar con él. Era el momento temido por Gaspar, enfrentar la realidad de aquella extraña relación y saber cual sería el posible futuro del recién nacido amor.

         La abundante comida que le fue ofrecida por la madre y hermanas de Hannan y las finas atenciones que con el tuvieran, no fueron suficientes para olvidar el temor por el momento que le esperaba, frente a frente con el anciano.

         La casa ceremonial, sencilla como toda la pequeña aldea, casi carente de muebles, aparte de las múltiples pieles extendidas en el centro de la sala circular, transmitía cierta paz y tranquilidad. Gaspar fue acompañado hasta la entrada por Hannan, su madre y hermanas, y allí lo dejaron, después de indicarle que entrara.

         La sala estaba vacía, y por un tiempo que le pareció interminable, nadie apareció. Al fin, de la semiobscuridad del fondo, surgió lentamente el anciano, llegado quizá por una entrada que quedaba oculta a la vista del joven.

         Con mucha parcimonia, se sentó en el centro e invitó a Gaspar a sentarse a su frente. Cohibido por el encuentro, de él, un pobre aventurero de una lejana tierra, con aquel venerable anciano, jefe máximo de su pueblo, que le convocaba para hablar, seguramente, del amor que había surgido ante los ojos de toda la tribu, entre su nieta y él.

         El noble anciano, fue directamente al asunto que había motivado la convocatoria. Con voz pausada, suave, mirando a los ojos del joven, dijo:
-“Gaspar de Ávila, has llegado a mi pueblo en son de paz y en paz te hemos recibido, has compartido nuestra comida y nuestra bebida, por tu llaneza, en pocos días hemos aprendido a quererte como un nuevo hijo, no has despertado la desconfianza ni el repudio entre mi familia, tu presencia es vista con alegría y regocijo y eres bienvenido. Has despertado en el corazón de mi amada nieta, hija mayor de mi hijo mayor, la ñusta Hannan, un profundo amor y vos también pareces amarla. Nuestra humilde familia, nunca pensó acoger en su seno a un extranjero, porque hace muy poco tiempo que llegaron a nuestra tierra, sembrando el horror entre nuestros hermanos y no conocíamos otros. Pero vos y tus amigos demostraron ser distintos y merecer nuestra consideración y hoy estamos enfrentados por este dilema, sin saber cual será la mejor forma de mantener la felicidad de Hannan, que es la felicidad de toda la familia. Solamente te diré que como fuiste acogido en nuestra casa, serás acogido en nuestra familia, quedando en Hannan y tú la decisión sobre vuestras vidas y como deben alcanzar la felicidad. Si Hannan y tú quieren que te sumes a nuestra familia serás bienvenido, pero si quieren lo contrario, seguirás siendo bienvenido a nuestra casa. Piensa que Viracocha, nos creó por amor y que cuando no fuimos dignos de su casa nos exterminó, para luego con inmenso amor, amasando una piedra nos volvió a crear, enseñándonos todos los oficios y las artes que nos llevaran a la felicidad, para que junto con la tierra y el cielo, los valles y las montañas, los animales y las plantas, amándonos y respetándonos todos, amáramos y respetáramos su presencia, en paz y armonía. El amor es una decisión de adultos y Hannan y vos, lo son, en vuestras manos está vuestro destino y yo los amparo y los protejo”.

         Gaspar no supo articular una sola palabra y el anciano, apoyando sus manos en los hombros del joven, con aquella profunda y dulce vos, simplemente le dijo: “ve y háblale a Hannan y resuelvan lo que vuestros corazones quieren hacer”.

         Lentamente se puso de pie y desapareció en la penumbra del fondo de la sala, tal como había llegado, mientras Gaspar permanecía sentado en la manta sin salir de su asombro y anonadado por el peso de la carga que las palabras del anciano cacique había dejado en su espíritu.

         No podría precisar el tiempo que permaneció inmóvil en el centro de la estancia, hasta que los leves pasos de Hannan lo sacaron de su ensimismamiento. No articuló ninguna palabra, pero amorosamente le tomó la mano ayudándolo a ponerse de pie y juntos salieron. La pequeña aldea ya vivía su ajetreo normal y los dos jóvenes, guiados por Hannan, siguieron una vereda que los llevó a la cornisa donde descubrieron el amor.

         Cuando Gaspar, después del profundo silencio que los acompañó durante el largo camino, intentó articular algunas palabras para referirle a Hannan, lo ocurrido en el encuentro con su abuelo, ella tiernamente le posó un dedo sobre los labios, como invitándolo a no romper la magia de aquel momento, reclinándose en el césped, mientras con una leve señal le indicaba que él, lo hiciera a su lado.

         Reclinados, sus jóvenes cuerpos rozándose, no eran necesarias las palabras. Gaspar lo comprendió de esa forma y suavemente acarició la negra cabellera que en cascada caía sobre los hombros de Hannan. Ella, arrebujándose contra el joven inclinó la cabeza, como esperando la caricia en su nariz, pero Gaspar después de un breve roce de sus narices, aprisionó los labios carnosos, palpitantes, en un apasionado beso, caricia desconocida para Hannan, pero aceptada y correspondida golosamente y que supo transportarla en ramalazos de pasión, para brindarse amorosa entre los brazos que dulcemente la sostenían.

         Gaspar quería y temía, que la pasión desenfrenada los llevara a límites que no aceptaran retorno, pero dejaba aflorar el amor y la pasión incontenibles, esperando el freno que Hannan en cualquier instante interpondría. Pero la niña no interpuso resistencia y el día voló como el cúntur,  para que el ocaso, con su fresco manto tachonado de estrellas, fuera testigo mudo, de su regreso al césped, a la cornisa, al mundo...





















Capítulo VIII


El cerro de oro y plata

         Hacía alrededor de ocho semanas, que establecieran el campamento en las afueras de Chaqui. Josmaría, había conocido muchas maravillas en aquel pueblo, pero más había disfrutado de su gente, de sus historias y leyendas, de su amistad desinteresada, pero quería continuar su viaje, quería llegar al corazón de lo que había sido el gran Imperio Inca, quería llegar al Cuzco, quería ver las verdaderas maravillas que Huayna le describiera largamente y por sobre todo, quería encontrar a su primo y emprender la última etapa de su viaje por aquellas desconocidas tierras, la búsqueda de la verdadera fuente de los tesoros inca.

         Así fue que al final de aquel verano, convocó a reunión a todos sus hombres, para comunicarles la decisión de partir e intimarlos a que iniciaran los preparativos para hacerse al camino, aprontaran vituallas y víveres, y tuvieran todo pronto para salir en una semana.

         Se dio inicio a una febril actividad y en cuatro días estaba todo a punto para partir.

         Gaspar no había dejado un solo día de ir hasta la cumbre del cúntur, para reunirse con su amada y compartir con su familia días tan felices como nunca había tenido. Ni el anciano cacique, ni los padres de Hannan, ni ninguno de sus parientes, interpelaron a Gaspar por su futuro y el de la niña. Todo transcurría mansamente, siendo Gaspar un familiar más de los criadores del cúntur, cuando la decisión de Josmaría, quebrantó el ánimo del joven, quien deseaba seguir con su amigo, pero también deseaba permanecer con su amada.

         Gaspar, estaba apesadumbrado y aquel día, al llegar a la cumbre, era todo confusión, no atinaba que decir, que hacer, y Hannan percibió el dolor y la lucha que se desarrollaba en el interior de su amado. Ella y su familia, ya estaban enterados de la decisión de Josmaría y el momento temido había llegado. Amorosamente, acariciándole, le habló de la continuación de la expedición, diciéndole que él, como todos los hombres, debía continuar cumpliendo fielmente su deberes con su cacique y  guía, y con su pueblo, por lo que tendría que emprender el viaje, mientras ella ansiosa esperaría su regreso, y que aquella espera, le aseguró, sería una forma de que el amor que les unía, se volviera más sólido y a su vuelta los esperara larga vida de unión y felicidad.

         El joven no esperaba aquella forma tan simple y sencilla, en que Hannan, resolvió todas las dificultades imaginadas por la forzada separación y como aquel inmenso amor que ella le tenía, era la real inspiración que la impulsaba a tomar la decisión de apoyarlo, para continuar la expedición que le llevara hasta aquellos parajes y que aún no era cercano su final.

         El día señalado, temprano por la mañana se pusieron en marcha, bajo la mirada de un pequeño grupo de curiosos pequeños, que acostumbraban realizar sus diarios juegos en las cercanías del campamento. Fueron a despedirlos Huayna y unos veinte aymará, que habían entablado una muy buena relación con algunos viajeros.

         Fue una despedida rápida y al poco rato se perdían de la vista en un recodo de la vereda que los conduciría hacia el norte, siendo la primer parada prevista en el tambo de Potosí, que había desarrollado una población aledaña importante, por la extracción de mineral de una veta muy rica, que ocupaba una gran cantidad de nativos.

         En la segunda curva de la vereda que derivaba ligeramente hacia el poniente, en una gran explanada empalmaba el camino que ascendía hasta la cumbre del criador de cúntur. Allí esperaban su paso, Hannan y toda su familia, con gran cantidad de regalos para Gaspar y todos sus compañeros. Distintas conservas de carnes, sacos repletos de maíz y mandioca, cestos desbordantes de papas, cazuelas con conservas de frutas y frutas frescas, entre otras cosas, se apilaban en el borde de la vereda.

         Gaspar no cabía en sí por el gozo, que le causó aquella atención de la familia de su Hannan y agradecido, recibió el saludo de todos, que con muestras de grande estima, se habían acercado al camino para despedirles. Cuando le tocó despedirse de Hannan, la muchacha tomándole ambas manos y poniéndose de puntillas, simplemente rozó sus labios en un leve beso, diciéndole que con cada luna, le estaría esperando en la cornisa, que fue testigo de su amor.

         Huacac, el Criador de Cúntur, cacique de la tribu y abuelo de Hannan, apoyando su mano derecha sobre el hombro de Gaspar, le despidió asegurándole que su familia le esperaría con ansiedad.

         La congoja que reflejaba el rostro de Gaspar, al recibir el saludo de aquella gente que le consideraba, y que también él consideraba, su familia, no pasó desapercibida para sus compañeros de expedición, pero la partida se imponía. Cargaron sobre mulas y llamas las provisiones, retomando el camino nuevamente.

Si bien la distancia no era demasiada, hasta donde Josmaría pensaba establecer su siguiente campamento, por recomendación de Huayna, tomaron muchas precauciones para evitar encontrarse con contingente de soldados españoles, evitando de esa forma descubrir las entradas a los valles por donde pudieran atacar los asentamientos de las tribus aymará.

Siguieron el camino de los valles, pero no salieron directamente al camino central que discurría hacia el norte, por la falda de la montaña, sino que tomaron por una vereda que se desviaba ligeramente y luego de dar un gran rodeo retomaba el camino poco antes de llegar a Potosí, luego continuarían por otra vereda que los llevaría a las cercanías del tambo de Challapata, para recién tomar el camino central, estando tan lejos de las entradas a los valles que no serian necesarias más precauciones.

Por el enorme rodeo que tuvieron que dar, la distancia se vio duplicada y así a los cuatro días de marcha llegaron al lugar destino de su primer campamento.

No bien tuvieron a la vista el tambo del Potosí, fueron interceptados por un contingente de nativos, que les impidió continuar. Después de parlamentar con Josmaría, le condujeron al interior del tambo donde le esperaban reunidos en una pequeña estancia, cuatro fornidos caciques que sin preámbulos, le informaron que no podrían permanecer en el tambo ni en sus cercanías, porque en aquel paraje no podían entrar extranjeros, que sabían por los chasquis que enviara Huayna, que su expedición era de paz, pero en Potosí no los recibirían porque toda la población estaba ocupada en la explotación de la mina y no podían hacerles los honores que como amigos de sus hermanos se merecían.

Únicamente les ofrecían las vituallas que necesitaran y le invitaban a él y tres compañeros más, a visitar los alrededores de la mina, mientras el resto deberían continuar por la vereda y establecer el campamento en un lugar que ellos indicarían, bastante alejado del tambo.

No había posibilidad de cambiar aquella decisión, por lo que Josmaría llamó aparte a El Portugués, Juan Arcajo, Pedro Armengol García y Llanos y Tabobá, disponiendo que El Portugués se hiciera cargo del grueso del contingente y continuaran la marcha escoltados por quince nativos armados, mientras él y los otros tres visitarían la famosa mina.

Dispuestas así las cosas y comunicadas a los caciques que continuaban reunidos, inmediatamente la escolta se ocupó de guiar a los expedicionarios al lugar donde establecerían el campamento, mientras los cuatro restantes esperarían el momento de la visita prometida.

Como ya mediaba la tarde y las labores en la mina tocaban a su fin, debieron esperar hasta la mañana siguiente. Fueron alojados en una gran estancia del tambo, donde pernoctaban además, un grupo de nativos.

Muy temprano estaban en pie, prontos para partir junto a los nativos mineros.

Antes de que se hicieran al camino, el curaca del territorio y jefe del ayllu, arengó a los españoles y al guaraní, advirtiéndoles que les mostrarían los secretos del Potosí, solamente por la mediación de Huayna, nieto de su tan grande amigo el huno, curaca y  cacique de Chaqui, quien también le había pedido por ellos. No podrían tomar de la mina ninguna piedra, ni deberían decir a los invasores de su existencia. Les rogó hicieran honor a la amistad que les habían brindado sus vecinos de Chaqui y la familia del criador de cúntur, manteniendo en el máximo secreto lo que iban a conocer.

Hechas las advertencias, partieron por un ancho camino empedrado que serpenteaba por la falda de una alta lomada. El sol recién asomaba por sobre las montañas, cuando al doblar un recodo, se encontraron con un cerro de forma cónica, entronque final de la lomada, que cerraba el camino, marcando el fin del mismo.

Por la pared casi a plomo del frente del cerro, se dibujaban escalones esculpidos a punta de pica y cincel que se elevaban hasta una plataforma, a media altura, en cuyo centro se habría la boca de una galería.

Lo que a la distancia parecía un simple cerro, a medida que se acercaban y el sol caía sobre las empinadas paredes, miles destellos de refulgentes colores, revelaban que casi toda aquella mole era cuarzo, oro y principalmente plata de una pureza increíble. Nunca habrían pensado ver aquel espectáculo, sus expresiones así lo delataban.

Al pie del cerro, hacia la izquierda del truncado camino, se extendía una cornisa, hasta un precipicio inaccesible, que se perdía en la fronda a muchos pies de profundidad. Aquella cornisa daba albergue a los fogones, sobre los cuales refulgían los crisoles de fundición, a numerosos toneles y cubas apilados y canastas repletas de rocas de cuarzo, que parecían fulgurar por la cantidad de chispas de oro que contenían, enormes pilas gris pardo de galena  y en el extremo, al borde del barranco, un enorme engendro en el que se molían las rocas y más al centro, bajo el mismo cobertizo de los fogones, ordenadamente dispuestas, las herramientas, que usaban los trabajadores.

Llegaron y a partir de aquel momento, la actividad fue febril, nativos que trepaban con sus herramientas por una escalinata, mientas otros ya bajaban por la de al lado con canastas llenas de piedras, los que trabajaban en la cornisa avivaban los fogones, ponían las piedras entre las imponentes muelas para partirlas y el fragor parecía aumentar a cada instante.

Josmaría y sus compañeros, fueron invitados por su guía, un nativo, que parecía ser una especie de capataz, para subir por una de las ringleras de escalones, para entrar al corazón del cerro.

No más entrar, el espectáculo era sobrecogedor por la magnitud de la caverna, las paredes destellantes, el piso formado por rugoso cuarzo daba la sensación de pisar un suelo hecho de grandes burbujas de espuma solidificada, las enormes escaleras y plataformas de madera que llegaban hasta el techo y en las que un enjambre de mineros golpeaban las paredes con sus piquetas, haciendo desprenderse rocas, que otros se apresuraban a colocar en las cestas, que los cargadores llevarían a la plataforma, al pie del cerro.

Pedro Arcajo, decía alborozado que daría su pierna sana, por aquella riqueza, pero su posesión estaba vedada, era una de las minas más grandes, que había sido fuente de las riquezas de los emperadores inca y ahora seguía produciendo de la misma forma, como esperando que los invasores los dejaran trabajar en paz y tuvieran un nuevo Inca para llenar aquel enorme vacío que había dejado el asesinato del Inca Atahualpa.

Josmaría no paraba de reprender a Pedro Arcajo por sus expresiones, cuando otra exclamación profería el rengo, al divisar otra veta que se veía a través de la transparencia del cuarzo, y embelesado acariciaba con su mano aquellos vidriados tesoros.

Pasaron a otra corta galería que se internaba hacia el centro del cerro, llegando a otra cavidad de iguales características que la anterior, pero de menores dimensiones, de la que partían hacia distintos lados, cinco galerías que llevarían cada una, a otro mina.

No escatimaban exclamaciones de admiración y boquiabiertos recorrían el interior de aquella mole de oro y plata, de riqueza inmedible. Se oían los ruidos de los trabajadores en todas las galerías, pero no fueron invitados a continuar, advirtiendo el guía que debían regresar.

Al insistir en visitar las otras galerías, el guía, simplemente les dijo que no, porque en las otras minas moraba el Ekeko y no podían entrar extraños, no admitiendo dar más explicaciones.

Bajaron la escalinata, sin parar de comentar aquella maravilla. Al pie de la escalera los esperaba el curaca y dos mozos que les guiarían en un paseo por los alrededores, para mostrarles las peñas de cuarzo que se desperdigaban por la falda de la colina que se alejaba del cerro. Con el sol casi en sus cabezas, los destellos se veían por doquier y entre las matas de pasto se encontraban guijarros que parecían encenderse cada vez que los rayos del sol los hería. La riqueza estaba por todas partes y más de uno estuvo tentado a guardarse entre sus ropas un par de aquellos pedruscos.

Al regreso, el propio curaca les explicó todo el proceso, desde la extracción en la mina, hasta que se obtenían aquellas finas láminas de oro puro, los lingotes de plata y otros metales menores.

A la pregunta de Josmaría, sobre la prohibición de visitar las minas que accedían a la caverna central de la mina, el curaca, después de algunas vacilaciones, les dijo que en ellas, estaba la morada de Ekeko, dios de la abundancia y dueño de todas las minas y si entraban extraños podría espantarse, llevándose todos los metales al mundo de fuego de los espíritus malévolos. Con aquella escueta explicación, dio por terminada la cuestión.

Finalizada la visita y antes de tomar el camino de regreso, el curaca obsequió a cada uno de los extranjeros, un pectoral de filigrana de oro puro con incrustaciones de pedrería y una canasta llena de chucherías del mismo metal o de plata, de sin par finura, como obsequio para los expedicionarios que no habían sido invitados a conocer el cerro Potosí. Habían brazaletes, tobilleras, pequeños cuencos o vasos, pequeñas láminas repujadas, algunas de oro, otras de plata y muchas con piedras engarzadas bellamente, también pedruscos de cuarzo luciendo en su interior doradas vetas, entre otras muchas.

Cargando aquella pequeña fortuna, montaron en sus cabalgaduras y escoltados por dos aymará bien armados, tomaron la vereda que les conduciría con sus compañeros.

La vista de aquellas maravillas, hacía brillar los ojos de codicia y varios hombres quisieron volver al tambo, para intentar alzarse con algunas otras piezas, pero la firme y amenazante determinación de Josmaría, aplacó los ánimos y al poco rato ya estaban transitando el camino, hacia su próximo campamento. Josmaría les dijo que su afán era descubrir una veta y explotarla, pero no pasaba por su mente, robarle a tan buenas gentes.

Terminado el pleito, no había más que obedecer y ponerse en marcha.















Capítulo IX


El Titicaca

Les esperaba unos seis o siete días por las veredas, dando rodeos, para llegar al camino central en las inmediaciones de Challapata. No fue un viaje difícil, a pesar de que la vereda en algunas partes era muy angosta y debían transitarla en fila y un puente que se columpiaba sobre una profunda grieta por la que se deslizaba saltando un torrentoso arroyo, debieron atravesarlo uno a uno, porque parecía muy deteriorado y falto de seguridad. Al fin llegaron al camino que a poca distancia pasaba por Challapata.

Al atardecer del octavo día después de la visita a Potosí, se toparon con una población grande, pero muy silenciosa, por cuyas calles no vieron más que unos furtivos nativos, que se apuraban en desaparecer. No notaron movimientos de guerreros nativos, ni soldados españoles, pero el aspecto del pueblo no era tranquilizador, por lo que como aún no obscurecía, Josmaría dispuso continuar por el camino hasta un lugar apropiado, para establecer un campamento provisorio. Así lo hicieron y cuando caía la noche, ya estaban encendiendo grandes fogones, para prepararse una buena comida.

Antes de acostarse a descansar, Josmaría dispuso cuatro turnos de guardia, estableciendo los lugares desde donde los mismos debían vigilar. Era un campamento precario y la noche era fresca, por lo que tuvieron que desenrollar algunas mantas para abrigarse. Al poco rato, solo se oía algún que otro ronquido de los durmientes y el graznido de alguna ave nocturna.

Al amanecer, luego de un buen desayuno, Josmaría invitó a El Portugués para regresar y averiguar que pasaba en aquel pueblo, que tan extraño les había parecido la tarde anterior.

Fueron directamente al edificio que por sus características y tamaño debía ser la sede del ayllu, en la puerta los recibió un funcionario que los condujo hasta la estancia donde estaba el curaca. El anciano parecía agobiado por la preocupación y sus funcionarios no hacían ninguna tarea, permaneciendo reunidos en grupos hablando a media voz.

Luego de los saludos. presentaciones y reconocimientos, el anciano les relató, que sabía de su viaje, porque había recibido un chasqui que le trajo tales noticias desde Chaqui y otro de Potosí, pero hacía dos días que sus guerreros habían avistado muy cerca de su pueblo, un poco al poniente, al borde del camino que ellos seguían, un gran contingente de invasores fuertemente armados y vistiendo sus trajes de metal, como para entablar batalla.

Les dijo que su pequeña guarnición no estaba preparada para enfrentar a tan grande cantidad de invasores y que si los atacaban y vencían, quedaría libre el camino a los valles. Ellos estaban dispuestos a defender hasta su exterminio, aquel reducto y habían enviado chasquis, a pedir auxilio, a todos los curacas vecinos, pero aquellos refuerzos llegarían recién en cuatro o cinco días, cuando los enemigos estaban a un día de marcha.

No estaba en manos de Josmaría y sus compañeros la solución a aquel problema, pero su presencia en lugar de ayuda, sería una carga para el pueblo, por lo que decidió y comunicó al curaca, que se marcharían inmediatamente, pidiéndole que le indicara algún rodeo, para evitar encontrarse con aquella fuerza invasora.

Agradecido el anciano, les ofreció un rastreador para guiarlos por las veredas que evitarían el encuentro.

Saludaron apresuradamente al anciano y regresaron, para ponerse nuevamente en marcha, guiados por el mozo rastreador aymará. Fue un día de marcha forzada y agotadora, puesto que la vereda tenía muchas cuestas y tuvieron que atravesar una garganta, que les costó la pérdida de dos caballos, que al rodar  por el despeñadero se rompieron las patas y hubo que sacrificarlos.

Los aymará no criaban caballos, por lo que los expedicionarios contaban con los caballos que trajeran desde La Asunción, que luego de todas las pérdidas, les estaban quedando útiles solamente cuarenta y cuatro y ocho mulas o sea que les quedaban solo cinco caballos de refresco. En aquellas condiciones una jornada larga resultaba agotadora para las pobres bestias.

Por suerte, habían sido obsequiados por el curaca de Chaqui con diez llamas que aliviaban la carga de las mulas. Eran animales muy dóciles y de gran resistencia, siendo hábiles trepadores, por lo que en los caminos de montaña les resultaban de gran ayuda.

En tres días de marcha forzada, sin detenerse más que para pernoctar, podían llegar a Poopo y a partir de ese tambo ya no tendrían problemas para encontrarse con las fuerzas españolas. Más, era la esperanza que alentaba Josmaría, porque le urgía ese contacto, para averiguar sobre su primo.

Con la ayuda del rastreador aymará, recorrieron aquellos intrincados caminos empedrados que serpenteaban por entre colinas y precipicios, anchos y cómodos algunas veces, angostándose otras para convertirse en una minúscula vereda al borde de un despeñadero.

No encontraron ninguna partida de soldados, pero si la cantidad más asombrosa de cúntur, que, por cientos, surcaban lentamente aquellos cielos. Las enormes aves, parecían urgidos por encontrar alimentos. Repentinamente, parecía detenerse alguno en su vuelo, para caer a plomo con la velocidad de una flecha, para a poco reaparecer elevándose, con algún animal debatiéndose entre las enormes garras. Era una cacería colosal y los extranjeros miraban boquiabiertos aquel grandioso espectáculo.

Durante dos días, tuvieron la compañía de los cúntur, y la retirada al atardecer, pareció definitiva, puesto que al día siguiente no vieron ninguno surcando el aire.

Cuando llegaban las primeras sombras de la noche, divisaron a lo lejos un conjunto de enormes hogueras, que auguraban un gran campamento, por lo que el rastreador aymará, entendió que su trabajo había llegado a su fin y sin más demora, le anunció a Josmaría su regreso y luego de un rápido saludo regresó, emprendiendo un sostenido trote, perdiéndose abruptamente en un recodo.

Estaban llegando a Poopó, el tambo situado a la orilla del lago del mismo nombre, que se había transformado en la encrucijada más concurrida de la región, puesto que los dos caminos que pasaban por sus afueras, eran los que usaban con mayor frecuencia los soldados españoles, en sus traslados hacia el norte, fuera por el oriente o por el occidente del lago mayor de la montaña, el Titicaca, o en los traslados al sur, hacia Nuevo Toledo.

Seguramente las hogueras abrigaban algún gran ejercito conquistador, por lo que las noticias tan deseadas, podían estar a pocos pasos. Josmaría en su impaciencia, azuzó su caballo, adelantándose, seguido de cerca por Gaspar. Los vigías, al ver a los dos jinetes a galope tendido, dieron la voz de alto, aunque las señas y gritería que proferían, aseguraban que no se trataban de enemigos, por lo que las armas se mantuvieron silenciosas, aunque con cierta aprehensión por parte de los encargados de la vigilancia.

Inmediatamente, fueron conducidos ante el comandante del contingente, que no debía de bajar de cuatro mil soldados. Después de la identificación de los recién llegados, vinieron los efusivos saludos y una atropellada sarta de preguntas de Josmaría y muy pocas repuestas del soldado.

No tuvo noticias concretas de Sebastián, pero si tuvo la certeza que en poco tiempo lo encontraría. Sí se enteró que por encargo de Pizarro, Sebastián había emprendido la conquista de unos territorios de los valles  del norte y había fundado un par de ciudades, no teniendo sus informantes, más datos que darle.

A la llegada del resto de los expedicionarios, se acomodaron junto al campamento de los soldados, trabando alegres conversaciones y comiendo opíparamente, buenas carnes asadas, regadas por buen vino. Se informaron que al día siguiente, el ejercito seguiría su marcha y en unos diez o doce días llegaría a la costa del lago Titicaca, siendo en aquel momento, desconocido el rumbo que luego tomarían, aunque muchos suponían que el destino sería los alrededores de Cuzco.

Bien alimentados y con una buena ración de vino en la panza, se tumbaron en sus jergas y a poco rato, la charla fue trocada por ronquidos.

No bien hubo amanecido, Josmaría solicitó al comandante, permiso para continuar hacia el norte junto a su ejercito. Cuando el sol apenas remontaba por sobre las montañas, todo el contingente, soldados y aventureros, partió, alejándose de las entradas a los valles. Fue un verdadero alivio para los viajeros, que sus amigos aymará, estuvieran a salvo de un ataque del gran ejercito que en aquel momento acompañaban y pensaron que la aflicción del curaca de Challapata podía tocar a su fin.

Con tanta posibilidad de conversar con los soldados, el camino se hizo muy ameno para los viajeros, y las distancias aparecían disminuidas. Se enteraron del estado actual de la conquista de las desconocidas tierras, que grandes contingentes de soldados se distribuían por todo el norte del territorio de Nueva Granada, tomando efectiva posición y sometiendo a todo el gran imperio inca. Que únicamente quedaban los valles allende las montañas del este y que habían tomado conocimiento que por esos días partiría, o quizá ya estuviera en camino, un gran ejercito con el propósito de encontrar las entradas a aquellos valles y someter a algunas pocas tribus levantadas.

Este gran ejercito, se internaría en las montañas y seguramente, en pocos meses no quedaría territorio sin someter.

Aquella noticia inquietó sobremanera a los viajeros, pensando que tan buenas gentes, como era el pueblo aymará, prontamente sufrirían el horror y la ignominia del sometimiento. Gaspar de Ávila sintió rabia en su corazón, al pensar que Hannan y su familia,  que eran su propia familia, estarían a merced de aquellos soldados, ávidos de conquistas y prestos a los saqueos y peores iniquidades.

Los peligros a que se vería expuesta su dulce Hannan, fueron la tortura permanente que atenazaba su corazón y en más de una ocasión estuvo tentado a regresar a la cumbre del cúntur. El amor y su deseo lo impelían a desandar el camino, pero no tomaba la decisión con la esperanza de que aquel gran ejercito, no pudiera encontrar las entradas a los valles.

         A medida que avanzaban hacia el norte y no aparecía el ejercito que en algún momento tendrían que encontrar, la desazón de Gaspar se disipaba y trataba de distraer su atención, parloteando ya con los soldados, ya con sus compañeros de expedición, mientras transcurrían las semanas.

         En el tambo de Viacha, habían tomado el camino que discurría por el occidente del Titicaca, dejando en aquella encrucijada el camino de oriente, que si bien era más cómodo para el ejercito, les obligaría a un recorrido más largo, que les insumiría unos diez días más, para la ansiada llegada a Cuzco.

         Hacía poco más de dos meses que partieran de Chaqui, donde pasaran tan buenos tiempos y el momento tan ansiado, estaba a muy pocos días. Aquella noche pernoctarían en las afueras de Ayavirí, el tambo que al igual que Viacha, marcaba el punto de unión de los caminos de oriente y occidente, a poco del extremo norte del gran lago. En aquel lugar, el ejercito haría una parada de unos tres o cuatro días para reponer provisiones, aprovechando los acopios de las bodegas, que el destacamento allí apostado, custodiaba.

         Recompuestos los alicaídos almacenes del ejercito en marcha, ya cuando estaban prestos a partir nuevamente, llegó a oídos de Gaspar, la infausta noticia, de que el ejercito encargado de las conquistas de los valles, había pasado por aquella guarnición tomando el camino de oriente, hacía alrededor de veinte días, por lo que ya estarían cerca de Viacha o Calamarca.

La desazón de Gaspar, a partir de aquel día iría en permanente aumento, ya que por todas partes se hablaba de la enorme cantidad de soldados que habían sido destacados para aquella conquista, considerada de importancia fundamental para el afianzamiento de la ocupación.

Pero el camino continuó, los días pasaron y finalmente la capital de lo que fuera el gran Imperio Inca, estaba casi a la vista.





























Capítulo X


Qosqo

Aquella noche, se desató un vendaval de viento y agua, como anunciando la cercanía del invierno. La temperatura bajó considerablemente y hubo que echar mano a mantas y capotes para librarse de aquellos rigores. El amanecer fue gris y nubarrones de tormenta extendían su manto amenazador, mientras que los relámpagos refulgían y el trueno hacía retemblar las montañas, cayendo repentinos aguaceros, mientras el viento helado mordía como estiletes, las doloridas carnes de los viajeros.

El rigor del clima, no impidió levantar el campamento y hacerse nuevamente al camino. A media mañana, bajo una pertinaz llovizna, bordeaban el torrentoso río del que se elevaban amenazantes crestas de roca donde rompía la correntada en borbotones de espuma. El fragor de la corriente, los acompañó durante un buen trecho, hasta que el camino girando bruscamente se adentraba en la majestuosidad de piedra que se elevaba atravesando el cauce, ofreciendo a la vista la entrada de la ciudad de ensueño, de riquezas sin límite, de maravillosos monumentos, de palacios revestidos de oro, la capital del gran Imperio Inca, la ciudad que fundara el primer soberano  Manco Cápac, hacía alrededor de trescientos años.

El comandante informó a Josmaría, que no entrarían en la ciudad, sino que establecerían un campamento en el valle, a la orilla del río, donde permanecerían acantonados, hasta recibir nuevas órdenes, por lo que les recomendaba que al entrar a la ciudad, inmediatamente se pusieran en contacto con las autoridades, porque se vivían momentos muy confusos, proclives a rencillas de poder, y ellos, recién llegados, debían dejar bien claros los propósitos de su viaje, para evitarse especulaciones perjudiciales para sus intereses.

Con profundo agradecimiento, por la acogida que les dispensaron y por haberles permitido viajar junto a su ejercito, los viajeros se despidieron del comandante y Josmaría le aseguró que tendría muy en cuenta sus recomendaciones. 

Emprendieron el ascenso de la suave cuesta, que les llevaría hasta la entrada de la ciudad, mientras que el ejercito se dirigía hacia el sur bordeando el río para establecer su campamento en el valle encajonado en el entronque del Tullumayo con el gran Huatanay que serpenteaba separando la ciudad vieja de la gran urbe que se extendía hacia el sur y el poniente.

El río Huatanay recibía a poca distancia de la ciudad, hacia el sur, por el oriente las aguas del Tullumayo y por el occidente, casi enfrente, las del río Chunchul, ensanchando su cauce enormemente, que se desbordaba en un rosario de pequeños lagos, rodeado todo por las montañas, con sus morros nevados, formando un conjunto de incomparable belleza. Manco Cápac, seducido por la privilegiada naturaleza, eligió aquel valle, para erigir en su seno, la capital de su imperio.

La breve cuesta les llevaría directamente al interior de la ciudad, pero en lugar de entrar, siguiendo las indicaciones del comandante, Josmaría, condujo a su contingente hacia la amplia avenida que discurría bordeando el río para llegar directamente a la fortaleza de Sacsayhuamán en el extremo norte, donde se había establecido la gobernación española.

Aquel corto camino, a cada paso, era fuente de sorprendentes maravillas. Entre la mezcolanza de nativos y extranjeros que trajinaban por todas partes, tiendas, cobertizos, muros de piedras de enormes dimensiones, palacios de bella arquitectura y las casas bajas diseminadas por doquier ofrecían un complejo conjunto de incomparable sincronía, donde cada piedra, cada edificio, estaba en el justo lugar, sin el mínimo desentono.

Pero la gran maravilla del día, aún estaba por aparecer. Al final de la avenida, sobre un promontorio, rodeado del verde esmeralda del prado, se enclavaba la fortaleza.

La primera visión que tuvieron, fue el enorme muro de piedra, erigido de un extremo al otro del promontorio, contrastando el gris de la piedra con el esmeralda del prado y el intenso azul del cielo. Las ciclópeas piedras, encajaban tan perfectamente una con las otras, que no ofrecían un intersticio por el cual se colara una hoja del más fino papel y la junta era tan perfecta, que apenas dejaba entrever la línea que las unía. Cada uno de aquellos bloques, sobrepasaba la altura de un hombre montando su cabalgadura, ofreciendo un conjunto de tal magnificencia, como ningún otro conocido por aquellos hombres.

Entre los viajeros, habían naturales de todos los rincones de España y rebuscaban en su memoria alguna obra de tal ingeniería, como deseando un punto de referencia para comparar la maravilla, que se elevaba a su frente. En toda la tierra conocida por ellos, que no era poca, ninguno encontró recuerdos de algo semejante. La enorme mole de piedras, parecía acomodarse muellemente, en la falda montañosa, que elevaba picos nevados que hendían las algodonosas nubes y sin ninguna violencia se insertaba en el paisaje, como un componente más, surgido naturalmente en la obra magnífica de Viracocha.

El portal, tan monumental como el muro, de forma trapezoidal, contenía las dos enormes hojas de vigas de madera, tan robustas como de casi dos palmos de espesor, que serían capaz de soportar varias descargas del cañón de proa de El Intrépido.

Solamente un arcabucero cumplía la guardia en el portal, dando la sensación que la entrada era franca para cualquiera. En aquel entonces, la fortaleza acogía únicamente la gobernación de la ciudad, mientras que la soldadesca estaba albergada en el cuartel levantado en el valle, allende el río. En unas construcciones arrimadas al muro oriental, tenía su despacho el jefe de la guarnición, que con unos pocos guardias y algunos subalternos, eran la única presencia militar en el recinto.

Traspuesto el portal, el interior se veía tan magnífico como la muralla. Las construcciones de bloques de piedra, formaban una pequeña ciudad amurallada, destacando el edificio que había constituido la sede de la organización militar inca. Tomando, como pared de fondo la propia muralla, se extendía por unas dos cuadras, ofreciendo a la vista la espaciosa entrada que daba a un gran patio de armas, circundado por los albergues de las tropas, al norte y al poniente y una serie de salas al oriente y a ambos lados del acceso. Hoy, en el patio de armas, deambulaban burócratas nativos y extranjeros, mientras en los antiguos albergues de tropa, una multitud de funcionarios de la organización de la mita, trajinaban sin cesar, preparando los bandos que disponían la formación de las distintas cuadrillas, que al mando de los capataces españoles, emprenderían los distintos trabajos y obras públicas.

La mita, se cumplía tal como en el imperio inca, con la única diferencia que hoy, la dirigían los conquistadores y sus ordenes se transmitían, estampadas en hojas de papel, que blandían los capataces. Los nativos cumplían sus obligaciones, para con la comunidad, como lo hicieran en toda su historia, siendo el trabajo comunitario, tan arraigado en aquella cultura, el más poderoso aliado de los conquistadores, que les permitía controlar sin ningún esfuerzo, absolutamente a toda la población.
Las salas que completaban el perímetro del patio de armas, estaban ocupadas por funcionarios, que atendían requerimientos de la población, controlaban los productos que en sus talleres producían los orfebres, alfareros, hilanderos y otros trabajadores libres y las cosechas de agricultores y pastores. Otras atravesadas por largas tarimas, cual mostradores, que las dividían, separando los funcionarios de los pobladores que en abigarrados grupos esperaban turno, los conquistadores, con la asistencia de varios curacas, que hacían de intérpretes,  procedían a registrar a todos los trabajadores incas disponibles, que serían mandados a distintos lugares a trabajar las minas o construir carreteras.    

Hacia el frente y a la derecha, se extendían hasta muy cerca del despacho del jefe de la guarnición militar, una serie de construcciones circulares, que albergaban los despachos de los altos funcionarios y el del gobernador. Éste, en aquel momento no tenía inquilino estable. Desde el término de las luchas entre Pizarro y Almagro por el predominio de Nueva Granada, ocurrido con el proceso y muerte de este último, hacía poco más de dos años, el viejo Pizarro gobernaba desde su Ciudad de los Reyes en el valle del Rímac, manteniendo en la gobernación de la actual Cuzco a distintos lugartenientes, que se sucedieron sin ningún destaque, como meras autoridades de oropel, dependientes del vecino de enfrente, el jefe militar.

Al despacho de éste, se dirigió Josmaría, acompañado por Gaspar de Ávila, El Portugués y Juan Arcajo. El jefe militar, un hombrón de casi dos metros de alto, de mejillas bronceadas y prolijamente afeitadas, donde destacaba el imponente mostacho de puntas retorcidas, coronando la eterna sonrisa de una dentadura perfecta y recia como toda su estampa, ya advertido por uno de sus guardias de la visita, esperaba para brindarles su original recibimiento. Desplazando ágilmente su enorme humanidad, con los brazos extendidos como para recibir en fraterno abrazo a un viejo y muy querido amigo, acogió a los visitantes, estrujando uno a uno contra su pecho, con muestras de gran regocijo, exultante de simpatía y expresiones de bienvenida.

Había servido, bajo las órdenes directas, de su entrañable amigo Sebastián de Belálcazar, en la campaña que les llevara a conquistar los territorios del reino de Quito, habiéndole acompañado en la fundación de las ciudades de Santiago de Riobamba y San Francisco de Quito hacía tan solo unos cinco años y al poco tiempo de la ciudad de Popayán. En el año de mil quinientos treinta y siete, cuando el ejército de Belálcazar se dirigía a los confines del valle de Neiva, con un pequeño batallón tuvo que regresar a la Ciudad de los Reyes, para recibir el encargo de Pizarro, de hacerse cargo de la guarnición del Cuzco.

Aquel encuentro, dejó abrumado a Josmaría, que ya daba por perdidas las esperanzas de encontrar a su primo. Viendo renovadas sus ilusiones, se le desató la lengua en mil preguntas, ávido de noticias y con el pensamiento puesto en el muy cercano momento, en que abrazaría a su primo.

Desde aquel momento, la capital del imperio de los Inca, para Josmaría, pasó a un segundo plano. Su único afán era llegarse hasta la comandancia, para tener largas charlas con el jefe militar. Mientras sus compañeros, disfrutarían del ocio y de las maravillas inca.

Gaspar de Ávila, a pesar de la desazón que sentía por los supuestos peligros que estaría viviendo Hannan, en su lejana cumbre del cúntur, dedicó aquellos días para conocer en profundidad la ciudad, que para los inca, seguía llamándose Qozqo. Junto a  Tabobá, día a día, desde muy temprano, emprendían largas recorridas, encontrando maravillas a cada paso.

La más bella arquitectura desarrollada por aquel pueblo, estaba representada en sus soberbios palacios. El palacio del Inca, que había sido vivienda del soberano y toda su familia, aún conservaba vestigios de su magnificencia, a pesar de los saqueos que había sufrido. Aún quedaban varias salas de paredes revestidas con láminas de oro, columnas con complicadas tallas y filigranas del mismo metal, destacando siempre el disco radiante que representa a Inti, el dios sol, protector de la casa real, y en segundo lugar Mamaquilla, la mujer de Inti, entre profusión de figuras humanas estilizadas en posición de realizar distintas tareas y guerreros luciendo sus armas, también animales, destacándose el felino sagrado. En varias salas se conservaban distintas piezas del mobiliario real y gran cantidad de cacharros de fina cerámica de muy bonita manufactura como también estatuillas, vasos y gran variedad de adornos de oro. También las finas telas de hermosos diseños, que componían cortinados y tapices, de regia urdimbre, que por la descuidada conservación, presentaban ya, algunos desgarros y las finas tallas en nobles maderas, también testimoniaban el magnífico y exquisito gusto de sus originales habitantes.

La ciudad vieja, recostada en la margen oriental del río, con el complejo trazado de calles y plazas, realizado por el año de mil cuatrocientos treinta y ocho, bajo el gobierno de Pachacutí Inca Yupanqui, formaba la rara silueta estilizada de un felino, entre cuyas patas se encontraba el Huacaypata, lugar sagrado. En el centro del lugar sagrado se elevaba el intihuatana, y en el extremo más alejado del río, aún quedaban vestigios del promontorio que sirvió en épocas pasadas para asiento de la gran pira que se le ofrecía a Inti, quemando la víctima del sacrificio, coca y maíz, en la mayor festividad en su honor, el Inti Raymi, que se celebraba en el solsticio de invierno. Las diagonales del cuadrilátero estaban orientadas perfectamente hacia los cuatro vientos y la prolongación de los trazos del ángulo sur, marcaban el inicio de las cuatro principales carreteras hacia las cuatro regiones, Antisuyo al noreste, Qollasusyu al sureste, Cuntisuyu al suroeste y Chinchaysuyo al noroeste.

Por el puente que atravesaba el Huantanay, al inicio de la carretera hacia el Cuntisuyu, se llegaba a la ciudad nueva. Ocupando casi todo el valle circundado por el gran río y su principal tributario del sur, la ciudad nueva ofrecía entre su conglomerado de edificios, espaciosos y cuidados prados, que eran el lugar de cita para los paseos de todos los pobladores, luego de las largas jornadas de sus labores. Reuniones de paseantes que comentaban las últimas novedades recibidas de todos los confines de las tierras conquistadas, niños españoles y nativos que disfrutaban el juego de pelota, deporte arraigado entre los inca y adoptado por los conquistadores, y grupos de niñas que deambulaban sonrientes, comentando pícaras, sus sucesos, compartían el esmeralda de los pastos.

Gaspar y Tabobá, no perdían detalle de la ciudad y sus gentes, y dejaban pasar los días, disfrutando de los paseos cotidianos. Cierto día mientras entablaban un animado diálogo con un grupo de nativos mochica, excitó su curiosidad, las reticencias con que estos se refirieron a la ciudad fortificada de Machu Picchu. La mención fue casual, cuando un mozo mochica contaba de su viaje a las montañas del norte, siendo guardia real, cuando debió participar en la escolta de un grupo de la familia del Inca Atahualpa, en vísperas de su ejecución. La comitiva, emprendió una rápida huida, por la inminente toma de Qosqo, por parte de los invasores, tomando la carretera que se internaba en las altas montañas del noreste, para luego de un azaroso viaje, ocultándose permanentemente de partidas de guerreros extranjeros, llegar al destino, el refugio inaccesible de la fortaleza de Machu Picchu.

Después que el mochica refiriera la existencia de la fortaleza, trató de quitar trascendencia a la misma, aunque sus hermanos no pudieran ocultar el disgusto. Como si aquella mención fuera una felonía cometida en contra de su pueblo, con distintas argucias llevó el tema de su historia por otros derroteros, pero la llama de la curiosidad había encontrado buena yesca en Gaspar de Ávila. Presintiendo algún importante secreto, dejó pasar el tema, sin demostrar el interés despertado y se enfrascó en escuchar detalles de la rebuscada historia, que el mochica desde aquel instante improvisara. Sí, después de una prolongada charla, tuvo la especial precaución de concertar hábilmente, un futuro encuentro a solas.

Cuando Gaspar se encontró nuevamente con el ex guardia real mochica, tuvo que emplear sus mejores dotes de seductor, para arrancarle información sobre la extraña fortaleza inca. Empezó por invitarlo a dar un paseo por las afueras de la ciudad. La animada charla, centrada en los acontecimientos cotidianos de Qosqo, no hizo sospechar al nativo, sobre el motivo real de aquella cita, hasta que el español “casualmente” se detuvo sobre una explanada, que al borde del sendero, era la cima de un profundo barranco. Con un asombroso despliegue de teatralidad, le pidió que en nombre del pacarisca que habitaba en las entrañas del precipicio, asegurándose los favores de las huacas y la protección eterna de Viracocha, le contara sobre Machu Picchu, asegurándole que su interés era únicamente provocado por sus ansias de conocer todo sobre su maravilloso pueblo. Fascinado y sorprendido por las citas de su huésped, el mochica decidió contarle algunas pocas cosas.

Invocando sus dioses y antepasados, le rogó a Gaspar, que mantuviera en el más absoluto secreto todo lo que le iba  a revelar, que el refugio de los Inca, era sagrado y nunca podría ser hollado por extranjeros, por lo que todo lo que oyera, no podría ser repetido ni siquiera bajo la más cruenta tortura, a los invasores. También le aseguró que el lugar de su ubicación, no le sería revelado y que cualquier extranjero que intentara llegar a la fortaleza, sería descubierto por los vigías y ejecutado en el acto. Se extendió en un sin número de recomendaciones y previsiones para que se guardará íntimamente sus testimonios, salvaguardando a los legítimos sucesores del Inca ejecutado, para que algún día volvieran a gobernar el imperio.

Era tal la fe de aquel nativo, en que algún día sobrevendría la vuelta del Inca, que Gaspar se sintió conmovido y le prometió por aquellos dioses que él había invocado y por el suyo propio, que guardaría la más absoluta discreción sobre todo lo que le revelara.

En lo alto de la montaña, enclavada entre dos picos, en la roca excavada por los trabajadores de la mita y a unos seiscientos metros por encima del río Urubamba, accesible por una única ruta, se encontraba la secreta fortaleza, que albergaba los dignatarios Inca, que no se sometieron al yugo invasor, y desde donde, algún día, partiría el gran aluvión que barrería de la faz del imperio inca, a todo extranjero que se opusiera al legítimo mando. Junto con Vitcos, Rangaya y Vilcabamba, recientemente fundada por Manco Cápac II, Machu Picchu constituía el gran bastión de la resistencia inca a los invasores extranjeros.

El relato del mochica, exaltado por la importancia de los secretos que revelaba, se vio cargado de emoción, cada vez que recordaba los acontecimientos vividos en su visita a la fortaleza y Gaspar, ávido, no perdió una sola palabra, de aquellas revelaciones.

“No importa que camino o vereda seguimos. No importa cuantos atajos tuvimos que tomar, ni los barrancos o ríos que debimos vadear. No importan las marchas y contramarchas para evadirnos del asedio de los ejércitos invasores. Fueron días, no importan si dos o diez, o veinte. Al fin la tuvimos a nuestra vista, era hermosa, como el nido del cúntur, encajada entre dos picos. Era magnífica... era, la fortaleza del Inca. A sus pies, en el fondo del abismo, parecía perezoso el río. A su espalda, parecía más azul el cielo, al que la bruma prestaba algodones de nubes. Al frente, hacia ambos lados del final de la senda, el verde de las terrazas escalonadas hacia la cima, parecía más verde, con las motas pardas de las viviendas... Machu Picchu, que Inti te acoja como la casa real y te proteja!!!

“En el centro está la Plaza de los Templos, a su izquierda la Tumba Real y las prisiones, al frente la Gran Plaza, a la derecha el Templo de Pachamama, un poco más lejos la Casa de la Ñusta y el Intihuatana en la terraza más alta de oriente.

“El albergue real, magnífico como el palacio del Inca, aunque sencillo en su arquitectura; recio por su construcción, pero confortable. Los necesarios, pero de oro puro los palanquines, y regio el mobiliario. Cerca de trescientas, son las viviendas que albergan la guarnición y en cada terraza se erige un puesto de guardia al principio y otro al final.

“Todo el conjunto, dispuesto en distintos niveles, está enlazado por una urdimbre de escaleras talladas en la roca. Aquel día a nuestra llegada, parecían  vivas por el trajinar de tantas gentes, ansiosas por recibir más familia del Inca.

“De las viviendas, de los templos, de la plaza, de todos los rincones, convergían miles de hombres y mujeres, niños y ancianos, a dar la bienvenida a los recién llegados, a rendir honores a la familia imperial, encomendando a Viracocha e Inti su protección.

“Guerreros prestos a partir, con sus armas refulgentes al sol, formaban un cordón de escolta de honor, a nuestro paso. Luego, deseosos de saber las últimas noticias, nos requerían para indagar sobre el estado del imperio y que estaba pasando en Qosqo.

“Los saludos fraternos de la familia imperial, de los que ya estaban, acogiendo a los que llegaban. La triste noticia de la prisión de Atahualpa y la comprometida situación que vivía, a pesar de haber pagado su rescate.

“Era un dulce y a la vez amargo, reencuentro.

“Nos dirigimos todos, a la plaza de los Templos. Fue una ceremonia hermosa, se celebraba el reencuentro. Fue una ceremonia triste, se rogaba a los dioses por Atahualpa.

“Luego, cayó la noche y con ella el silencio, todos nos recluimos a descansar. Había sido una jornada dura y no habían acontecimientos para festejar.

“Gaspar de Ávila, de tu discreción, depende la vida de los sucesores del Inca y la mía propia, que daría mil veces por defender las suyas. Si puedes olvidar lo que acabo de revelar, olvídalo. Si no lo olvidas, nunca lo repitas ni intentes llegar a la fortaleza.”

Mil pensamientos bullían en la mente del español, pero su más firme propósito sería mantener el secreto que le fuera develado. Por siempre sobreviviría la duda de la existencia de la fortaleza inca, pero por su boca no saldría ni una sola palabra que pudiera dar, aunque más no fuera, una pista. El fiel guardia imperial  mochica, no sería traicionado.

Tales las revelaciones y tales las seguridades, de que el secreto, sería mantenido celosamente.

El sol declinaba, ya casi ocultándose detrás de la imponente mole del sacsayhuaman, cuando regresaban en silencio ensimismados en sus propios pensamientos.

Gran revuelo, se producía hacia el sur, varios grupos de españoles y nativos se dirigían con franco apuro hacia el acantonamiento de las fuerzas armadas del reducto. Una noticia corría por la ciudad como un reguero de pólvora encendida. Un destacamento de soldados, recién llegados de los valles del sur, de Qollasuyu, había traído como un centenar de aymará prisioneros. Se dirigían a la Ciudad de los Reyes, pernoctarían en Cuzco y luego de repostar vituallas, continuarían el camino.

A Gaspar, aquella noticia le produjo gran desasosiego, presintiendo grandes sufrimientos de su amada Hannan, que había dejado en la cumbre del cúntur. Casi corriendo llegó al descampado, donde en grupos, los prisioneros, escoltados por sus captores, esperaban sin conocer su destino. Recorría un grupo y otro, tratando de saber que había pasado en la cumbre.

Sin noticias, su zozobra parecía aumentar y cuando cabizbajo regresaba a la ciudad, escuchó que alguien lo nombraba. Del último grupo de prisioneros que recién llegaba al reducto, un nativo, a primera vista desconocido, sumamente demacrado y con rastros de gran cansancio, con un brazo vendado hasta el codo, esbozando una mueca que quería ser una sonrisa, quiso salirse del cerco de guardias para alcanzar  a Gaspar, pronunciando su nombre como si una repentina alegría le hubiera invadido.

Cuando escuchó aquella voz, sin reconocer a quien la pronunciaba por el lamentable estado que lucía, no tuvo dudas de que era la misma, que le invitara a pernoctar en la habitación que las hermanas de Hannan, prepararan especialmente para él, en la cumbre del cúntur. Era Topa, el hermano de su amada.

Regocijo y dolor se mezclaron, cuando Gaspar trasponiendo la línea de guardia, acogió entre sus brazos al prisionero. Regocijo por encontrarlo y dolor por las circunstancias del encuentro. Ni los guardias, ni las circunstancias detuvieron la andanada de preguntas, tratando de tener noticias de los sucesos y de Hannan, sus padres, sus hermanas, su familia.

El jefe de guardia, demostrando su valía como hombre, al haber presenciado aquel encuentro, inmediatamente ordenó permitir al prisionero, que bajo la responsabilidad del español, pudiera acompañarle aquella noche, comprometiéndoles a presentarse al amanecer del día siguiente para continuar el camino hacia la Ciudad de los Reyes.

Fue una noche larga, por la cantidad de acontecimientos, pero se hizo corta por la velocidad en que sucedieron.

Gaspar, flanqueado por el hermano de Hannan, en animada charla  se retiraba del acantonamiento militar, bajo la atenta mirada del guardia imperial que le contara sobre la fortaleza inca. Aquella visión, aplacó cuanta duda pudiera pervivir en su corazón, sobre la sinceridad de la promesa del extranjero. En un hombre que hablaba con tan exultante cariño, a otro de distinta raza, su corazón no podría albergar la perfidia y una palabra empeñada no sería jamás traicionada.

Se dirigieron en derechura al sacsayhuaman, donde el jefe militar dispusiera un alojamiento, para todos los integrantes de la expedición de Josmaría.

 Grande fue la alegría de los integrantes de la expedición al reconocer al acompañante de Gaspar, pero a poco, fue truncada por la congoja, al saber cual era el destino del buen aymará, que apreciaban tanto.

Horas de febril actividad esperaban a Gaspar y Josmaría. Había que obtener la libertad de Topa y para ello procurarían la influencia del jefe militar de la ciudad, que tan buena amistad había trabado con ellos. Por lo tanto, hacia su despacho se dirigieron, acompañados por el prisionero.

A esa altura, Gaspar ya conocía lo ocurrido en los valles, sabía de la gran cantidad de muertos entre los defensores de los territorios aymará, los sufrimientos a que habían sido sometidos, cuando los saqueos y el secuestro y violación de sus mujeres. De cómo Hannan y sus hermanas se salvaron ocultándose entre los nidos de los cúntur.  De la heroica defensa del bastión. De cómo el cacique Huacac Criador de Cúntur, se enfrentó sin armas, únicamente con su palabra y su firmeza, ante la horda de invasores. Como doblegó su serenidad a la barbarie. Hasta parecía, que todos los cúntur de la montaña se habían dado cita y sobrevolaban la cumbre como protegiendo sus polluelos, sus nidos y sus criadores. Fue una escena asombrosa. Toda aquella legión de enormes aves, planeando amenazadoras, mientras varias permanecían sobre los peñascos como protegiendo al cacique. Sobrecogía  el animo de la horda y  retrocedían espantados, cargando nuevamente, para retroceder en desorden cuando un cúntur, para elevarse a los cielos, iniciaba su vuelo rasante por sobre los invasores sembrando el pavor, e inmediatamente otro ocupaba el peñasco vacío.

Del sufrimiento del criador de cúntur, cuando veía a los hijos de su familia, prisioneros de los invasores, como se apagaba la luz de sus ojos como una tea consumida.

Todos aquellos sufrimientos, colmaron de congoja el corazón de Gaspar y se prometió regresar con el hermano de Hannan a la cumbre del cúntur y rescatar a su amada. Para ello aquella noche sería crucial.

La ayuda que pudiera darles el militar amigo, era fundamental. Con interés y en absoluto silencio, escuchó toda la historia de la relación de amor y amistad que unía a Gaspar con la familia del joven prisionero y de la aflicción que le embargaba por la situación que le había tocado vivir al hermano de Hannan. El sensible corazón del gigantón, se sintió sumamente conmovido y brotó el propósito de liberar al aymará aunque tuviera que mover cielo y tierra para consumarlo. Dio algunas órdenes a un subordinado para que en forma inmediata, se dirigiera al campamento militar, para solicitar en su nombre, al comandante de la tropa recién llegada, la libertad del joven.

A poco más de una hora, regresó el emisario, con noticias no muy halagüeñas. El comandante de la tropa, se negaba a complacer el pedido. Por lo tanto no había más que hacer, que ir personalmente a realizar las gestiones necesarias y hacia el reducto, a vivo paso, se dirigieron los cuatro.

Las más fuertes razones y seguridades, no fueron suficientes para convencer al militar, que deshaciéndose en disculpas con su par, seguía empecinado en la negativa y luego de un buen rato de deliberaciones, quedaron que a la hora de la partida fijada para la próxima mañana, tendría el caso resuelto, por lo que el prisionero se mantenía obligado a presentarse al amanecer, quedando bajo la responsabilidad del Jefe Militar de Cuzco.

Tal como estaba establecido, al amanecer volvieron al campamento militar y con gran pesar para todos, recibieron la infausta noticia, de que los prisioneros debían llegar todos, a la Ciudad de los Reyes, como lo había establecido el comandante de las fuerzas conquistadoras de los valles, jefe del encargado de su traslado. Una orden recibida de un superior, no podía ser incumplida, por lo tanto, era un caso cerrado.

Gaspar decidido a regresar a la cumbre del cúntur con quien consideraba integrante de su familia, había resuelto plegarse al contingente y acompañar a los prisioneros hasta su destino, para gestionar ante quien fuere y si era necesario,  rogarle al propio Pizarro, la libertad del aymará.

Decidido a correr la misma suerte que los prisioneros, Gaspar ya se aprontaba para el viaje, cuando su entrañable amigo, emocionado, con la voz quebrada, le musitó: “Olvídate de mi suerte y vuelve tú, a la cumbre del cúntur, que Hannan y tu hijo presto a llegar, te esperan y verdaderamente te necesitan”.
 
“Tu hijo presto a llegar...” Aquella revelación, llenó de gozo el corazón de Gaspar, su Hannan esperaba la llegada del fruto de su gran amor. Pero también de congoja, por la distancia que los separaba.

Los frescos pastos de la cumbre del cúntur, fueron el perfumado albergue que acogió en febrero, el desborde de su amor. En aquel septiembre que transcurría, tan solo dos meses faltaban para que su hijo llegara a compartir con Hannan el dolor de su ausencia y los peligros de las hordas invasoras.

Se atropellaban los pensamientos y la mente de Gaspar de Ávila, se transformaba en un mar de dudas, aunque su único deseo era regresar a la cumbre del cúntur, proteger a su amada y estar presente en la llegada de su hijo.

Sin pensarlo más, le prometió al prisionero que inmediatamente se pondría en camino para encontrarse con Hannan y que cuando él estuviera libre y su hijo fuerte para emprender un largo viaje, irían con su abuelo, el cacique Huacac, criador de cúntur, al lugar sagrado de la nación Aymará, el recinto ceremonial de Tiahuanaco, a agradecer a Viracocha, por haber reunido nuevamente a la familia y cumplir con el anhelo del cacique, de visitar el mayor santuario de su pueblo.

Con buenos caballos, en veinticinco o treinta días, cubriría la distancia. Pero, cuántas dificultades podría encontrar en el camino!?, encontraría caballos de recambio en los tambos?, contaría con suficiente inteligencia para encontrar los caminos y veredas adecuados?, no sería tomado prisionero o ejecutado por alguna partida inca, alzados en contra de los conquistadores? Podría ingresar a los valles en poder de sus paisanos, o le sería vedado el paso?... Dudas, peligros, todo sería superado. Al poco rato, ya se preparaba para partir.

Como ayudando a despejar las dudas, su entrañable amigo, Tabobá, único guaraní, que aún formaba parte del grupo expedicionario, se le acercó a ofrecerle su compañía y auxilio para regresar a la cumbre del cúntur. No hubieron más indecisiones y al filo del medio día, a galope tendido, ambos tomaban el camino al sur.

Antes de la precipitada partida, Josmaría, aseguró a Gaspar, que él personalmente, se ocuparía de obtener la libertad de Topa, que iría inmediatamente a la Ciudad de los Reyes y oficiaría ante quien fuere para lograrlo.

El jefe militar, entregó a Gaspar una carta, un verdadero salvoconducto, a todos los comandantes de tropas que se encontraran por su camino, con instrucciones precisas para que le brindaran su incondicional apoyo y a Josmaría, una para el propio Pizarro, encareciéndole que le fueran satisfechos todos sus requerimientos, a la vez que le informaba del parentesco del portador, con don Sebastián de Belalcázar.

Por la mañana del día siguiente, acompañado por Pedro Arcajo, Pedro Armengol García y Llanos y nueve jinetes más, Josmaría emprendía el camino al poniente. El resto de los expedicionarios, bajo el mando de El Portugués, los seguirían luego de organizarse bien, con buen acopio de vituallas, teniendo en cuenta el propósito de continuar hacia las montañas del norte, en busca de las fuentes de los tesoros inca.










Capítulo XI

El mar del Sur

Valiéndose del profundo conocimiento que había adquirido de la región, el jefe militar de Cuzco, trazó un itinerario rápido y seguro, para que en el mínimo tiempo, Josmaría y su comitiva llegaran a la Ciudad de los Reyes.

Había dividido el viaje en cuatro etapas bien definidas,  aprovechando las mejores carreteras y caminos y asegurándose buenos lugares, con seguros tambos, para pernoctar.  Aquella ruta, seguramente la misma que seguirían el contingente de soldados y sus prisioneros, les aseguraba un frecuente contacto con los mismos y una llegada a destino, casi simultanea.

A pesar de que el contingente de soldados y prisioneros, llevaban una jornada de ventaja, Josmaría pensaba darles alcance en unos cuatro o cinco días.

La recién iniciada primavera, había traído unos días de bochorno por la humedad que se apelotonaba en brumas como rodando por las laderas y un hálito cálido que soplaba desde el poniente. Con aquel tiempo, las dos primeras jornadas  fueron difíciles, el empedrado de la carretera estaba prácticamente destruido y eran pocos los tramos que se podían hacer por fuera del trazado, al ser una zona de grandes despeñaderos y altas paredes que dejaban entre sí, espacio único para la mala senda.

Tres noches, acamparon al amparo de los peñascos y cuando llegaba la cuarta, tuvieron a su vista el gran tambo de Andabuaylas. Nada mejor que una noche en buen abrigo, con una mejor comida caliente, para levantar los ánimos.

Con los primeros albores, nuevamente al camino, que a poco, tomaba una dirección franca, hacia el noroeste. Si bien los días anteriores permanentemente bajaban cuestas, a partir de allí, fueron más empinadas, siendo el descenso más evidente y el empedrado en peor estado.

Las carreteras inca, nunca habían soportado tan intenso tránsito. Eran numerosos y muy nutridos, los contingentes de soldados montados que las recorrían y los trabajos de reparación prácticamente nulos. Encontraron tramos, en los que debían desmontar y conducir a los maltrechos brutos de las bridas, evitando el peligro de despeñarse, entre los cascajos sueltos, por alguna barranca.

Seis días les costó llegar a Huantatambo, que les fue anunciado por el fulgor de varias hogueras, alrededor de las cuales encontraron a los soldados y prisioneros que les precedían. El campamento había sido establecido en un amplio terraplén, entre el camino y la pared de la montaña, frente a un pequeño conglomerado de casuchas que rodeaban una construcción más amplia, con el sello característico de la arquitectura inca, empleada en la mayoría de los miles de tambos esparcidos al borde de todas las carreteras del imperio.

Con gran alegría y muestras de sincero agradecimiento, recibió la noticia de la llegada de Josmaría y su grupo, el aymará objeto de tan precipitados cambios en la expedición que partiera de La Asunción, hacía ya dos años y medio.

Con regocijo, le contó a Josmaría, que desde el encuentro con Gaspar de Ávila, en Qosqo, él y sus hermanos, habían recibido un trato diferente por parte de sus captores y gozaban de gran libertad de movimientos. Que el sablazo que recibiera en su brazo, gracias a los cuidados del soldado médico, había cicatrizado bien y solamente le quedaba la blanquecina cicatriz.

En una larga conferencia con el comandante de la soldadesca, Josmaría consiguió que éste, escribiera un informe, para sus superiores de la Ciudad de los Reyes, que facilitara las gestiones que pensaba llevar adelante. De esa forma podría adelantarse a la llegada del prisionero y quizá esperarlo con la buena noticia de su libertad.

Antes que el contingente militar estuviera presto para reiniciar el viaje, Josmaría y los suyos cabalgaban hacia la primer parada. Habían recorrido  casi la mitad de la distancia que separaba Cuzco de la Ciudad de los Reyes y el camino ya en las estribaciones bajas de las montañas, en mejor estado, hacía más rápido el andar. Si no surgían dificultades, en una semana o poco más avistarían la flamante ciudad fundada por Pizarro como capital de Nueva Granada.

De Huantatambo a Tarmatambo, apenas les insumió cinco días. Un nuevo desvío del camino hacia el poniente y en tres, o a lo sumo, cuatro jornadas estarían frente a frente con Pizarro.

Así fue. La flamante población, con la clásica arquitectura de las ciudades españolas, los recibió en una soleada y bastante caliente tarde primaveral. Era un conjunto pequeño de viviendas y unos pocos edificios públicos, pero en cada uno se veía, la manufactura de las últimas y más sofisticadas técnicas constructivas y lujosas artesanías adornando majestuosas puertas.

Por doquier, se levantaban nuevas construcciones, delatando un avance importante. Los obreros nativos, trabajando bajo las leyes de la mita, trajinaban, acarreando piedras y vigas, mientras otros construían los muros. En los alrededores ocupando una gran parte del valle, se veían los plantíos, destacando el dorado de las espigas, casi prontas para la cosecha. Era un conjunto limpio y bellamente dispuesto, agradable a la vista, que abarcaba el verde de los prados, el dorado de las espigas y el intenso azul del mar que se confundía con el cielo a espaldas de las blancas construcciones.

Todo invitaba a gozar de aquel clima y paisaje tan agradables, pero la razón del viaje no era el ocio.

Tres días, tuvo Josmaría, de encuentros con burócratas incapaces de tomar una decisión, como incapaces de orientarle, hacia quien pudiera hacerlo. Cuando ya desesperaba por no encontrar soluciones, se le presentó la posibilidad de una audiencia, que por un muy breve tiempo, le concedería el Gobernador Pizarro. Un joven funcionario, que escuchaba atentamente, las palabras con que su jefe despedía, sin ninguna esperanza, a los recién llegados, ni lerdo y perezoso, les siguió hasta alcanzarlos y ofrecerse, para, valiéndose de la mediación de su padre, quién trabajaba bajo las directas órdenes del Gobernador, conseguir que este les recibiera. Así fue y para la media mañana del día siguiente, fue fijada la audiencia.

No fue fácil convencer, al omnímodo dueño, de Nueva Castilla, pero la carta del jefe militar de Cuzco y el parentesco de Josmaría con el Comandante Belalcázar, hicieron ceder la primera negativa y al poco rato, salía Josmaría de la Gobernación portando las órdenes precisas de liberar al prisionero, después que el responsable de su traslado, le tomara exhaustivas declaraciones sobre cantidad de alzados y sus ubicaciones.

Solamente había que esperar la llegada del contingente, para que el aymará, emprendiera su regreso, con el salvoconducto firmado por el propio Pizarro.

La principal misión de Josmaría, había llegado al mejor término. En un par de días más, el hermano de Hannan, sentiría henchirse el pecho de emoción y agradecimiento a aquellos entrañables amigos, de noble corazón, llegados de tan lejanas tierras. 

Ahora, también debía esperar la llegada del resto de sus compañeros de aventuras, mientras ocuparía ese tiempo, en averiguar sobre el actual destino de su primo.

Le esperaba una nueva desilusión, que alejaba quizá definitivamente, el encuentro con su pariente. Sebastián de Belalcázar, hacía alrededor de un año, que había viajado a España, a reclamar posesiones conquistadas y las únicas noticias obtenidas al presente, eran que había sido reconocido como Gobernador de Popayán, pero aún permanecía en la Patria, litigando ante las Cortes con los también capitanes Federmann y Jiménez de Quesada que reclamaban los mismos territorios.

Para mitigar la gran tristeza en que le sumió aquella noticia, Josmaría, deambulaba sin rumbo cierto por las playas del mar del Sur, ya entremezclándose con los marineros de los varios bajeles surtos en el joven puerto, ya con los pescadores que en pequeñas chalupas, bogaban en las mansas aguas recogiendo redes repletas.

A cuatro días, desde que Pizarro había entregado la orden de libertad, poco antes de que el sol se hundiera en el mar, llegaron los prisioneros. La entrega de la orden al jefe de la escolta y la liberación, se sucedieron en instantes. No eran necesarias más declaraciones y la alegría del aymará fue un bálsamo para la pesadumbre de Josmaría, que súbitamente contagiado por las jubilosas exclamaciones  del liberado, olvidó sus pesares y comenzó a trazar los nuevos planes para continuar con su expedición hacia El Dorado, como habían dado en llamarle los españoles, a las grandes minas de oro, aún no descubiertas.

Se embarcarían en algún bajel que remontara la costa hasta algo más al norte del reino de Quito, luego emprenderían una corta travesía por los valles de las montañas, pasando por Popayán y Neiva, para finalmente internarse en la región que según todas las noticias recogidas, estarían enclavadas las minas.

Solo había que esperar la llegada del resto, negociar las bestias y las vituallas que no necesitarían para el viaje por mar y buscar la nao en que embarcarse. Luego al desembarcar, procurarían lo necesario para el corto viaje hasta la Gobernación de Sebastián de Belalcázar, la ciudad de Popayán, donde sí, se aprovisionarían convenientemente para el tramo final.

































Capítulo XII

En la búsqueda de El Dorado

A la semana de la llegada del resto de los expedicionarios, embarcaron en un bergantín que les llevaría hasta el lugar más cercano a Popayán y seguramente en unos veinte días, habrían completado la travesía.

Los primeros días de navegación, fue de lento desplazamiento, por la calma chicha del mar. La ausencia de brisa, mantenía el velamen como escuálidos colgajos, sin ninguna utilidad. Con los buenos conocimientos sobre aquel mar, el capitán puso proa hacia mar abierto, con la intención de encontrar las corrientes que remontaban hacia el norte.

Al cuarto día, una fuerte corriente, cual caudaloso río en medio del mar, dio buen impulso al buque, bogando a buena marcha, en un derrotero que les aproximaba  a la costa, volviendo a  ver tierra firme, que se destacaba como un franja de verde intenso en el horizonte.

Los días siguientes, fueron de navegación tranquila y de varios atraques en distintos lugares de la costa, donde el bergantín debía desembarcar o cargar gentes y vituallas.

El tedioso viaje por mar, era compensado por los desembarcos que cada dos o tres días realizaban, permitiendo algunas horas de solaz en las tabernas de puerto, que habían surgido con los primeros asentamientos extranjeros, donde ofrecían mal vino, mala cerveza y peor aguardiente, aunque sirvieran para tomarse una buena borrachera.

Cuando algunas complacientes damas,  siempre prestas a la compañía, aparecían por alguno de aquellos antros, luego de alguna gresca en disputa de sus favores, algunos expedicionarios conseguían aplacar los calores de tanta abstinencia y aligerados, volvían a embarcarse, con  renovados bríos, enfrentando las nuevas jornadas con más ímpetu.

 A los veintiún días, atracaban en una rada, muy frecuentada por los navíos que hacían el viaje desde Panamá a Nuevo Toledo. Era la última escala del viaje por mar.

El pequeño puerto, daba abrigo a varios bajeles y tenía mucha actividad, siéndoles muy fácil hacerse de una buena caballada, para llegar hasta Popayán, que en derechura hacia el oriente,  estaría a unos cinco días.

En apenas dos días ya estaban prontos para la travesía. Luego de un corto tramo de praderas, se extendía un arenal, sembrado de piedras y matas espinosas, que dificultaba el paso, haciendo sentir la polvareda que se metía por boca, nariz y ojos, y en contacto con la piel transpirada, los cubría con una costra terrosa, haciendo más agobiante el calor.

El pequeño desierto terminaba en las estribaciones de la montaña, que se elevaban hacia el oriente. El ascenso no ofrecía muchas dificultades, puesto que abundaban los valles y el terreno no era muy accidentado. Más que alguna barranca y unos pocos torrentes, el resto era una pendiente casi continua hacia las alturas. Lejos se elevaban algunos picos cubiertos de blancura, pero no habría que escalarlos, sino proseguir por las gargantas que les bordeaban.

Tal como les refiriera el nativo que tuvo gran participación en la procura de caballerías y vituallas, siguiendo una senda bastante angosta, pero segura, que bordeando los cerros, les aligeraría la marcha y en poco más de seis días, estarían llegando a Popayán.

La ciudad, fundada por el primo de Josmaría, era muy pequeña, pero trasuntaba un orden y pulcritud, que no habían encontrado en las que visitaran anteriormente. Sus edificios de estilo sencillo, con paredes construidas de piedra y techos de paja, se asemejaban a los de las pequeñas ciudades inca, que habían visitado. La gran diferencia era la disposición de sus calles, que paralelas y cruzándose con las transversales en ángulo recto, asemejaban el tablero del juego de damas.

El amplio valle que la rodeaba, se recostaba hacia el norte  en la ladera de un alto cerro, que destacaba su cono nevado, y la agradable temperatura contrastaba con el tórrido arenal que días atrás habían tenido que atravesar. Era el más agradable clima que se pudiera imaginar. La suave brisa combinada, en el límpido cielo, con el sol que caía perpendicularmente, el verde del valle y la policromía de las flores silvestres, hacían de la ciudad un idílico lugar. A pesar de la latitud, entre aquellas montañas se atemperaba tan notablemente la temperatura, que en lugar de sentir el tórrido calor tropical, la ciudad lucía como un fresco vergel.

Los viajeros, no tuvieron que emplear mucho tiempo para recorrer las calles de Popayán, tampoco permanecieron más que lo imprescindible en la ciudad. Si bien el lugar invitaba al descanso, la cercanía de El Dorado, les atraía como un imán y luego de recabar los datos necesarios para emprender el siguiente tramo, se hicieron al camino, rumbo a Neiva.

Siguiendo una senda que se internaba más y más en los valles, después de atravesar un caudaloso río, viraron hacia el norte, para seguir la corriente por el lado oriental. El fragor de la correntada, les acompañaría en el resto del camino hasta la ciudad que marcaba el final del territorio conocido por la conquista española. Después, lo ignoto, lo feraz, la real aventura.

La ciudad de Neiva, era refugio de todo tipo de aventureros, buscadores de oro, fugitivos de la justicia, ladrones y jugadores, que en una mesa de dados, en pocas horas trasegaban la cosecha de pepitas y polvo de oro de muchos días de trabajoso esfuerzo. Aquella población marginal, formaba una mezcolanza pendenciera y escandalosa, convirtiendo las tabernas que se apiñaban contra un alto talud de la montaña, en lugares harto peligrosos para los habitantes más moderados.

Pero no solo maleantes habitaban Neiva. En la zona céntrica y hacia el poniente, la ciudad se extendía en ordenadas casitas, de prósperos comerciantes, que recién llegados de la Patria, habían instalado almacenes de herramientas, tiendas de telas y confecciones, una pequeña botica que exhibía sus ordenadas botellas de vidrio azul y marrón y gran variedad de probetas con sus mejunjes y polvos, un par de herrerías, un negocio de venta de arreos y otros enseres y una muy bien puesta carpintería, que les trajo añoranzas por el querido Juan María Rodríguez y Quinteros, que quedara en La Asunción.

Era una ciudad muy joven, pero denotaba prosperidad. La gran cantidad de buscadores de oro, que escarbaban las montañas buscando fortuna, la habían tomado como su proveeduría, dándole un gran movimiento de gentes y negocios. Por sus calles se cruzaban mulas cargadas de piquetas y palas, comerciantes que iban o venían de sus casas o comercios, funcionarios de la gobernación realizando sus gestiones, llamas cargadas de bultos, nativos y extranjeros, todos apurados, como si el día no les fuera suficiente, para sus labores.

Frente a la espaciosa plaza, con sus arbustos florecidos y canteros prolijamente cuidados, donde correteaban los chiquillos y paseaban algunas damas bajo sus parasoles, se levantaba una construcción amplia, la Oficina de Minas, en la que entraban y salían permanentemente gran número de hombres de todos los aspectos y trazas que registraban las parcelas de sus minas y filones, con la esperanza de encontrarse con una veta, del más puro oro.

Hacia allí se dirigieron todos los integrantes de la expedición recién llegada. Era intención de Josmaría, primeramente enterarse de cuales eran los lugares más frecuentados por los mineros, para iniciar su búsqueda en sitios más solitarios, donde la competencia no fuera tan fuerte.

En su estadía en Cuzco, había indagado con los nativos, cuales eran los asentamientos y como se podía detectar los yacimientos, ampliando mucho los conocimientos que en todo el viaje se había preocupado por adquirir, principalmente en la prolongada estadía en Chaqui, en largas charlas con Huayna y estaba convencido que su búsqueda debía iniciarse en las gargantas y desfiladeros de aluviones. Sabía que aquellas arenas que eran arrastradas por las aguas, podían llevar pepitas o piedras con vestigios de oro y que una vez descubiertas, habría que remontar las corrientes buscando las vetas de las que fueron desprendidas. Sabía que la búsqueda podía ser penosa y larga, pero a eso habían ido hasta aquellas regiones y la decisión estaba tomada desde que salieran de La Asunción.

Luego de un exhaustivo cotejo de las minas y filones denunciados y de revisar unos malos bosquejos de las montañas, que los funcionarios llamaban pomposamente los mapas, llegó a la conclusión que debían seguir la corriente del río hacia el norte, hasta encontrar un macizo montañoso en el que se destacaba el cono de un elevado cerro, como marcando el inicio de un valle angosto que se extendía hacia el oriente, para luego rodearlo en una cerrada curva y seguir un corto tramo por la vertiente norte, entre el despeñadero del cerro y unas elevaciones aplanadas. Casi al final del valle, una quebrada que lo atravesaba en parte y recibía las aguas de las laderas norte y este, en un sin fin de torrentes, fue el lugar elegido.

La decisión de Josmaría fue comunicada únicamente a El Portugués, para evitar comentarios que pudieran revelar aquellos escondidos parajes y que alguno de los muchos aventureros que pululaban por Neiva, se les adelantara. Dividiría a su gente en dos grupos, el contingente más pequeño, de unos diez o doce hombres, harían un viaje de exploración de la quebrada, mientras el resto se ocuparía de conseguir herramientas, mulas o llamas de carga, provisiones y todo lo necesario para pasar un buen tiempo en las montañas. Había que aprovechar el agradable clima y evitar toda demora, puesto que el fin de la empresa, estaba al alcance de la mano.

Con la carga imprescindible para una rápida exploración, temprano por la mañana siguiente, se pusieron en marcha. No les costó mucho ubicar el puntiagudo cerro y esa noche establecieron campamento a su pie, en la ladera este.

Al amanecer, un cielo límpido y una muy suave brisa, con el fulgor del cielo de eterna primavera, los viajeros se sintieron tonificados, optimistas y con muchos arrestos para emprender la jornada. Hicieron un frugal desayuno y nuevamente se pusieron en marcha.

Desde el lugar en que el valle rodeaba el cerro, el terreno cambiaba sustancialmente. El verde pastizal quedaba atrás y los arbustos y chaparrales se enseñoreaban del paraje. Era mucho más accidentado, que lo marcado en los mapas, profundas gargantas bajaban de aquella altísima ladera y en algunas, finas corrientes de saltarinas aguas, susurraban entre los aluviones de pedruscos y arena.

Para atravesar aquella red de quebradas, debían hacer grandes rodeos y los zarzales desgarraban las patas de las pobres cabalgaduras. A cada paso, era más inhóspito y las dificultades para continuar, se multiplicaban. El avance era penoso y lento y cuando el sol caía de lleno en sus cabezas, no atinaban con un lugar para descansar aunque fuera para tomar algún alimento. Las bestias sufrían sed, a pesar de la cercanía de los inaccesibles torrentes y urgía una parada, para reponer fuerzas.

Ya algunas bestias piafaban nerviosas y se encabritaban, cuando al fin un despeñadero, corto y poco pronunciado, los llevó a una magra corriente que discurría entre brezos y helechos, con una pequeña explanada libre de malezas, que podía albergarlos cómodamente.

Luego de repostar energías y saciar la sed, Josmaría y dos hombres más, remontaron la ladera por el curso del arroyuelo, mientras el resto bajo las órdenes de El Portugués, armaban un campamento, desbrozando zarzas a fuerza de machete y construyendo un refugio con ramas de palmas que les protegería del fresco de la noche. Aquel era el primer asentamiento de los buscadores de oro, en el más recóndito valle de Neiva. La búsqueda de Josmaría y su gente, recién comenzaba. Aquellos duros hombres, curtidos por tantas inclemencias, alegres como niños, entonaban canciones que creían olvidadas y sus roncas voces contrastaban con el tintinear de la corriente y parecían disfrutar ya de las incontables riquezas, que pensaban arrancar del vientre de aquellas montañas. Ya habían llegado “al tal Birú”, como lo dijo en un lejano día, a bordo de El Intrépido, El Portugués. La suerte estaba echada y solamente restaba encontrar el más rico filón de oro.

El ver terminado aquel mísero refugio, parecían mínimas las peripecias pasadas y desaparecieron de sus mentes, los recuerdos del corazón de fuego de la montaña, del terremoto, el ataque de los murciélagos, la pérdida de tantos compañeros, la aventura de amor de Gaspar de Ávila, el alacrán que le costara una mano a El Andaluz, o la tormenta que dejara tuerto al capitán Gustavo Sotomayor y Quesada. El pensamiento era solo ocupado por el refulgente dorado del oro, la opulencia que les daría su posesión, los honores que recibirían y finalmente la satisfecha vida que se regalarían.

Con los últimos claros del día, regresaron Josmaría y sus dos asistentes, sin novedades importantes. A cosa de una legua, ladera arriba, al pie de un salto de unos quince metros, el torrente se extendía por un llano, formando una pequeña laguna, con riberas sembradas de grava y arena, que a pesar de lo desolado del paraje, tenía una singular belleza y trasuntaba paz y sosiego. En la cima del peñasco por el que se precipitaba la corriente, la garganta se cerraba de tal forma que dificultaba el paso y las paredes cubiertas de líquenes, parecían juntarse en las alturas, dejando de cuando en cuando filtrarse algunos rayos de luz.

Para continuar, hacían falta buenas teas para alumbrar el camino, y la tarde avanzaba, por lo que lo más atinado, era regresar al campamento que El Portugués y el resto de los hombres levantaban y a la mañana siguiente con más tiempo y mejor provistos, continuar la exploración.

Mientras degustaban una sabrosa cena de conejos asados, que abundaban tanto por aquellos parajes y habían capturado con una simple trampa de ramas y cuerdas, comentaron todos los acontecimientos del día y realizaron los planes para la próxima excursión, en la que participarían la mayoría, quedando en el campamento solamente dos hombres, que se encargarían del mantenimiento y mejora del lugar, a la vez que procurarían más carne fresca.

La noche, bajo un cielo tachonado de estrellas, con una suave brisa que arrancaba susurros de los arbustos y extraños gemidos de las profundas  quebradas, entremezclados con el sonsonete de las cantarinas aguas del riacho,  transcurrió sin sobresaltos y todos gozaron de un descanso  tranquilo y reparador.

El siguiente día de exploración no aportó ningún vestigio de oro, pero la conformación del terreno y la abundancia de piedras de cuarzo, eran signos  esperanzadores y decidieron construir un buen refugio en una gran cornisa, que a pocos metros de la entrada del desfiladero, a modo de mirador natural se extendía como un balcón sobre el quebrado valle.

La pared de la montaña, que se levantaba recta desde la cornisa, a unos siete metros extendía un parapeto a modo de corto techo, para continuar hacia la cima lisa, negra, desprovista de vegetación, con la apariencia de una bruñida losa. En caso de tormenta o temporal, por aquella muralla, no caería más que agua, asegurándoles la tranquilidad de estar a cubierto de avalanchas.

El lugar no podía ser mejor, construirían un buen cobertizo para las herramientas y un espacioso refugio que pudiera albergar a los treinta y siete hombres que componían el contingente. También había espacio suficiente para un par de cabañas y un corral para las bestias. Otra gran ventaja que ofrecía aquella cornisa era una pequeña plataforma en el extremo oriental, que a modo de atalaya dominaba la entrada del valle, mientras que el resto quedaba oculto a la vista de cualquier aventurero que intentara acercarse.

No hubo necesidad de desbrozar, más que unos escuálidos arbustos, la limpieza natural de la cornisa exigía nada más que iniciar las obras. En tanto, El Portugués regresaría a Neiva, para conseguir algunos materiales de construcción y guiar el resto de los compañeros, Josmaría y los demás se dividirían, unos para continuar explorando la región y el resto para iniciar los trabajos del asentamiento.

Lo primero a explorar era la garganta, por la que se precipitaba el torrente. Armados de teas, cuerdas y piquetas de minero, emprendieron el escabroso camino, que no tuvo cambios por espacio de varias cuadras, hasta que la luz natural desapareció definitivamente. Transitaban ya, en una obscura cueva, sobre un resbaladizo conglomerado de piedras cubiertas de musgo, lamidas por la magra corriente, hasta que la débil luz de las teas, iluminó difusamente un ensanchamiento del túnel y la húmeda pared que marcaba el final del mismo. En medio de aquel pequeño recinto oval de rugosas y chorreantes paredes, una hondonada apenas más profunda que el cauce que habían seguido, recibía una lluvia permanente que caía del techo que la pobre luz no alcanzaba iluminar. Era el fin de aquella exploración, el regreso se imponía.

Los días siguientes, reunidos todos nuevamente, se dedicaron a edificar un refugio, que provisoriamente los abrigara y que luego transformarían en cobertizo de herramientas. Los trabajos se desarrollaron en forma rápida, ya que la abundancia de piedras, facilitaba la construcción de paredes adosadas al murallón de la montaña. Los troncos de altísimas palmas, fueron convertidos en vigas y sus hojas en techo, teniendo en menos de una semana un amplio reducto techado y muy confortable.

Cuando habían iniciado el acopio de materiales para continuar con las construcciones, los sorprendió una tormenta que descargó durante más de un día un torrencial aguacero, impidiéndoles todo trabajo y exploración, no pudiendo hacer otra cosa que esperar y dejar pasar el tiempo. Aquel día y medio de inactividad dejó sus frutos. El magro torrente se había transformado en caudaloso y desbordado, bajando en fragorosos saltos desde la boca de la cueva para caer en un impresionante remolino de agua, piedras y espuma, transformando totalmente la apacible y pequeña laguna.

Con la misma velocidad, que adquirió tal violencia por el desbordado caudal, se escurrieron las aguas y volvió la placidez al remanso. El espejo de agua, reflejaba en igual forma el límpido cielo y las elevadas cumbres, pero su ribera había cambiado, no estaban las mismas piedras, la arena era distinta, todo lo que habían visto el día anterior había desaparecido por la fuerza de la correntada y la misma correntada había puesto en su lugar otras piedras y la arena estaba medio cubierta por una capa de fibras pardas, quizá líquenes, arrancados de las profundas cuevas.

Josmaría empuñando una larga pica, destapaba la arena separando aquellas fibras, removía piedras y levantaba guijarros para mirarlos y remirarlos con mucha atención y parsimonia, pasando en aquella labor casi todo el día. Al mediar la tarde colgaba de su espalda un morral repleto de piedras de todos los tipos, que vació sobre una losa que se elevaba a la altura de su cintura y nuevamente empezó a manipularlos, separándolos en varios montones. Algunos, fueron partidos con una piqueta y despanzurrados formaron otra pequeña pila. Otros cuidadosamente lavados y cepillados. Finalmente sin mayores comentarios, los dejó abandonados en el lugar y se dedicó a remover algunas piedras en lo alto del peñasco. Nadie prestó mucha atención a sus búsquedas y continuaron cada uno con sus labores.

A la noche, reunidos en la cena, recién Josmaría, les comunicó sus conclusiones. El torrente había arrojado guijarros, que aparentaban trazas de oro, aunque sin molerlos adecuadamente, era difícil pronosticar si tenían algún valor y más aún si aguas arriba habría algún filón, pero valía la pena explorar nuevamente la cueva.

El primer contacto, aunque mísero, con el oro, había encendido la mirada de varios y enseguida se conformó un pequeño grupo que adecuadamente provisto, acompañaría al capitán en la exploración. Sin mucha demora, se acomodaron todos para dormir y al poco rato, además de los murmullos de la noche se escuchaba el ronquido de los durmientes.

La exploración, les aportó una buena carga de guijarros, recolectados del piso de la cueva y arrancados a piquetazo de las paredes. Algunos reflejos que arrancaban las teas de las altas paredes, les impulsó a construir unas largas escaleras, que les permitiera investigar la recóndita techumbre, en las próximas incursiones.

Las incursiones en la cueva siguieron asiduamente, mientras otro grupo exploraba una red de gargantas que se extendían hacia la ladera norte. Josmaría se turnaba, participando a veces en una, a veces en la otra y siempre su piqueta estaba presta a incrustarse en cuanta roca o peñasco que aparentara interés, se le cruzara en el camino.

Después de terminadas todas las construcciones planeadas y bien instalados, la búsqueda resultaba tediosa y después de días de frustraciones, los ceños adustos y los ánimos soliviantados, eran tierra fértil para disputas y más de una vez Josmaría había tenido que hacer respetar su calidad de jefe indiscutible. Para establecer un poco de orden, acotar los excesos y establecer obligaciones y derechos de los integrantes del grupo,  con Pedro Armengol García y Llanos, redactaron una especie de contrato, que luego de discutirlo entre todos, firmaron, algunos con rebuscadas rúbricas y  otros con la marca de las huellas del pulgar entintadas en el frasco, que Pedro Armengol guardaba celosamente junto con unas plumas y papel de prolijos renglones que heredara de su estadía en la gobernación de La Asunción. Aquel contrato, recalcaba en varias oportunidades, la calidad de jefe indiscutido, del Capitán José y María de Benalcazar, sometiendo al resto a su única autoridad, que le convertía casi, en dueño y señor de vidas y haciendas, de todo el contingente.

Si bien los que habían acompañado desde el inicio de la aventura a Josmaría, les unía una muy fuerte amistad, habían hombres que a pesar de la aparente lealtad, miraban al capitán con desconfianza y muchas veces con rencor,  y eran propensos a la desobediencia y las disputas. El contrato, al principio dio resultados, pero con el transcurrir de los días se plantearon varios problemas.

Cada ocho o diez días, un par de hombres iban a Neiva por alguna herramienta y otras necesidades. Una muy dura disputa, fue originada en uno de esos viajes. El Andaluz, fue acompañado por un mozo de unos veinticinco años, de ojos saltones y mirada huidiza, gustoso de tomarse una buena borrachera y que por lo tanto visitaría alguna taberna. Luego de hacer todas las diligencias y cuando tenían ya las dos mulas cargadas, El Andaluz, un poco a regañadientes aceptó dar una llegada a una de las tabernas, más por compañía femenina que por tragos. Aseguraron cabalgaduras y mulas y a poco rato se acodaban a la sucia barra. Ambos consiguieron sus propósitos, El Andaluz, tuvo los favores que buscaba, mientras su compañero se encharcaba con varias botas de vino.

Cuando El Andaluz apartaba la arpillera, que hacía de puerta de la trastienda, la placidez que iluminaba su rostro por la buena contraprestación obtenida por su paga, fue borrada por el espectáculo que ofrecía su compañero, completamente borracho, yéndose de la lengua ante la ávida mirada de unos fulleros. Contaba en ese instante entre carcajadas e hipos, de las supuestas vetas que habían encontrado en las quebradas del fondo del valle y que pronto pagaría en abundancia, el trago de todos, con pepitas y polvo de oro.

Buen trabajo le dio a El Andaluz, sacar de la taberna a su beodo compañero y después de llevarlo a rastras hasta afuera, tuvo que hundirle la cabeza varias veces en un tonel de agua, para aclararle las ideas. Y cuando el borrachín le dijo “manco del carajo”, una andanada de trompadas de aquel puño izquierdo, que parecían mazazos, se descargaron sobre el pendenciero, que terminó tirado cuan largo era, sobrio pero atontado por la golpiza. El mismo puño se transformó en garra, que tomándolo por el garguero lo levantó en vilo y de una patada en el trasero lo mandó de cabeza nuevamente dentro del tonel de agua.

Con la boca partida y un brazo medio dislocado, terminó su borrachera, pero su deslenguada, había dejado sumamente interesados a los pícaros, que a poco rato se aprestaban para una incursión por los parajes aludidos.

Al enterarse Josmaría, del acontecido, dispuso sin más trámite, que al culpable, no se le permitiría volver a Neiva, quedando en calidad de preso en el reducto de la cornisa, para lo que destacó a Juan Arcajo como guardia, con indicación expresa de no permitir bajo ninguna circunstancia el alejamiento del detenido, con orden de descargarle un trabucazo en las piernas si lo intentaba. Después de calmados los ánimos le formarían un consejo, que juzgaría el hecho, determinando el castigo al deslenguado borrachín y lo que harían en el futuro si se repetían hechos de tanta gravedad, que ponían en riesgo los fines de la empresa.

Aquellos hechos precipitaron algunas decisiones. La primera medida tomada, fue construir una garita en la plataforma del extremo oriental y establecer turnos de guardia permanente para vigilar la entrada del valle. La casilla, disimulada con ramas y matorrales, disponía de dos troneras, por las que se veía además de la entrada al valle, una extensa zona de quebradas, que en aquellos momentos exploraban, y a las que se podía acceder desviándose, hacia la derecha, después de entrar al zarzal  que cubría la amplia hondonada al terminar los pastos.

No sería fácil encontrar las quebradas, si no se subía un buen tramo de la ladera del cerro, al no quedar a la vista, protegidas por el zarzal, pero el incidente les aconsejaba no dejar nada librado al azar.

Tomadas aquella y otras precauciones, se reunieron con Josmaría, El Portugués, Pedro Armengol García y Llanos y Pedro Arcajo, para deliberar sobre el incidente ocurrido entre El Andaluz y el joven que aún permanecía preso.

Después de planteado el asunto, el primero en hablar fue Pedro Arcajo, que refirió el buen comportamiento del muchacho, quien parecía sinceramente arrepentido de sus acciones y decidido a enmendarse. A pesar de aquella buena disposición denunciada por Pedro, todos consideraron muy grave la falta y decidieron hacerle un interrogatorio junto a El Andaluz.

Convocados ambos, la primera reacción del mozo, fue disculparse con El Andaluz. por su falta de respeto y el exabrupto que había disparado su reacción, asegurando que aceptaba cualquier decisión que tomaran y que su comportamiento futuro no daría el más mínimo motivo de queja. Aceptó su culpa deslindando toda falta, por parte de quien justamente le propinara tan dura reprimenda. Masajeándose la quijada, le dijo a El Andaluz, con admiración, que aquella izquierda valía mucho más que una derecha, armada de una buena espada, y que se cuidaría mucho de provocar un nuevo encuentro con tal maza.

El Andaluz aceptó las disculpas con un leve movimiento de su cabeza y sonrió levemente, ante los alabos del muchacho, pero no pronunció ninguna palabra, esperando que el consejo le interrogara.

El Portugués propuso, que dada la aceptación de los cargos, se dejara en libertad al joven, manteniendo la prohibición de ir a la ciudad y que se reintegrara a sus trabajos normales. Josmaría se reservaba para el final y parecía llegado el momento. La primera reprimenda fue para El Andaluz, que permitió la entrada a la taberna y luego se extendió en aclarar muy bien los fines que los habían hecho pasar tantas penurias, durante tanto tiempo y que costara la vida a tantos compañeros, para que por la impertinencia de un borrachín pudiera ponerse en riesgo. En silencio fue escuchado y ninguno de los presentes quitó ni agregó nada a lo dicho, restando únicamente su decisión final.

La propuesta de El Portugués fue aprobada y el incidente superado. El mozo, alegre, extendió la mano a quien le propinara el correctivo por su borrachera y deslenguada, como seña de reconciliación y pedido de perdón y ante todos torneando la mano izquierda para apretarse con la que se le ofrecía, El Andaluz atrajo al joven, rodeándolo en apretado abrazo.

Volvió la tranquilidad a la cornisa y pronto se reiniciaron las tareas del día.

Aquel día, como los anteriores y como muchos más que le siguieron, no trajo ninguna magra cosecha del dorado metal. La depresión se adueñó del ánimo de los buscadores y al poco tiempo empezaron algunas deserciones. La primera se produjo después de una trifulca entre unos ocho o diez hombres, que por banalidades se liaron a golpes, saliendo uno bastante malparado por un feo corte en el hombro por el golpe de una pala.

Después de calmados los ánimos y curado el herido, cuatro expedicionarios ahora convertidos en buscadores de oro, se apersonaron a Josmaría y sin ningún preámbulo le dijeron que abandonaban la búsqueda y  se instalarían en los alrededores de Popayán, donde habían visto buenas tierras de cultivo. Pensaban radicarse en aquel lugar y probar fortuna con alguna plantación y la cría de llamas.

Aquella baja dejó más alicaídos y taciturnos a los restantes compañeros y el asunto fue como un disparador para que en los días siguientes, con distintas ideas a emprender, empezara el éxodo. A mediados de diciembre el número de integrante del grupo se había reducido a menos de la mitad de los que llegaron a la cornisa. A la semana de la primer partida, tres hombres decidieron internarse por el valle que se habría al final de un garganta e intentar una búsqueda independiente por otros lugares y al día siguiente otros dos, con más condiciones de jugadores que buscadores de oro, se volvieron a Neiva a intentar otro tipo de fortuna.
  
Por unos días, el grupo trabajó con ahínco pero sin resultados, lo que aparejo un nuevo abandono, esta vez el último día de noviembre, cinco hombres tomaron sus petates y se volvieron a Popayán y al día siguiente, un hombre ya muy entrado en años, que había dado en cansarse mucho con el mínimo esfuerzo, decidió volver a Neiva y buscar algún trabajo de dependiente en uno de los muchos negocios de la ciudad.

Por dos semanas, las cosas no tuvieron mayores cambios y parecía que las bajas se habían detenido, cuando el día catorce, seis hombres decidieron regresar a Cuzco. Josmaría, junto a sus amigos y principales socios en la empresa, no desmayaban y continuaban la búsqueda, aunque ya en varias ocasiones habían hablado de intentar por otros valles.

Lo hicieron, eran menos, pero igual lo intentarían, para eso habían pasado tantas penurias, para eso habían llegado “al Birú”.







Capítulo XIII

El Regreso a la Cumbre del Cúntur

Solamente los chasqui inca lograban tal velocidad. Si eran capaces de cubrir unos doscientos cincuenta kilómetros en una jornada de carrera, aunque fuera en cincuenta o sesenta relevos, Gaspar y Tabobá, en buenas cabalgaduras, consiguiendo caballos de refresco en todos los tambos, quizá  llegaran a cien y el escaso conocimiento de las carreteras, caminos y veredas que habrían de transitar, agregaba dificultades que sumadas al cansancio que en pocos días empezarían a sentir, los cálculos no podían ser muy optimistas.

Pero el apremio nacía del oprimido corazón de Gaspar y no podía  demorarse en cálculos de distancias y días, por lo que partir, era la primer urgencia y confiaba que el Altísimo les proveyera de lo necesario en el camino.

De Cuzco hasta la encrucijada de Ayavirí, recorrieron los caminos conocidos en el viaje hacia el norte, pero allí tomarían el de oriente, con el pensamiento de ahorrar algún día, que, a pesar de ser más largo, se decía que su estado era inmejorable, asegurando un rápido andar.

Justo en el día que marcaba el inicio de la primavera, tomaban la senda desconocida. En Ayavirí, además del recambio de caballos, el joven militar que leyó el salvoconducto del jefe militar de Cuzco, les dio dos potros más, porque el camino era muy largo hasta el próximo tambo y las pobres bestias no aguantarían un ritmo tan fuerte.

Era una camino amplio y de perfecto empedrado, que se internaba en derechura por la ladera de la montaña hacia los valles, para luego discurrir por la costa del gran lago para llegar en poco más de cuatro días a la encrucijada sur. Al llegar a Viacha el potro que montaba Tabobá, parecía a punto de estallar por el brutal esfuerzo y el de recambio ya había sido abandonado, por lo que la sustitución era forzosa y urgente. Mientras Gaspar gestionaba nuevas bestias, el guaraní se ocupó en refrescar al noble bruto, sin abandonarlo hasta que comprobó que su respiración se acompasaba, su corazón latía con menor desorden, la mirada opaca de sus desorbitados ojos recobraba brillo y sus belfos se movían más  moderadamente.

En aquellos casi ocho días de desaforada carrera, sus demacrados rostros revelaban el cansancio y por los apremios del tabernero que les suministrara más caballos, aceptaron una cena caliente preparada por su mujer y unas horas de sueño en un catre más confortable que las jergas y mantas que habían tenido por camas las noches anteriores.

Aún el sol no terminaba de asomarse por encima de la cumbres, cuando ya estaban prestos a partir nuevamente. El camino que les esperaba era bien conocido y sabían que en él, encontrarían ayuda. Hasta Sica Sica encontrarían varios poblados y cabalgaduras aseguradas, por lo que les esperaba un viaje bastante rápido.

Sin embargo, donde menos podían esperar las dificultades, allí estaban. En Patacamaya, en el establo donde intentaban conseguir nuevos potros, se toparon con un capitán, que no más verlos, les cayó encima con unos siete u ocho soldados y sin atender razones, a empujones los tiraron dentro de un calabozo. Sin la menor idea de cual sería su suerte, pasaron una noche de perros en aquel inmundo cubículo, hasta que al amanecer sin muchos miramientos los condujeron ante su captor. El salvoconducto, no era más que papel inservible ante aquel hombre. Empecinado en que se trataba de dos pillos huidos quien sabe por que delitos y que aquel papel era falso, no quería entrar en razones y luego de horas de inútiles deliberaciones, los mandó de vuelta a la celda. Por suerte les tocó de carcelero un buen hombre, que a pesar de los años que cargaba sobre sus hombros y las dificultades en los movimientos, su cara y su voz brindaban cierta paz a los detenidos. Fue harto generoso en la ración de comida, les alcanzó un par de buenas mantas para mejorar la noche y con su acento profundo les aseguró que el capitán al día siguiente los liberaría, porque ya debía tener conocimiento de la autenticidad del papel y el porqué de su viaje.

Así fue, sobre el mediodía sin mediar ninguna explicación, después de un suculento almuerzo, fueron liberados y en potrillos de muy buen porte al poco rato cabalgaban nuevamente. Antes del anochecer, entraban a galope tendido en la explanada que se extendía al frente de Sica Sica.

Pernoctarían en un buen catre y al día siguiente, se proveerían de algunas vituallas, porque el próximo tramo era extremamente desolado y les demandaría dos días completos de cabalgata. Tenían que llevar también, caballos de refresco y en aquella parte de la montaña debían tomar ciertas precauciones por el pésimo estado de la carretera, angosta, bordeada de zarzales y despeñaderos, donde era muy fácil que una pobre bestia terminara con alguna pata rota o simplemente se fuera al fondo de alguna garganta.

Si cuando remontaban aquella senda hacia el norte, la encontraron en pésimo estado y desolada, en esta cabalgata ya era inexistente. Grandes tramos habían desaparecido, tapados por avalanchas o por el avance de las zarzas. Varias veces tuvieron que desandar camino para sortear aquellos atascos. Buen trabajo habían hecho los aymará, para dificultar el avance invasor y muchos soldados fueron arrastrados por el pedregal que  despeñaban desde las altas barrancas, costando más bajas al enemigo, que en los mismos enfrentamientos con los guerreros nativos.

Lo que pensaron les demandaría dos días, fue un suplicio que se prolongó por más de dos semanas. Cuando pensaban haber encontrado nuevamente el buen camino, después de sortear quebradas y gargantas, desandar kilómetros e internarse por veredas y matorrales, otra vez un derrumbe y nuevamente a buscar otra salida.

El lento avance, oprimía el corazón de Gaspar y por momentos se desesperaba al extremo de blasfemar por la perra suerte, cavilando que cuando su Hannan más lo necesitaba, aquel maldito camino más largo se hacía. Pero finalmente llegaron a Poopo, hambrientos, con las ropas en jirones, los caballos extremadamente enflaquecidos y con muchos cortes en sus pobres patas, cubiertos por la mugre y al borde de sus propias fuerzas.

En aquel estado no podían hacer otra cosa que tomar por lo menos algunas horas para reponerse de magulladuras y arañazos. En un día ya estaban repuestos y prestos a continuar la marcha, restaba solamente conseguir cabalgaduras y algunas pocas provisiones.

La primavera hasta aquel día, les había regalado un clima sumamente bueno y la fresca brisa que corría por los valles, les aligeraba el andar. Pero en la madrugada de aquel veintiséis de octubre, se desató un vendaval de agua y viento que hacía imposible enfrentar el camino, sin riesgo seguro de terminar en el fondo de algún desfiladero o aplastado por algún deslave de barro y piedras. A regañadientes, Gaspar aceptó los buenos consejos de Tabobá y esperaron hasta que amainara. Ya era media tarde cuando partieron.

Cuando las sombras de la noche extendían su manto sobre valles y montañas, se toparon con un gran campamento militar, donde al compás de las quenas, soldados y nativos sobrellevaban la forzada convivencia. Al conjunto de quenas y maracas, se había sumado un soldado, alegre mozalbete, que con su bandurria acompañaba a la perfección las melodías quejumbrosas de los nativos y los cantos unían entre aquellas imponentes cumbres las voces de dos culturas, que parecían entonar un canto a la vida en paz, como Viracocha lo había enseñado a su pueblo.

La música y la noche, atemperaba las pasiones, pero a la luz del día, volvían a encontrarse invasores y sojuzgados. Aquellos mandaban y éstos obedecían.

Mientras tomaban un buen desayuno, el comandante ofreció a Gaspar el concurso de un guía aymará, que gustoso los llevaría por los vericuetos de las montañas hasta su destino, ahorrándoles quizá varios días de camino y muchos sufrimientos, porque el intrincado conjunto de veredas y carreteras en aquella zona hacía muy difícil la elección de la senda correcta.

Con aquella ayuda y unos buenos caballos, a media mañana se pusieron en marcha.

El aymará, de nombre Yupanqui, era oriundo de Chaqui y fue quien guiara a las nacientes del Pilcomaio a Zapicán, Vaimaca y los otros tres guaraní, para emprender su regreso a La Asunción. Grande fue la alegría de Tabobá al encontrarse con quien cultivara una gran amistad y por quien sentía tanta estima. En los rudos caminos, era un bálsamo contar con un guía, que les aligeraba la tarea  de elegir sendas y que no les dejaría perder días por veredas falsas.

El avance era rápido y en muy pocos días llegarían a destino. El trayecto hasta el cerro de plata y oro les insumió apenas cinco días. Se encontraron con un Potosí totalmente cambiado, la explotación de las minas continuaba pero en forma distinta. Los capataces ya no eran aymará, sino españoles y la amplia carretera que unía el tambo con el cerro, en lugar de llamas cargadas de cestas y bultos, la recorrían pesados carromatos tirados por mulas. Las nuevas técnicas se implementaban a pasos agigantados para sacar el mayor provecho en la extracción. El gigantesco engendro que en base a palancas accionadas por decenas de obreros, levantaban y bajaban las enormes muelas que molían las piedras, sería sustituido por una nueva máquina que en base a ruedas y poleas, movidas desde una enorme noria por unos pocos percherones, cuadruplicaría el rendimiento y produciría una molienda más fina y rápida.

Las ruedas, poleas y unas anchas bandas de suela ya estaban siendo ensambladas al lado del tinglado de los hornos y en pocos días ya constituían un gigantesco conjunto de largos camineros formados por las bandas, que movían sucesivamente las distintas ruedas, y la última, unida a las muelas por una enorme barra las movía rítmicamente, mientras las piedras echadas por los cargadores en lo alto de las tolvas, caían entre ambas rompiéndose estrepitosamente, para caer en una serie de cedazos que las separaba por tamaño.

El conocimiento de aquella maravilla, que servía tanto para transporte como para moler piedras, fascinaba a los nativos y el rechazo inicial a los invasores, fue trocándose por una pasiva aceptación, como un cambio de Inca, aunque el que les gobernaba en la actualidad tuviera un raro nombre y según sus conquistadores moraba en la Patria, un territorio lejano pero de un poder tan grande que llegaba a salvar extensos mares y tierras para imponerse sobre todos los territorios y pueblos.

Aquella maravilla instalada en el pie del cerro Potosí, dejó anonadado a Yupanqui y al día siguiente de su llegada, cuando se pusieron en marcha todas las piezas del conjunto, los aymará todos, incluso los que participaron en su montaje no salían de su asombro al comprobar los fabulosos resultados, que demandaban tan poco esfuerzo de los trabajadores.

En Potosí, había muchos caballos, pero todos ocupados y ninguno disponible para emprender el último tramo, por lo que tuvieron que esperar que los cansados brutos recuperaran sus fuerzas. Yupanqui, pésimo jinete, prefería la fuerza de sus piernas y cuando emprendía su parejo trote, terminaba cansando al mejor potro. Su habilidad para deslizarse entre piedras y zarzales, el conocimiento de todas las veredas de su territorio y la perfecta sincronización de sus movimientos, hacía difícil a los caballos seguirle y en muchas oportunidades tuvo que guiarlos por la brida para pasar por alguna angosta cornisa al borde de los despeñaderos.

La agilidad del aymará, daba confianza a sus compañeros, que a pesar del esfuerzo, le seguían siempre pegados a sus talones y cuando tenían que valerse de su conducción, sabían que el peligro desaparecía y los caballos salvaban sin tropiezos las más difíciles sendas.

Al fin tuvieron a Chaqui a la vista. Habían llegado. Unos pocos kilómetros y estarían ascendiendo a la cumbre del cúntur.

Yupanqui, fue directamente a su casa familiar y con gran alborozo recibió la bienvenida de sus parientes y tuvieron las primeras noticias sobre Huacac Criador de Cúntur y su familia. Del gran dolor que agobiaba al buen cacique por la muerte a mano de los invasores de dos de sus hijos, la pérdida de su nieto Topa, secuestrado y cuya suerte desconocía, la ausencia que significaba la locura de su nieta, prima de Hannan, que le provocara la ignominia del ultraje de la chusma invasora y la sumiera en la negrura de una mente vacía y toda la peripecia que su familia sufría.

Aquellas noticias encogieron el corazón de Gaspar y no pudo esperar más. Acompañado por el fiel Tabobá, emprendieron la cuesta y cuando el sol declinaba sobre las montañas llegaron al pequeño valle que albergaba la tribu de Huacac Criador de Cúntur. No se apreciaban cambios en el pequeño caserío y su llegada provocó gran revuelo entre los habitantes. Corridas y griteríos anunciando el regreso de Gaspar, reunieron enseguida a toda la familia en el gran patio que protegía el círculo de viviendas. En el vano del portal de la casa familiar, Hannan, más hermosa que nunca, destacaba el prominente vientre que anunciaba un pronto alumbramiento.

Con cierta pesadez, corrió a refugiarse entre los brazos de su amado Gaspar de Ávila y cubrir su rostro de caricias, mientras el español derramaba lágrimas de alegría al estrecharla contra su pecho, besándola y diciéndole en tropel, palabras de amor y agradecimiento a su Dios y también a Viracocha, por haberle permitido llegar para el nacimiento de su hijo y reunirse con su Hannan y con su familia.

Los primeros momentos, fueron de emoción y confusión por lo inesperado de aquel arribo, pero disfrutados golosamente por el par de enamorados, que no querían separarse y ante la arrobada mirada de toda la familia se confundían las lágrimas y los besos se sucedían a las múltiples  caricias.

Cuando se aflojaron las tensiones, Gaspar les refirió el encuentro con Topa y su segura liberación, llevando brillos nuevos a los cansados ojos del criador de cúntur. La luz que llevó aquel retorno, despejó el velo que cubría el ánimo de la familia y parecieron encogerse las peripecias pasadas.

Seguidamente, apartó levemente a Hannan, tomándole de una mano, mientras que la otra, amorosamente acariciaba el prominente vientre. Aquella caricia pareció despertar al niño que pronto nacería, reaccionando con fuertes movimientos que retemblaron la mano de Gaspar.

Fue en aquel preciso instante que recordó lo prometido a Topa cuando se separaron en Cuzco e inmediatamente dirigiéndose al cacique Huacac, le dijo, que cuando su hijo estuviera fuerte para emprender un largo viaje y Topa ya hubiera regresado, irían al lugar sagrado del pueblo aymará, Tiahuanaco, a agradecer a Viracocha el reencuentro de la familia. Y que en aquel instante le rogaba a él, les acompañara, poniéndose al frente de la expedición.

El Criador de Cúntur, le aseguró que así se haría, pero seguidamente con un dejo de tristeza en su rostro, dijo que agradecerían el reencuentro y también rogarían a los huacas, por sus hijos muertos y porque volviera la luz, a la atormentada mente de su amada nieta, sumida en las tinieblas por la iniquidad del invasor.

Como si hablara consigo mismo el cacique Huacac, decía a media voz que Viracocha les había enseñado todo lo bueno y lo malo de la vida, pero no les había enseñado a los padres, soportar el dolor por la muerte de un hijo. Que los hijos debían velar la muerte del padre y nunca el padre velar la de sus hijos y con la llegada de aquellas hordas malvadas, se habían trocado los órdenes naturales y el pueblo aymará tendría que luchar duramente para lograr, aunque sojuzgaran su territorio y sus gentes, la fortaleza suficiente para encontrar los caminos, que sus espíritus recorrerían tras los pasos de Viracocha, y  ser dignos de sus antepasados. Sus dioses y el orgullo del pueblo aymará, no serían jamás sometidos.

Pasado el momento, en que el dolor de su pueblo, ensombreció el rostro de El Criador de Cúntur, como sacudiendo con rebeldía aquel dolor, extendió ambas manos para posarlas, una sobre el hombro de Gaspar y la otra sobre la cabeza de Hannan, y con un leve movimiento de su nívea cabeza, les transmitió su beneplácito y su bendición.

Los primeros momentos estuvieron cargados de enorme emoción, pero luego que los viajeros, se asearon y alimentaron y más distendidos pudieron iniciar el largo relato de sus aventuras, del encuentro con Topa, de todo lo que hicieron para conseguir su liberación y del fracaso, de la decisión de Josmaría de ir hasta la Ciudad de los Reyes y apersonarse al mismo Pizarro, para lograrlo, se fue formando un gran círculo con toda la familia que interesados no paraban un momento de preguntar a Gaspar y Tabobá, por mil sucesos.

Los hombres averiguaban por el nuevo Inca y cuando atravesaría los mares, cual Viracocha bogando sobre su capa, para visitar a sus nuevos súbditos y poner freno a los excesos de sus guerreros, llevando nuevamente la paz a sus pueblos. Las mujeres, por como era la familia del soberano y qué hermosos pectorales y tiaras de oro lucían. Los más jóvenes no salían de su asombro, por las maravillas que encontrarían en una visita a Qosqo.

Mientras Gaspar se desvivía por atender todos los requerimientos de su familia, Hannan, amorosamente arrebujada a su lado, sostenía su mano que le acariciaba el vientre. La noche lucía clara, y la luna llena ya comenzaba a declinar en lo alto, denunciando lo avanzado de la hora, cuando Hannan sintió los primeros corcovos de su hijo que quería asomarse al mundo.

La mueca de dolor, no pasó desapercibida para Gaspar, ni para Dahyna, la madre de Hannan.

Dahyna, que había permanecido silenciosa al lado de su hija, con la autoridad de quien sabe lo que se debe hacer, dio las órdenes precisas y en pocos instantes Hannan ya estaba en su lecho, jadeando, transpirada pero muy feliz, esperando el advenimiento de su primer hijo.

Fueron unas pocas horas de espasmos dolorosos y cuando clareaba por el oriente, se escuchó el potente llanto del recién nacido.

Hannan, ya era madre... Gaspar, padre.

Una hermosa niña, había llegado para alegría de ambos y su alegría sería la de toda la familia. La noticia recorrió la cuesta hasta la cumbre del cúntur, se extendió por el valle y al poco rato era noticia en Chaqui. Hannan y Gaspar tenían una hija.

El cuaraca de Chaqui, no era más el jefe del Ayllu, no era quien dirigía la mita, habían cambiado muchas cosas desde la partida de Gaspar. Los invasores disponían todo, pero no podían disponer nada que menguara la unión de la gran familia aymará.

La llegada de aquella niña, desató un verdadero peregrinaje, desde Chaqui, todos subirían hasta la cumbre, a regalar con sus presentes a Hannan, a Gaspar y a su wawa.

Y después de la gente de Chaqui, seguirían los hermanos aymará de otras regiones y la alegría de los criadores de cúntur por la llegada de aquella wawa, sería la alegría de todos.

Ninguno dejaría de cumplir sus obligaciones con la mita, todos trabajarían, como toda la vida, donde sus nuevos curacas dispusieran, construirían carreteras, trabajarían en las minas, extenderían acueductos y puentes, atenderían rebaños y plantaciones, trabajarían sus telares, la cerámica sería tan bella como siempre, los orfebres crearían preciosas joyas, pero todos tendrían el tiempo suficiente para compartir la alegría de la familia de Huacac Criador de Cúntur, amigo fiel de todos los hermanos aymará.

Ni el mayor poder del mundo, sería poder suficiente para detenerlos. Ni Viracocha lo haría, porque fue él quien, además de todos los oficios, les enseñó los valores de la amistad, la lealtad, el amor y la familia.

Los invasores no podían comprender como el simple nacimiento de una niña, convocaba a tantas gentes, incluso de distantes regiones y aquel acontecimiento puso nervioso a más de un funcionario, que intentó presionar a los verdaderos curacas para que detuvieran el éxodo, temerosos que fuera el germen de alguna revuelta.

Las razones dadas por los curacas aymará, no siempre convencieron a los desconfiados funcionarios, que a regañadientes continuaban viendo, impotentes, como seguía el ir y venir.

La niña crecía hermosa y cuando alguna tía se ocupaba de atender sus requerimientos, los felices padres recorrían los lugares tan queridos, que fueron testigos del nacimiento de aquel amor.

Gaspar de Ávila,  ya integraba la familia y como los demás atendía sus labores. Junto a varios hombres más, pastoreaba por los valles el gran rebaño de llamas, guanacos y vicuñas y al mediodía cuando esperaban la llegada de los alimentos para el almuerzo, su afán, era ver aparecer a Hannan, por la vereda, cargando la cesta.  A la sombra de un peñasco o de la fronda, respirando la frescura de la brisa, juntos, todos los pastores saboreaban los manjares que tan bien aderezaban sus mujeres y después de la comida, se tomaban unos momentos para disfrutar la pequeña reunión. Aquellos almuerzos compartidos, eran plenos. Todos los pastores con sus mujeres, disfrutaban aquel momento, para luego, cada pareja, tomarse un breve tiempo de despedida.

Para Hannan y Gaspar, la despedida, era precedida casi siempre de un breve paseo por el valle, que les recordaba los primeros días de amor en la cumbre del cúntur. Aquellos recuerdos parecían diluir el tiempo transcurrido y olvidar los meses que duró el viaje de Gaspar y los dolores de la invasión y entretejían proyectos para el futuro, en el que veían a su wawa, tan feliz como ellos.

A los pocos días de aquellos acontecimientos, la cumbre del cúntur se vio otra vez, felizmente conmocionada, esta vez, por la llegada de Topa.

En aquel preciso instante el sucesor de Huacac Criador de Cúntur,  cargaba a su única nieta, feliz por la preciosa carga, que le aliviaba de la diaria tarea en su pequeño Ayllu, uno de los pocos que seguían funcionando en igual forma que cuando el gran Huayna Cápac era el Inca, como funcionó durante el breve gobierno de Huascar y el más breve de Atahualpa, preso y muerto por Pizarro. Hacía ya buen tiempo que era el sostén del curaca, quebrado por los terribles acontecimientos de aquellos negros meses.

Mayor de los hijos del cacique, cuando éste emprendiera el viaje para reunirse con sus antepasados, Mayta, se haría cargo de la tribu, pero en aquellos duros momentos, había tenido que adelantar la atención de muchas responsabilidades, que el anciano se encontraba impedido de enfrentar. El noble criador de cúntur, conciente de su desmejorado estado, dejaba hacer a su hijo y dedicaba su tiempo a descansar, o realizar pequeñas labores que no le demandaran mucho esfuerzo.

El grácil retoño de Hannan y el regreso de Gaspar, habían traído una gran felicidad y alegría a la familia, que en aquel instante se veían renovadas por la llegada del hijo, duramente arrebatado de su seno. Mayta, con gran alborozo y como blandiendo en triunfo su preciosa carga, corrió a recibir al hijo. Topa, enflaquecido por las penurias que le tocó pasar, pero también feliz por el regreso, recibió el alborozo del padre como suficiente paga por los dolores pasados.

Luego, Topa y Dahyna, lágrimas de la madre por el gozo de abrazar nuevamente a su hijo y emoción de éste por sentirse acogido en su regazo.

Y siguieron Hannan, los otros hermanos y hermanas, Gaspar y todos, llenos de deleite por el nuevo reencuentro, volvieron a gozar de la paz de la cumbre y las notas de la quena, mágicamente, se oyeron nuevamente en la recién nacida noche, que lentamente se adornaba con relucientes estrellas.

Aquella fiesta no terminó con dolores de parto a la media noche, sino con los primeros rayos del sol, asomándose sobre las altas cumbres. Hubieron tantas cosas que decir y escuchar, tantas preguntas, algunas con respuestas y otras no, tanta alegría por el nuevo regreso, empañada por momentos por el dolor, por los que no podían volver, que la noche voló entre momentos de exultante dicha, con algunos ramalazos de pesar, sin que la familia notara el apuro del tiempo y fueran los dorados dardos que rompieran el hechizo.

Callaron las quenas y si alguien sentía sopor por la noche en vela, la felicidad vivida aventaba cualquier cansancio y alegres emprendieron las labores diarias, desperdigándose como siempre hacia los cuatro vientos a ocupar sus puestos de trabajo.

Topa, tomaría algunos días para recuperar sus fuerzas y gozaría de las ternezas de su madre y hermanas. Pasaría largas tardes contándole a su abuelo todas las peripecias pasadas en su cautiverio, el encuentro con Gaspar de Ávila y como José y María de Benalcazar, había obtenido su libertad. Le contaría de lo prometido por Gaspar, para cuando a su regreso y  la wawa estuviera fuerte, les llevaría al lugar sagrado del pueblo aymará, en Tiahuanaco, si contaban con su consentimiento.

Aquella prometida visita a Tiahuanaco, ya mencionada por Gaspar, había renovado en el anciano el deseo de toda su vida, pero estaba convencido que un viaje de tal envergadura no sería admitido por sus alicaídas fuerzas. Para no empañar el entusiasmo de su nieto, se cuidó de mencionar aquellas dificultades y dejó que los más jóvenes realizaran los proyectos y bregaran por hacerlos realidad. El consentimiento se entendía expresado y Topa sería la palanca, en que Gaspar se apoyaría, para llevar a cabo sus propósitos.

Gaspar de Ávila, nunca había abierto la bolsa de piel, en que guardaba una buena cantidad de monedas de oro, que al embarcarse hacía más de cinco años, en el puerto de San Lucas de Barrameda, constituía su pequeña fortuna. En estos parajes no tenían mayor valor y simplemente quedaron guardadas en el fondillo de su faja.

 Finalmente, ya radicado en la cumbre del cúntur, enterado del reciente establecimiento de un compatriota con un almacén en Chaqui, encontró el momento para desempolvar sus viejas monedas. Encargó a los demás pastores, le cubrieran su puesto durante una tarde y se dirigió al poblado con el propósito de hacer una compra, que le facilitaría el viaje proyectado a Tiahuanaco, considerando los achaques del abuelo de Hannan.

Grande fue el revuelo que causó su regreso, cuando tirado por dos enormes percherones entró el carretón a la plaza central de la aldea. La mayoría no conocían aquel tipo de engendro, y algunos no tenían ni idea de cual podía ser su uso, pero suficientes fueron las demostraciones de Gaspar para que el entusiasmo cundiera y todos quisieran abordarlo.

Después de una buena observación, cayeron en la cuenta de que se trataba de un enorme palanquín, que en lugar de ser transportado a hombros de varias parejas de cargadores, se deslizaba sobre aquellas cuatro grandes rodelas de madera que respondían al andar de los caballos.

Si bien al principio tuvieron algunos recelos, por la real utilidad que pudiera darles el carromato, a los pocos días, cualquier carga a transportar era subida al mismo y enseguida se sentía el quejumbroso andar del armatoste,  acompañado por la algazara de los más pequeños, que le seguían hasta la gran explanada en el entronque de la vereda de la cumbre, con el camino que iba a Chaqui.

Lo que fue una novedad en la aldea, al poco tiempo era una herramienta más, que aliviaría extremadamente el transporte de la producción.

Habían transcurrido más de tres meses del regreso de Gaspar y su wawa cada día le enternecía, cuando al oír su voz, abría los enormes ojos azul cielo, que le recordaba a su madre y hermana y entre pataleos y manotazos daba inicio a su inigualable parloteo. Ya no le decía wawa, sino que la llamaba por su nombre, Isshé, y disfrutaba enormemente su felicidad al lado de Hannan.

Isshé, era la niña más hermosa, que sus felices padres hubieran conocido. El óvalo perfecto de su cara de leve tono almendrado, coronado por el suave azabache de los cabellos, era el vivo retrato de Hannan, con la única diferencia en el color de los ojos. Hannan color miel, Isshé color del cielo despejado. Heredado de la madre, el rostro, la piel, el cabello, y del padre los ojos, hacían una combinación dulce, radiante, perfecta.

Seguía siendo la más joven de la familia, por lo que todos los halagos eran suyos y sus abuelos, sus tíos y tías, el abuelo, tíos y tías y primos y primas de su madre, no dejaban pasar un día sin dedicarle sus atenciones.

En la cumbre del cúntur, la hija de Hannan y Gaspar, ahora era la ñusta, y como tal ocupaba su sitial de cariño y respeto. No suplantaba a su madre, sino que siendo la primogénita, la condición o casta, la tenía naturalmente por descendencia.

Pero a Isshé no le preocupaba su abolengo y ocupaba su joven vida para gozar y exigir, expresando con su estado de ánimo, su llanto o su risa, las necesidades y deseos.


























Capítulo XIV

Sin oro, el contrato es abolido

Por cuarta vez, Gaspar de Ávila recorrería el camino de Chaqui a Viacha y sabía que este viaje, tendría dificultades adicionales. La primera vez, al acompañar a los guerreros aymará en su retirada, para proteger las entradas de los valles del avance invasor, lo habían hecho por veredas, caminos y desfiladeros alejados de la carretera, frecuentada en aquel entonces por los ejércitos españoles. Fue dejarse llevar por la aventura, bajo la guía del batidor, acompañado por toda la expedición que consiguió trasponer las montañas, desde La Asunción, y no fue motivo de ningún apremio.

La segunda vez, al reemprender el viaje hacia El Dorado, con José y María de Benalcazar al frente, la preocupación única fue no delatar la entrada de los valles, por lo que también utilizaron veredas poco frecuentadas y contaron con un buen guía. La tercera, en el viaje que partió de Cuzco, apremiado por los padecimientos que estaría viviendo Hannan con la presencia de los invasores y la pronta llegada de su hija, recorrió la carretera, la mayor parte, también con un excelente guía, como lo fue Yupanqui, a una velocidad increíble, desolado por el motivo del viaje, pero sereno por la compañía.

En aquellos tres viajes, no había recaído sobre sus hombros el rigor de la conducción, mas que en cortos tramos del tercero y a pesar de las demás urgencias, se habían hecho sin mayores sobresaltos.

El próximo, tendría la carga del abuelo de Hannan y sobre todo la de su wawa. Por ello, había adquirido el carromato, que diariamente modificaba, agregando o quitando cosas y cuyo aspecto cambiaba en cada amanecer.

Después de algunas semanas de trabajo, el gran palanquín abierto y llano, se veía cubierto por una bóveda de pieles que descansando en un entramado de madera, ofrecía una perfecta cobertura contra las inclemencias que el clima les pudiera reservar. En el interior, una viga le atravesaba de parte a parte y cubierta con pieles de vicuña, se transformaba en un confortable banco, en un extremo, suspendido de una madera de la bóveda se columpiaba la hamaca para Isshé y en el otro, un buen espacio para vituallas.

Quedaba lugar suficiente, para el conductor en el pescante y unas tres personas más, en la tabla. La construcción era recia y aseguraba para el anciano y la niña un traslado confortable. Solo habría que sortear las partes de la carretera que estuvieren destruidas y quiera Dios que encontrara los desvíos adecuados.

Cuando estuvieron prontos los preparativos del carromato, Gaspar y Topa, recién le anunciaron al Criador de Cúntur, que estaban preparados para emprender el viaje a Tiahuanaco. El anciano, luego de elogiar a sus nietos por el tesón con que habían emprendido aquella tarea, recién les dijo de las dificultades que tendrían si cargaban con él, que su debilitado cuerpo  no estaba en condiciones para emprender un viaje de tres, o más semanas, pero que no lo consideraran un inconveniente y partieran, dejándolo en su cumbre al cuidando de sus obligaciones con la comunidad.

Entonces, Topa pidió a su abuelo que los acompañara, para ver en que forma harían el viaje y como su cuerpo no sufriría los rigores de la caminata y que su máxima dureza, sería viajar con la grata presencia de la hija de Hannan, columpiándose a su lado.

El anciano inspeccionó detenidamente, la obra que realizaran con el armatoste, que trajera Gaspar desde Chaqui, recobrando su entusiasmo juvenil, como cuando en lejanas épocas soñaba con visitar el lugar sagrado. El cambio de ánimo, fue la aprobación de que se continuaran los preparativos y que contaran con su presencia en el viaje. Solamente le pidió a Gaspar que se ingeniara para construir un apoyo para su dolorida espalda y que se pondrían en camino cuando lo dispusieran.

Con el sol de febrero, la brisa de las cumbres, no conseguía disipar el acuciante calor, pero había que realizar el viaje antes que llegaran las lluvias, y al contar con el apoyo del cacique y estar todo preparado, se fijó la partida para la mañana del día siguiente.

El grupo lo formaban, en el pescante Topa, conduciendo el carromato;  como pasajeros permanentes, Huacac Criador de Cúntur e Isshé; libradas a las fuerzas de sus piernas, Dahyna, Hannan y su hermana Daharí, que podrían turnarse cuando alguna se sintiera cansada, en el banco del carromato al lado del abuelo, o en la tabla junto a las vituallas; a caballo Gaspar quien sería el guía y Tabobá su asistente y finalmente a pie, Sinchi, el hermano menor de Hannan, Yahuar, hermano de Dahyna y Yupanqui, cuya presencia, había sido requerida, por el conocimiento profundo, que tenía de todos los caminos que deberían recorrer y sería de gran ayuda para sortear los tramos malos del camino.

Antes de salir, Topa vertió, una buena cantidad de grasa de vicuña, en la hendidura del eje que atravesaba las ruedas del carromato, para que no fuera tan quejumbroso su andar y cuando el sol extendía su fulgor por todo el valle, la pequeña caravana se puso en marcha, entre la algarabía de toda la familia, que ruidosamente se hizo al camino para despedirlos.

Mayta, hasta último momento estuvo haciendo recomendaciones a su hijo y a Gaspar, por los peligros que podrían afrontar y de cómo era necesario evitarlos en protección del cacique, las mujeres y la pequeña Isshé.

En lugar de tomar el camino a Potosí, regresaron hacia Chaqui para abordar una vereda que los llevaría a Porcotambo y luego desembocarían en la carretera a la altura de Sevarujo, para recién remontar hacia el norte. Les alargaría la ruta en una jornada, pero se aseguraban caminos en buen estado, hábiles para el transporte.

A la altura de Chaqui, los esperaba Yupanqui, a quien acompañaba una verdadera multitud que quería despedir a tan queridos hermanos. El carromato fue objeto de los comentarios de todos, que hasta ese momento no habían visto aquellos engendros, nada más que para aliviarlos de las cargas, sin pensar lo valioso que serían en una empresa como la iniciada.

Cuántas incomprensibles sorpresas, guardaban aquellos pueblos!. Cuántas  contradicciones!. Eran capaces de construir palacios, tan suntuosos como los de su Majestad Carlos I de Castilla, construir carreteras y puentes, acueductos y acequias, pero no conocían la simple rueda.

         Guerreros muy bien entrenados, que conquistaron un inmenso imperio, aunque desconocieran la pólvora y las armas de fuego.

         Una compleja organización política, basada solamente en la memoria, ya que no conocían ningún tipo de escritura, llevando sus cuentas con cordeles de colores anudados, los quipus, podían controlar todo el entramado del ayllu y la maraña de los turnos de la mita.

La perfecta pirámide en cuya cúspide estaba el Inca, descendiente de Inti, se asentaba en valores éticos y morales, básicos para la comunidad, sustentados e inculcados desde la familia, que privilegiaban el culto al Dios Creador, Viracocha, al Dios Sol, Inti y los espíritus y dioses locales, como a sus propios antepasados. El absoluto respeto a su mayores, dentro de la familia, se irradiaba hacia la cima, desde la base de la pirámide, siguiendo todos los estamentos que componían la burocracia política.

De aquella forma, en perfecta armonía, el Inca contaba con la fidelidad de todos sus súbditos, al extremo que luego de la invasión sufrida, el principal anhelo de aquellos pueblos, era la llegada del nuevo y extranjero Inca, continuando con sus labores diarias, como en alabanza al nuevo soberano.

Incorporado Yupanqui, el núcleo de viajeros quedó completo. Ya se habían apagado los ecos de la efusiva despedida y el carromato rodeado por caballeros y peatones, movía lentamente su enorme giba, desplazándose por la vereda que bordeaba el valle, recostada a la ladera de las altas cumbres.

Aquel primer tramo, Gaspar, con su cabalgadura de la brida, caminaba junto a Hannan, quien amorosamente tomada de su mano, gozaba de la brisa matinal y la belleza esmeralda de los prados, mientras le contaba de los últimos progresos de Isshé, que dulcemente dormía columpiada por el perezoso movimiento del carromato.

Fue una mañana apacible y cuando el sol caía a plomo, aprovecharon la fresca sombra de la fronda, para el primer descanso y hacer una buena comida. El lugar era apropiado además, para que el anciano cacique desentumeciera las piernas, dando una corta caminata por el prado, mientras los demás disfrutaban de la algazara que armaba Isshé, reclamando su bocado, por tercera vez desde que salieran de la cumbre del cúntur. El furioso berrinche se trocó en dulce paz, cuando Hannan le ofreció su pecho.

La vereda era ancha y el carromato se desplazaba cómodamente sobre el buen afirmado de piedras y al caer la noche acamparon en una cornisa, que les ofrecía buen reparo contra el parapeto de un farallón de roca lisa que se elevaba hacia las alturas, para perderse más arriba entre los zarzales.

Mientras las mujeres preparaban los alimentos y los demás hombres se ocupaban de desprender del carromato a los percherones y atarlos a largas cuerdas, para que pudieran pacer sin alejarse, el cacique Huacac Criador de Cúntur y Gaspar de Ávila daban un paseo por los alrededores e iniciaban una charla que les llevaría muchos días de cordial confrontación. El cacique Huacac, había quedado tan interesado en aquella discusión, que toda ocasión encontraba propicia para reemprenderla.

Gaspar, sin ser ni por lejos, practicante de la religión, tenía su bagaje de fe cristiana, que le habilitaba para emprender largas charlas con Huacac, confrontando sus distintas creencias. Las diferencias de culto, entre ellos, era igual que las diferencias de raza, no serían nunca motivo de repudio, por lo que aquellas confrontaciones teológicas, se trocaron en un buen motivo para entablar un profundo conocimiento mutuo y afianzar el apego que les unía.

La firmeza del Criador de Cúntur, al rechazar la imposición, había salvado a la familia de la cumbre, de la presencia de los capellanes embutidos en sus ropajes obscuros, que habían tomado, con sin igual empuje, la tarea de “convertir infieles”. Seguirían llamando Viracocha al creador y admitían sin ningún reparo, que Gaspar le llamara Dios.

La historia del nacimiento del hijo de Dios, quizá no muy basada en los textos bíblicos. sino bastante improvisada por Gaspar, fue el tema de alguna sobremesa, que despertó mayor curiosidad en el anciano y ávido de conocer más sobre aquella extraña fe, interrogaba a su interlocutor poniéndolo en verdaderos aprietos.

A su vez, Huacac, le contaba con lujo de detalles, como Viracocha creó a hombres y animales, montañas y ríos y como les enseñó todos los oficios y como plantar las semillas. Como Inti, protegía la casa del Inca y hacía madurar los frutos y espigas, Illapa, la divinidad agrícola que enviaba las lluvias desde el corazón de la Vía Láctea, Pachamama, señora de los valles y las montañas, Pachacamac, señor del fuego, dueño del cielo y padre protector de todos los seres vivos, los Pacariscas, morada de los antepasados y las Huacas protectoras de los hombres y las cosechas y encargadas de guiar a los muertos a sus definitivas moradas.

También Gaspar le acosaba con sus preguntas, sobre los espíritus que influían en el crecimiento de las plantas, saramama y cocamama y como mamacocha, sometía las fuerzas del mar. Como fue que Viracocha atravesó el mar sobre su capa y como fue que creó al hombre por segunda vez moldeando una roca.

El anciano se sentía muy complacido por aquellas confrontaciones y  defendía ardientemente el culto de su pueblo, renegando de las pretendidas conversiones a la religión de los invasores, por la que abogaban los chamanes extranjeros.

La comprensión de Gaspar, satisfacía más al anciano y las discusiones teológicas, no pasaban de los largos intercambios, de los motivos de su distinta fe, sin que ninguno siquiera pensara, en influir en los credos del otro.

Sin mayores contratiempos, llegaron a la gran carretera central que remontando hacia el norte, los conduciría de Sevarujo a Viacha. Era un camino sumamente transitado por los ejércitos invasores y se encontraba en bastante mal estado, al extremo que transitaban una senda por su vera, abierta a fuerza de cascos de caballos y botas de infantería.

El quejumbroso andar del carromato, se acrecentaba y el cacique cedió su lugar en el banco, a Dayhna, mientras el hacía algunos tramos a pie, encantado de caminar flanqueado por Gaspar con su corcel de la brida y Hannan con Isshé a su espalda, arrebujada dentro del zurrón.

Al poco rato de transitar por la carretera, Yupanqui tuvo que entrar en acción, al encontrarse con un tramo de camino totalmente desaparecido, por las zanjas que abrieran las torrenciales lluvias primaverales. Había que buscar algún desvío que permitiera el paso del carromato y el hábil batidor en rápida carrera desanduvo el camino, encontrando una vereda que, aunque llena de vericuetos, permitiría retomar la carretera un poco más adelante. Fue el primer trastorno de consideración, puesto que perdieron un día completo para salvar unas pocas millas de la mala ruta.

La noche los sorprendió en un lugar abrupto, a la vista del camino, pero imposibilitados de alcanzarlo, por el terraplén que les separaba. Acamparon a cielo abierto, sin más protección que el transporte. Las mujeres se acomodaron sobre la tabla dentro del carro, mientras la wawa, disfrutaba de su hamaca, el cacique y Sinchi  extendieron sus mantas debajo del tablero sobre los pobres hierbajos y el resto bajo el cielo a la vista de las estrellas. A pesar de lo precario del campamento, pasaron una noche serena y de buen descanso.

Despertaron temprano, cuando el sol recién se desprendía de las crestas del oriente, brindando su maravilla diaria de destellos, arrancados de cada piedra, en las laderas de las cumbres. Con la claridad del nuevo día, Yupanqui prontamente encontró un buen lugar para retomar el camino y a media mañana a paso vivo se desplazaban por un excelente empedrado, que mucho calmó el quejumbroso andar del carro, con gran alivio para la espalda de Huacac.

Los cúntur, se daban cita en las alturas como saludando el paso del criador y haciéndole escolta con las alas extendidas, cual veleros del cielo, se deslizaban silenciosos en las quietas y azules aguas, encabritándose en las pocas algodonosas nubes. La carretera serpenteando, trepaba la ladera, como tratando de encontrarse más cerca de los alados guardianes y no rendirse a su destino de eterno reptar.

Los tambos de Challapata, Poopó, Machacamarca y Sicasica ya habían quedado atrás y en algo más de un día llegarían a Patacamaya, para después en un nuevo esfuerzo de un par de jornadas arribar a Viacha, donde se tomarían un buen descanso de dos o tres días, para reponer fuerzas y emprender a campo traviesa, el último tramo.

Varios atajos tuvo que descubrir Yupanqui, para sortear derrumbes de enormes peñas que cortaban la ruta y brechas abiertas por los torrentes, que se precipitaban de las cimas, henchidos por el deshielo. Los contratiempos fueron superados y cumplieron con el tiempo previsto, teniendo el destino, ya muy cerca, pero sin poder calcular la demora, porque de Viacha a Tiahuanaco, no había camino abierto.

El tambo de Viacha, vivía una gran agitación. Habían llegado, pocas semanas atrás, desde el norte, dos aventureros con la idea de establecer en la costa del lago, un servicio de cargas a través del mismo, para lo que, en un improvisado astillero en la costa, construían unas pesadas galeras, bajo la dirección de un ingeniero llegado de la Ciudad de los Reyes.

Aquella novel empresa, despertó la curiosidad de Gaspar y al día siguiente, se daría una cabalgata hasta la costa, para ver de que se trataba. Si le sorprendió la noticia y el trajín en el tambo, mayor fue la sorpresa al leer el flamante cartel que rezaba: “Compañía de Juan Arcajo y Asociados”.

La sorpresa se transformó en alegría, cuando se encontró con los socios principales de la empresa de transportes, Juan Arcajo y El Andaluz, que arremangados y sucios de barro y brea, trabajaban a la par de un importante número de obreros.

Después de los efusivos saludos, los compañeros y amigos de los últimos años, dispondrían de un par de días para contarse mutuamente sus aventuras, resultando que antes que la empresa de cargas iniciara sus tareas, sus Directores se tomaban su primer licencia, acompañando a Gaspar al tambo, todos ávidos de las noticias, que pudieran intercambiar.

Cuando los buscadores de oro, empezaron a desertar, el desánimo era general y si seguían en aquel plan, terminarían en alguna tragedia, puesto que los reproches y encontronazos se sucedían a cada momento. Josmaría ya había perdido toda esperanza de encontrar a su pariente y la búsqueda de oro era tan tediosa, que no le ofrecía ningún aliciente, para seguir moderando los ánimos de los soliviantados, por lo que una noche, al regreso a la cornisa, les propuso desbandarse y que cada uno a partir de aquel momento, a su antojo, reemprendiera su vida.

La propuesta fue aceptada y el desbande empezó al día siguiente. Josmaría y El Portugués, juntaron sus bolsas de monedas, unas pocas pepitas y algo de polvo de oro, emprendiendo en la Ciudad de los Reyes un negocio de telas. Pedro Armengol García y Llanos, también en la Ciudad de los Reyes, gracias a sus letradas virtudes, empezó a trabajar en la Gobernación, del resto, algunos pensaban seguir buscando oro y otros no tenían muy claros sus propósitos futuros, pero allí se terminó el contrato y cada cual, con sus petates, tomó el rumbo que su instinto le recomendó, siendo de aquella forma terminada la aventura iniciada con el dicho de El Portugués; “Lindo p’ra juyirnos pa’l tal Birú”.
















Capítulo XV

La Puerta del Sol

Pedro Arcajo como buen navegante, tan pronto fue aceptada la propuesta de Josmaría, trajo a su memoria las vicisitudes sufridas en el tramo del pésimo camino, lleno de vericuetos que bordeando el lago, doblaba la distancia entre sus extremos y le propuso a El Andaluz, intentar el negocio. Haciendo un fondo común con sus bolsas y algo de oro que recogieron, no faltaba más que conseguir un ingeniero armador, que estuviera dispuesto a asociarse en la empresa.

En la Ciudad de los Reyes, encontraron un joven ingeniero, amante de la aventura, que acogió con alborozo la propuesta y en pocos días habían iniciado las obras, en la costa sur del lago.

         Para empezar, construirían dos galeras o barcazas y algunas chalupas, que harían de remolcadores.

El ingeniero, demostró sus grandes conocimientos que había adquirido sobre la navegación. En primer lugar, se tomó varios días, para observar el comportamiento de las aguas del enorme lago, cuyos extremos trascendían  el horizonte, llegando a la conclusión que las borrascas serían muy parecidas a las del mar abierto. Por lo que concluyó que tanto las barcazas como las demás embarcaciones debían contar con una buena quilla y suficiente calado para sortear las tempestades.

La primera embarcación, sería un nao de un palo, bastante más pequeño que un bergantín, aunque bastante más grande que cualquier chalupa, con una quilla que se escondería en las profundidades, tanto como el doble de su borda y con tanto lastre que le aseguraría el  más sereno bogar. Contaría con una gran vela triangular, que giraría sobre el mástil, cual gran gozne, permitiéndole el provecho de la más débil brisa y un rápido arriado en caso de borrasca. Sería usada en el atraque de las barcazas y como un buen auxiliar en cargas y descargas ligeras.

Aquella embarcación, ya lucía su tablazón pulida y barnizada y cuanto se terminara de cubrir toda la obra muerta, con brea, en unos pocos días, sería botada. Pero no era la única en construcción, a pocos metros se erguía la mole de la primer barcaza.

La quilla y la obra muerta eran parecidas, aunque la barcaza lucía un porte diez veces más grande, la borda apenas superaba un par de metros desde la línea de flote y ahí era donde estaban las mayores diferencias. Tendría dos palos y el velamen sería parecido al de una carabela. El puente lucía raso, sin más artes, que una serie de amarres por toda la borda y una bocaza en el centro, que daba entrada a la bodega, que quedaría casi toda por debajo del nivel del lago. Todo el espacio sería aprovechado para la carga, y la misma carga sería su propio lastre, acondicionado en las amplísimas entrañas. A la vez en la cubierta, debidamente amarrados podría llevar otra carga parecida.

La tripulación sería mínima, reservando un cubículo para su abrigo en la popa, por detrás de la cabina del timón. Como su maniobra no sería ágil, siempre viajaría asistida, a modo de remolcador, por una de las gráciles embarcaciones, cuya primera, estaba a punto de botarse.

Ambas embarcaciones, lucían en la parte más prominente de sus bandas, una hilera de manojos de troncos de palma y totora entretejida, para amortiguar los embates que tendrían que sufrir en los constantes arrimes que demandarían los remolques y algún que otro empujón para facilitar los amarres.

Mientras progresaba la construcción de las naves, los socios de la novel empresa, no habían quedado ociosos y en muchos contactos y entrevistas con los jefes militares de La Ciudad de los Reyes, habían concretado varios contratos de traslado de insumos y vituallas para las tropas, con considerable ahorro de tiempo y distancias, dando una nueva movilidad a los ejércitos que debían bordear el lago. En principio, la empresa tenía asegurado un buen comienzo, había que apurar las construcciones y ponerse a recoger los frutos.

La Compañía de Pedro Arcajo y Asociados, iba viento en popa y todas las novedades de los ex buscadores de oro, ya habían sido comunicadas a Gaspar de Ávila, y le tocaba el turno a éste, informar a sus amigos, sobre los derroteros de su actual vida.

Gaspar, puso al día a sus amigos de las peripecias del camino y la recompensa enorme del amor de su familia y con orgullo les presentó a la pequeña Isshé.

La niña, vivía un espléndido día, siendo hasta el caer de una hoja, motivo para exultar más su regocijo. Sus azules ojos miraban todo, sin perder ni un mínimo movimiento, mientras pies y manos como impelidos por extraña fuerza no paraban un instante quietos y de su perfecta boquita, bullía su ininteligible parloteo.

Cuando los curtidos rostros de los amigos de su padre, se acercaron para mirarla, parecía que contemplaba la más bella y divertida muestra de figuras o juegos que exorbitaba sus pataleos y gorgoteos de gozo.

Aquel recibimiento, dejó embelesados a Pedro Arcajo y a El Andaluz, no pudiendo sustraerse de la atracción que la niña irradiaba, y pronto, se sumaron a la cohorte, de sus encantados servidores.

El placer del encuentro, no podía prolongarse más, puesto que el camino a Tiahuanaco les esperaba.

Los días que estuvieron en Viacha,  sirvió para que todos los viajeros descansaran y repusieran fuerzas. Asombrando a todos, la indisimulada prisa que había embargado al cacique Huacac Criador de Cúntur, por completar el camino que faltaba.

Era un corto tramo, pero no contarían con una mísera vereda para seguir y posiblemente, tendrían que dejar el carromato en Viacha y valerse de sus propias fuerzas para llegar.

Mientras Gaspar de Ávila celebraba el encuentro con sus amigos, Topa y Yupanqui, no estuvieron ociosos. Luego de hacer algunas averiguaciones, remontaron una serranía y por la vertiente de una empinada ladera, cuya cima se perdía entre las nubes, treparon sin cesar, hasta que después de rodear algunos cerros, tuvieron a sus pies, como a una legua, el azul intenso del lago y casi al alcance de las manos al otro lado de una profunda garganta la vista del primer muro de Tiahuanaco. Aún quedaban restos del puente que en una época, fuera seguro paso por encima del abismo, pero ahora impracticable.

El camino era duro y demandaba un gran esfuerzo a hombres jóvenes, como Topa y Yupanqui, para las mujeres y el anciano Huacac, sería imposible de superar. Pero un mal sendero no sería suficiente, para truncar la empresa y cualquier dificultad sería superada. La voluntad de aquellos bravos, no sería jamás quebrantada.

Cuando Topa comunicó a Gaspar, los progresos de sus exploraciones y las dificultades encontradas, inmediatamente se abocaron a superarlas de la mejor forma.

El ingeniero, socio de Pedro Arcajo y El Andaluz, después del enorme esfuerzo que le demandó, remontar la cuesta, descubierta por Topa y Yupanqui, se encontró con el mejor y más excitante desafío de su vida. Si bien siempre se había dedicado a las construcciones navales y nunca había soñado con puentes, acequias o carreteras, la vista del profundo abismo le desafiaba a vencerlo y sin abandonar la dirección del astillero, se juró reírse jubilosamente de la lúgubre oquedad, desde el centro mismo del puente, que en aquel momento, había decidido construir, prometiéndose realizar aquella chasca en no más de dos semanas.

Usando una ringlera de llamas, transportaron hasta el borde del abismo, los pocos materiales que el ingeniero Ataulfo Contreras de las Casas, necesitaría para vencer el abismo. El mayor volumen lo constituían grandes rollos de maromas que se usaban para los amarres en el astillero y varios atados de pértigas de madera de no más de un metro de largo y un lote de largos tablones de gruesa madera que fueron lo más difícil de cargar.

En tres días, con todo lo necesario, se puso manos a la obra. Contaba con un muy reducido número de obreros, todos nativos, muy conocedores de aquellos parajes y acicateados por el honor de dejar expedito el camino, al lugar sagrado del pueblo aymará, emprendieron las labores con grandes bríos.

El propio Ataulfo, dando muestras de su arrojo y fortaleza, se descolgó por una maroma, hasta el fondo del abismo y trepó por la pared opuesta, usando cuanto arbusto o saliente, que le sirviera de apoyo, hasta amarrar en un enorme tronco el cordel que primero subiría la maroma, constituyendo el primer vínculo entre las dos paredes. El resto fue usar los cabrestantes para pasar ya directamente otra maroma, que paralela a la primera serían los amarres del piso del larguísimo puente colgante. Le seguirían otra entre ambas, para fortalecer el piso y otras dos un poco más elevadas, que serían el tope del barandal. La estructura estaba concluida, de allí en más, no quedaba otra cosa que ir uniendo las maromas del piso con pértigas cada medio metro y  deslizar sobre ellas los tablones que constituirían la superficie para el futuro tránsito, a la vez que con maromas más finas unirían las laterales del piso con las de las barandas, formando un conjunto sumamente seguro.

Al lado y por fuera del conjunto que conformaría el puente, extendieron otra maroma, que con rodelas de cabrestantes unidas a un arnés que Ataulfo se aseguraba a la cintura, atravesaba el abismo deslizándose como un mico por una liana, a una velocidad increíble. Eran artilugios que usaban en sus naos y hábilmente el ingeniero estaba empleando, para vencer el abismo.

El puente estuvo listo en menos del tiempo previsto y Ataulfo fue el primero en atravesarlo, portando bajo su brazo un botijo de aguardiente, del que en el exacto centro del abismo, lanzando las más alegres risotadas, bebió un largo trago, para después verter el resto en la obscura boca del fondo, riéndose del inútil esfuerzo de la brecha, por detener el paso de sus nuevos amigos, gritando que se embriagara con el aguardiente, para no sufrir tanto la derrota.

La alegre inauguración, fue comentario para muchos días y la popularidad del ingeniero Ataulfo Contreras de las Casas, se extendió por toda la región, ganándose como mote, el de “Embriagador de abismos”.

Mientras, ocurrían en la montaña, aquellos acontecimientos, en Viacha, bajo la dirección de Pedro Arcajo, dos carpinteros que trabajaban en el astillero, construyeron un confortable palanquín que entre cuatro cargadores, serviría para aliviarle la subida al cacique Huacac.

Aparentaba, estar allanados todos los obstáculos, para emprender con éxito, el tramo de Viacha a Tiahuanaco y la partida sería en la próxima mañana.

Además de la familia de Gaspar y Yupanqui, se les unieron cuatro jóvenes aymará que harían de cargadores del palanquín del cacique y El Andaluz, que rogó a sus socios le permitieran faltar a sus obligaciones en el astillero por unos días, para acompañar a su amigo.

Luego de vencer la resistencia inicial de Huacac, de ocupar el palanquín, se pusieron en marcha. El camino, después de tanto tránsito ocurrido mientras se construía el puente, aparecía desbrozado y bastante practicable, no resultando tan arduo, pero igual Gaspar decidió hacer un alto en la mitad, para descansar y en lugar de hacerlo en un día, duplicar el tiempo, asegurándose que todos llegarían sin quebrantos.

Después de un confortable descanso y una apacible noche en que todos repusieron fuerzas, amaneció un día radiante, como si Inti alborozado, los acompañara a visitar la antigua morada de Viracocha. Apenas el sol llegaba a su máxima altura, tuvieron a la vista la flamante obra de Ataulfo  Contreras de las Casas. El seguro puente, apenas se columpiaba sobre el abismo, siendo el contingente, una leve carga para sus fuerzas.

Tiahuanaco, se levantaba soberbia en el agreste paraje. El ciclópeo murallón no ofrecía ninguna entrada, extendiéndose inaccesible bordeado por los matorrales. Tuvieron que valerse de los machetes para abrirse paso entre el enmarañado breñal y los sorprendió el anochecer sin haber conseguido llegar al fin de la pared.

Lo más conveniente era levantar un campamento bajo la fronda aledaña al barranco y esperar el nuevo día para intentar el acceso. La excitación que vivía el cacique Huacac y la urgencia que tenía por culminar la empresa, no tenían parangón y debió escuchar las buenas razones que Gaspar esgrimía, para aceptar la nueva espera.

No fue una buena noche, el nerviosismo estaba presente y la espera forzada, parecía haber alejado el sueño de todos. Todos rebullían en sus jergas y pocos conciliaban un agitado sueño. Solamente Isshé, dormía plácidamente, despertando únicamente, cuando su estómago le anunciaba la hora de mamar.

Finalmente llegó el día y después de un rápido desayuno, Gaspar y Topa emprendieron solos el camino hacia la ciudad sagrada, con la intención de encontrar una más fácil entrada. Les llevó más de media mañana encontrar un sendero que después de muchos recovecos los llevó hasta la enorme explanada que fuera el principal acceso. Simplemente recorrieron el vasto prado, comprobaron que era el lugar correcto y regresaron sin pronunciar una sola palabra, abrumados por lo magno, que tuvieron ante sus ojos.

Con pocas palabras, anunciaron la existencia del sendero y en silencio se pusieron nuevamente en marcha, seguidos por el resto de los viajeros,

El cacique Huacac, abandonó la comodidad del palanquín y valiéndose de sus propias fuerzas, quiso llegar por su pie al lugar sagrado.

El camino ya conocido, se hizo rápido y antes del mediodía, estaban en la entrada a Tiahuanaco. El prado que se extendía por el frente, no ofrecía ni una mata que alterara su finura, solamente en el centro apenas descollaban sobre la superficie, un círculo de bruñida piedra negra como el ébano, rodeado a distancias regulares por doce más pequeñas, el resto, verde esmeralda.

Huacac Criador de Cúntur, luego de una larga contemplación del prado, recién despegó sus labios y toda su familia esperaba ávidamente sus palabras.

“Viracocha Pachayachachi, creó las cosas; y creó los hombres a su semejanza y vivieron en la oscuridad. Y los hombres olvidaron sus preceptos y cayeron en la codicia y en la soberbia y Viracocha mandó el Huno Pachacuti, que destruyó toda vida. Y guardó tres hombres, para que le sirviesen.

“Cuando se retiraron las aguas, creó las luminarias para que las nuevas gentes viviesen en claridad y amasando la piedra creó las nuevas gentes y mandó las luminarias al cielo. El día del regreso era cerca...

“Se encendió por un instante la vereda de fuego desde las estrellas gemelas, para que llegara Viracocha. Descendió el palanquín refulgente como el oro, en el centro del Pumapuncu  y los doce portadores bramando con el rugir de mil truenos, envueltos en llamas y vapores, se posaron cada uno en cada loza, blandamente, como lo hace el cúntur en el borde del nido y cuando el palanquín estuvo firme, apagó su fulgor lentamente. En los albores de la vida de las nuevas gentes, Viracocha había llegado y en doce días construiría su morada.

“Descendió silenciosamente y extendió su mirada por el valle, como admirando el lugar elegido, para luego piedra a piedra levantar el muro de doce partes iguales, que albergaría los recintos.”

El cacique aymará, calló por un instante, mientras a grandes pasos recorría el prado, para detenerse frente al vano del muro, que después de un ángulo que cambiaba su dirección en treinta grados exactos, se interrumpía por varios metros, abriéndose como en inmenso portal, frente a las extrañas lozas negras. Trasponer aquel portal, significó a los viajeros transportarse a increíbles lugares, jamás imaginados. Habían ingresado a la que fuera morada de Viracocha.

Huacac, como si hubiera visitado innumeras veces aquellas ruinas, empezó a describir y explicar a su familia todos aquellos muros y qué encerraban cada uno de los colosales recintos, la mayoría con leves atisbos de su magna construcción.

Solamente algunas llamas y vicuñas merodeaban entre las ruinas, pero todo el entorno aparentaba limpidez, no habían zarzas ni matojos y los enormes bloques pétreos se diseminaban en un orden perfecto, como si una poderosa mano, los hubiera ido colocando ordenadamente, a medida que demolía uno a uno los distintos muros, con la intención de ensamblarlos nuevamente.

Huacac Criador de Cúntur, contempló largamente el imponente conjunto y dijo:

“Concluido el contorno, acá a la derecha levantó la Acapana,  sobre ciento cincuenta y dos varas de lado, la primera, cada una de las terrazas medía quince y sobre la última hizo la cisterna, concluyendo la defensa con la doble muralla, recostada al muro.

“Al pie del collado, a nuestro frente, fundiendo piedra a piedra entre sus manos, construyó la Calasasaya, su morada.

“Cada parte del muro, se enfrentaba a la sexta y cada una daba abrigo a un recinto. Los diez primeros se dividían en veinticuatro salas y los dos restantes en veinticinco, que eran los de su morada.”

Los viajeros no perdían palabra y seguían en total silencio a Huacac Criador de Cúntur, que atravesaba lentamente el gran patio custodiado por las impresionantes piedras, hasta detenerse frente al enorme portal.

Un solo bloque lo constituía y en su dintel, en cuatro franjas campeaban las asombrosas figuras, dejando el centro para la mayor. Luego de observarla detenidamente, se desvió unos pasos para enfrentar la segunda puerta, algo más pequeña, aunque no menos impresionante. Luego del prolongado silencio, volvió a resonar la profunda voz del cacique.

Inti Pucará, era la entrada principal y Viracocha, desde el frontis, aún la custodia, ésta es Coatí Pucará, la entrada de sus servidores.

“Las veinticinco salas de este recinto, fueron albergue de Inti y desde allí protegía la casa del Inca y brindaba su calor diariamente, recorriendo el cielo, para madurar los frutos; de Mamaquilla, la mujer de Inti, que protegía a las mujeres del pueblo aymará, regulando sus ciclos, según luciera su cara en la noche o se encubriera en el día, tras los rayos de su consorte; de Illapa,  que ordenaba a su sombra que moraba en la vía láctea, enviar las lluvias para germinar las semillas; de Pachamama, la Madre Tierra, señora de los valles y las montañas, de las llanuras y las rocas; de Pachacamac, dueño del cielo y señor del rayo y del fuego; y de todos sus servidores, y huacas.

“Pero admiremos el frontis de Inti Pucará. Viracocha luce su más bello tocado, orlado de cabezas del gran felino sagrado, mientras que su mirada protege todo el contorno y sostiene con sus manos los dos báculos, que le sirvieran de apoyo en sus muchos viajes, enseñando al pueblo aymará, todos los oficios, las artes y las técnicas; el amor, el honor y la unión de la familia; rechazar la midra y ser solidarios y custodiar la fidelidad al Inca y en el último que emprendiera, llegando hasta Manta, para luego emprender el viaje por mar, aún sin retorno, bogando sobre su capa.

“Hacia él, corren el cúntur y los hombres de todas las naciones.

“Desde esta puerta ordenó los caminos, pero uno de sus tres sirvientes, Taguapácac, inobediente, fue excluido y en una balsa atado, fue echado a las aguas, perdiéndose por el desaguadero del lago.

“Los sirvientes, uno por los llanos y otro por las sierras, y por la tierra intermedia, Viracocha, partieron y decían a grandes voces que penetraban por los valles y las sierras: “Oh vosotros, gentes y naciones, oíd y obedeced al mando de Ticci Viracocha Pachayacháchic, el cual os manda salir, multiplicar y henchir la tierra.” Y nombraban todas las naciones y provincias.

“Todos obedecieron y hubieron gentes salidas de los lagos, de los valles, de las cuevas, de los árboles, de las fuentes, de los montes, de las peñas, de los ríos y de todos lados y todos hinchieron la tierra y se multiplicaron y aprendieron los preceptos.

Huacac, silenció su voz, trasponiendo con gran unción la puerta, para detenerse nuevamente, siendo seguido por su familia. Los grandes bloques parecían demarcar algunas salas, aunque no se encontraban atisbos de las formas originales, pero el anciano curaca, parecía recorrerlas con su mirada y relataba el contenido y función de cada una. La última recostada a la muralla aún en pie se enfrentaba perfectamente con la que contenía el pórtico del Pumapuncu. Después  de aquella parte, la muralla quedaba trunca y cada tanto, alguna piedra marcaba el contorno.

Cuando hubieron recorrido la morada de Viracocha, Huacac Criador de Cúntur, se dirigió a la izquierda, donde en una hondonada, apenas asomaban algunas piedras, resaltando una que lucía el relieve del rostro de un inca, y simplemente dijo:

“Estas son las paredes del Palacio y en esa roca Viracocha dibujó todas las naciones y provincias, que iba a crear y creó.”

En el enorme recinto, de más de un kilómetro desde el Pumapuncu a la última sala del Calasasaya, no se percibían más edificaciones, pero cada una de las doce partes, albergaba una, y Huacac las describió a todas y a sus distintas salas.

Cuando calló Huacac, ya era noche y en lugar de Inti, refulgieron las demás luminarias que creara Viracocha y en los lindes de su casa, acogió al buen curaca y su familia. Fue noche de paz.

Inti abrió sus brazos y sonrió la tierra. Despertó Isshé y despertó Hannan y Gaspar y Huacac Criador de Cúntur, también Topa, Dahyana, Dari, Tabobá y Sinchi y todos los demás, Yahuar, Yupanqui, El Andaluz y los cuatro aymará, cargadores del palanquín. Inti abrió sus brazos y calentó la tierra. El gozo de Isshé, fue el gozo de todos.

La mañana luminosa, tibia, hermosa, hacía más grandiosa la morada de Viracocha y aquellas gentes con recogimiento, contemplaban la magna obra, como si aún estuviera en pie, tal había sido el fervor de Huacac Criador de Cúntur, cuando describiera sus recintos, que para todos eran presentes.

En la entrada de la morada de Viracocha, frente a Inti Pucará, Huacac Criador de Cúntur, agradeció con unción al Creador, el regreso de Topa y de Gaspar, y la paz, que a pesar de la presencia de los invasores extranjeros, vivían en la Cumbre del Cúntur. Agradeció la fuerza que le diera, para enfrentarse a las hordas y con sus cúntur, alejarlos de su aldea. Agradeció la felicidad de la llegada de Isshé. También con unción, rogó a Viracocha, ayuda para superar el dolor por la pérdida de sus dos hijos y que llevara luz a la mente trastornada de su amada nieta.

Todos en silencio y respetuosamente, rodeaban al anciano, mientras elevaba sus rogativas al Creador, para luego en silencio recorrer el recinto antes de emprender el regreso.

Y allí enmarcados por la Puerta del Sol, Hannan, tomando la mano de Gaspar, mientras Isshé, disfrutaba en su inocencia, del mullido cesped, radiante, feliz, anunció: “Viracocha verá en mí cumplido su mandato, como mandó henchir la tierra, se henchirá mi vientre, para darte, ¡oh, Gaspar de Ávila, amado esposo mío!, un nuevo hijo, que ya rebulle en mis entrañas.”

El gozo de Gaspar de Ávila, fue el gozo de todos y la buena nueva, sería alegría en la cubre del cúntur.

Gaspar de Ávila, elevó sus manos hacia la imagen de Viracocha, que señorea el centro del dintel de Inti Pucará y le rogó le fuera concedida la felicidad de acompañar en todo momento, a su amada Hannan, mientras esperaban la dicha, de la llegada del hijo anunciado.

La visita a Tiahuanaco, había sido cumplida, Huacac Criador de Cúntur había encontrado la paz para superar las dolorosas pérdidas, y la felicidad de su familia, a pesar de los dolores sufridos, era patente en el rostro de aquellos nietos felices, con su hija Isshé y el anuncio del avenimiento del nuevo retoño.

Inti abrió sus brazos y la tierra sonrió. El regreso, ya era impuesto.